—Ponte cómoda —se quitó la chaqueta, la dejó caer en la silla más próxima, y se aflojó la corbata. Luego le tendió una carta encuadernada en piel que sacó del cajón de una mesita.
Paula apenas pudo mirar la lista de platos. Ya antes estaba nerviosa y, tras el comentario de Pedro acerca del vestido rojo estaba segura de que no podría pasar un bocado.
—Tomaré ensalada de gambas, gracias.
El hombre frunció el ceño.
—¿Y nada más? Tienes que comer, estás demasiado flaca.
—Estoy delgada, no flaca —lo corrigió la chica—. Y debo conservarme, es mi trabajo —lo retó con la mirada—. Ensalada de gambas, por favor —repitió con firmeza.
Pedro asintió y cogió el teléfono.
—En seguida lo traerán —afirmó después de haber ordenado lo que deseaban—. ¿Te gustaría tomar algo mientras esperamos?
Paula reflexionó. Deseaba conquistar a ese hombre, pero si quería lograrlo, tendría que relajarse. Quizás una copa de vino la ayudara a calmarse.
—Vino blanco, Pedro.
Él sirvió dos copas y se sentó en una butaca, frente a ella.
—Háblame de tí —le pidió—. ¿Tienes familia?
Paula tomó un sorbo de vino. Sabía que esas preguntas llegarían, pero, ¿cómo responder?
—Sí, mis padres y un hermano. No viven en Londres, sino en un pueblecito, al norte.
Por lo menos su madre y Norberto estaban allí; pero no podía explicar que Gonzalo se había marchado a Estados Unidos porque quizá él lo supiera y descubriera la verdad. Desde la visita fatal, nunca había vuelto a hablar de Pedro con su hermanastro. Sus padres habían tenido noticias de él un par de veces después de su visita y les enviaba tarjetas navideñas, pero desde que Gonzalo se había marchado el contacto se había roto.
—¿Siempre quisiste ser modelo? —inquirió Pedro.
—¡Oh, no! Cuando estaba en la escuela no tenía ni idea de lo que quería ser. Además… —se interrumpió y tomó otro trago de vino para ocultar su error. Había estado a punto de decir: «era demasiado gorda para pensar en eso».
—¿Además? —repitió Pedro al verla titubear.
—No creí que tuviera oportunidad de sobresalir. La competencia es terrible.
—¿Cómo empezaste?
—Gané un concurso organizado por una revista. Me inscribí por sugerencia de mi madre, y para mi sorpresa gané el primer premio y mis fotos salieron en la revista —abrió las manos—. El resto es historia.
«Una historia recortada para adecuarla a la ocasión», pensó.
No mencionó que el año anterior al concurso lo había pasado siguiendo una dieta estricta y haciendo ejercicios extenuantes. Había asistido a clases de baile y gimnasia y leía todos los artículos de belleza que conseguía para practicar las técnicas descritas. Así, había ido adquiriendo una auto disciplina férrea a medida que moldeaba su cuerpo.
Su madre, sorprendida por ese cambio radical, la apoyaba sin reparos y pagaba las visitas que hacía al mejor salón de belleza. Germán fue el primero que le cortó el pelo al estilo egipcio. Ese toque exótico le consiguió el favor de los jueces y la hizo empezar su vida profesional con su nombre de pila original.
«Fue una suerte», pensó. De otra manera, jamás hubiera engañado a Pedro. ¿Y si él la descubría? Se agitó en su silla con inquietud. «No», se dijo, «eso no sucederá».
En ese momento llamaron a la puerta y dos camareros prepararon la mesa y sirvieron la cena. A partir de entonces, Paula procuró mantener la conversación en un tono superficial, contando historias de sus años en Londres y evitando caer en la trampa de referirle anécdotas de su niñez y vida familiar. Le resultó fácil, pues tenía un caudal de aventuras que le habían ocurrido durante sus viajes y podía bromear acerca de cómo se había puesto un traje de baño cuando nevaba o exhibido un abrigo de piel en un caluroso verano. Cuando le contó que había caído al agua desde un barco por inclinarse demasiado sobre la barandilla, Pedro soltó una carcajada.
—¡Debió ser una fotografía estupenda! —exclamó.
—Lo fue —luchó porque su voz sonara natural. Cuando él reía de esa manera, casi olvidaba que lo conocía de verdad—. Lo único que salió fue un par de pies con unos zapatos carísimos. Desde luego, se estropearon, lo mismo que mi maquillaje.
Se puso seria; otro recuerdo indeseado la asaltó. Estaba hecha un desastre cuando la sacaron del mar, el maquillaje le manchaba la cara y el pelo se le adhería a la piel en mechones largos. Al salir a la playa, con la ropa y los zapatos empapados, se encontró frente a frente con Facundo. Nunca olvidaría la mirada de horror que le dirigió. Facundo era un hombre que amaba las cosas bellas, su casa estaba llena de antigüedades que había coleccionado a lo largo de los años, y ella era otro artículo que había agregado a sus posesiones. Esa noche le comunicó que su relación había terminado.
El recuerdo le dejó un amargo sabor en la boca y empujó su plato para apartarlo, aunque apenas había comido la mitad.
—¿Es todo lo que vas a comer? —Pedro hizo un gesto de desaprobación.
—Estoy satisfecha —lo retó—. Nunca he tenido buen apetito.
Era mentira. Al empezar su dieta, había tenido que luchar para no tomar la clase de comida que le gustaba. Soñaba con sabrosas pizzas y enormes raciones de espagueti a la boloñesa. Luego, sus gustos habían cambiado, a fuerza de costumbre.
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