jueves, 26 de noviembre de 2015

La Traición: Capítulo 4

—Será mejor que me vaya —bajó la vista con rapidez.

—¿Por qué tanta prisa, Paula? —la tomó del brazo con suavidad y la joven se estremeció al sentir el contacto ¿Temes que tu padre se entere de que intercambiaste algunas palabras con el enemigo?

Eso no se le había ocurrido a la chica y tomó consciencia de que le debía lealtad a su padre; pero también deseaba mostrar que era independiente de él para pensar y actuar.

—Yo decido quiénes son mis enemigos, señor Alfonso, no mi padre —le informó, serena.

La brisa, que todavía le amoldaba el delgado vestido al cuerpo, alborotó el cabello del hombre.

—En ese caso, llámame Pedro—la observó con aprobación—. Ya estoy harto de que la gente me llame por mi apellido todo el tiempo. Eso me hace parecer como un hombre inaccesible y no soy un monstruo ni un ogro como todos parecen pensar. Me gustaría invitarte a comer —señaló el hotel—, siempre y cuando no te importe que corran algunos chismes sobre nosotros.

Paula se dio cuenta de que, más que una invitación, era un desafío.

—¿O acaso el hecho de que había escuchado historias toda la vida, la hacía imaginar cosas?

—Gracias, pero por ahora no tengo hambre.

—Estoy seguro de que podrás tomar al menos un bocado —insistió, con suavidad—. Además, odio comer solo y me gustaría que me contaras cómo te fue en la universidad.

Rechazar una invitación tan cortés, podría ser considerado como una señal de mala educación o de hostilidad declarada. A Paula no le importaba la disputa que existía entre las dos familias, así como tampoco le importaban los rumores de la gente. Ella era libre de socializar con quien le viniera en gana. Y, en el fondo, esperaba poder armarse de valor para decirle eso a Miguel.

Diez minutos más tarde, sentados en el comedor vacío, Pedro la miró con diversión, mientras ella se servía otro plato de carnes.

—Creí que no tenías apetito. Y me agrada ver que no formas parte de la brigada de las espinacas y el arroz entero. Me gustan las mujeres que comen mucho.

Paula no supo cómo tomar ese comentario. ¿Era un halago o una observación sarcástica?

—¿Qué estudiaste en la universidad? —inquirió con interés.

—Administración y contabilidad.

—Entonces, me imagino que tienes la intención de ayudarle a tu padre a hacerse cargo de la propiedad.

—Claro. Un día será mía, y yo jamás me iría de este lugar. Es mi hogar.

—Me alegra oír eso —sonrió—. Y admiro la solidaridad que muestras para con tu familia. Pero te advierto que no será algo fácil. Lo sé por experiencia propia. La situación es muy difícil ahora y se pondrá peor.

—No me asustan las responsabilidades —declaró.

—Te creo; los Chaves siempre fueron muy trabajadores, pero a veces no basta con esforzarse.

—Lo sé, pero tengo otros planes.

—Te felicito. ¿Ya hablaste de estos planes con tu padre?

—Aún no —fue cautelosa—. Estoy esperando que llegue el momento indicado para hacerlo.

—Entonces, esperarás durante diez años —afirmó con aspereza—. Tu padre no es un hombre a quien le agraden los cambios. Apenas está aceptando lo que es el motor de combustión interna.

—Gracias por la comida, señor Alfonso —apretó la boca—. Debo irme.

—Qué lástima, Paula—comentó con desilusión y permaneció sentado—. No deseo pelear contigo. Esta absurda disputa entre nuestras familias debe terminar. Yo esperaba que…

—Yo también considero que ha durado demasiado, pero no me interesa escuchar cómo insulta a mi padre.

—No lo insulto —señaló con calma—. Sólo estoy afirmando algo y lo sabes; pero si no te enfrentas a la realidad, esta guerra fría durará toda la vida. ¿Es eso lo que deseas?

—No, pero…

—Nada de peros. Siéntate y hablaremos como dos personas civilizadas. Si esto te hace sentir mejor, te aseguro que mi padre es igual al tuyo. El se retirará el año próximo y yo me haré cargo de todo. Cambiaré muchas cosas.

Reacia, Paula tomó asiento. Defendió a su padre sólo por lealtad filial, no porque admirara la forma en que él administraba la propiedad.

—Así está mejor —sonrió—. Tengo la sensación de que tú y yo seremos muy buenos amigos, Paula.

¿Qué habrá querido decir con eso de “muy buenos amigos”?, se preguntó la chica. No era tan cándida y sabía que él tenía en mente entablar una relación íntima con ella. Y para ser honesta, se sentía muy halagada.

—No hay razón para que tú y yo no podamos trabajar juntos —insistió—. Sería tonto perpetuar los errores de nuestros ancestros, ¿no crees?

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