jueves, 5 de noviembre de 2015

Mi Bella Tramposa: Capítulo 7

Tardó un momento en responder, pues seguía estudiando las posibilidades. ¿Sería capaz de llevar a cabo su plan? ¿Quería hacerlo? Un vistazo a la cara de rasgos fuertes, tantas veces soñada en sus fantasías de adolescente, la convenció. Le encantaría bajar a Pedro Alfonso del pedestal donde él mismo se había colocado. Era posible que creyera que ninguna mujer se le resistiría, pero ella iba a desilusionarlo.
¿Cómo la había llamado? ¿Cenicienta? Quizás era un nombre apropiado. Paulina se había transformado en una magnífica modelo, igual que Cenicienta en una dama de la corte ante el toque de la varita mágica de su hada madrina. Pero para ella no había habido ni una madrastra, ni dos malvadas hermanastras, sólo un padrastro que era la bondad misma y Gonzalo… Pedro esperaba su respuesta.
—Está bien —contestó, despacio—, mañana cenaremos juntos.
Una atractiva sonrisa iluminó su cara.
—Asistiré a la exhibición, así que te recogeré cuando termine, digamos… ¿a las nueve y media?
—Me parece bien. Ahora tengo que irme.
En cuanto lo dijo, Pedro se inclinó hacia ella para soltarle el cinturón de seguridad. Luego no se apartó, sino que la miró muy de cerca, con una intención tan fácil de descifrar como la que había mostrado en el cuarto del hotel. Rápidamente, la chica se echó hacia atrás, y abrió la puerta del coche.
—Buenas noches, señor Alfonso—dijo con firmeza—. Nos veremos mañana.
Con eso pretendía dejar las cosas en claro y él lo sabía. Sin embargo, le cogió una mano con calma.
—Buenas noches, Paula—murmuró y la desconcertó al besarle el dorso de los dedos suavemente—. Hasta mañana —añadió, con un tono que dejaba sin aclarar si se trataba de una promesa o una amenaza—. Oh y Paula… —agregó, cuando ella salió del coche—. Me llamo Pedro, recuérdalo.
¡Recuérdalo! ¡Cómo si pudiera olvidarlo! Estuvo tentada a gritárselo antes de que el coche desapareciera calle abajo. No había olvidado su nombre en nueve años, menos en ese momento.
El día siguiente, aparte de la exhibición en el Argyle, Paula no tenía compromisos. Eso significaba que podía permitirse el lujo de permanecer en la cama hasta tarde, pero ese sábado pese a ello, el sueño la eludía.
Estaba inquieta y nerviosa y desde que había abierto los ojos a una mañana llena de sol, sin rastros de la tormenta que había caído durante la noche, comprendió que debía buscar algo que hacer. El tiempo que pasaría hasta las seis de la tarde, cuando debería prepararse para la exhibición, se extendía ante ella seco y árido como un desierto.
Tomando una decisión, apartó la colcha y la sábana, y se puso de pie sobre la alfombra. Unos minutos después, vestida con mayas rosas y azul, se dirigió a la sala y puso su disco favorito. Durante una hora se sometió a una serie de ejercicios vigorosos, usando cada uno de sus músculos, exigiéndose una perfección más exagerada aún que en los días en que estaba decidida a adelgazar. Cuando el disco terminó, volvió a ponerlo y empezó de nuevo. Sólo se detuvo cuando oyó que llamaban a la puerta. Sabía quién era sin necesidad de preguntar.
—¡Pasa, Valentina! —gritó, un tanto agitada por el ejercicio—. La puerta está abierta.
Sonrió, dándole la bienvenida a su vecina. Valentina Gonzalez, cinco años mayor que ella, había sido su amiga desde que se había mudado al apartamento, hacía cuatro. Una tarde Paula la había invitado a tomar café y habían congeniado.
—Trabajando a esta hora… ¡el sábado! —exclamó Valentina—. Paula, eres una fanática.
—¿Te molesté? —preguntó la chica, pues el apartamento de su amiga quedaba debajo del suyo.
Valentina negó con la cabeza, agitando sus alborotados mechones pelirrojos.
—Ayer salí y he dormido hasta las dos de la tarde. Hubieras podido tirar la casa y no me hubiera despertado. Acabo de abrir los ojos.
—¿Has desayunado? Podría…
—No para mí, gracias —la interrumpió—. Ayer tomé unos postres tentadores. Demasiadas calorías, así que hoy haré penitencia para pagar por mis pecados —con una sonrisa traviesa observó la cintura delgada de Paula y sus estrechas caderas—. Tú en cambio puedes comer lo que quieras sin engordar un poco.
La joven sonrió.
—Sabes que eso no es verdad, Valentina. Has visto la evidencia.
Valentina pegaba fotografías de mujeres bellísimas en su nevera, para luchar contra la tentación de comer, pero Paula sólo necesitaba recordar cómo había sido de adolescente para mantenerse en el camino de la autodisciplina.
—Oh, no exageres —la regañó Valentina—. Hace años que no eres gorda y lo sabes.
Quizá, pero los recuerdos la perseguían y deseaba aplastar al fantasma que la acosaba; aquél que, después del encuentro con Pedro, había despertado.
—Pero no he venido a hablar de dietas.
Algo tembló en el estómago de Paula al adivinar el próximo comentario de su amiga.
—Me estoy muriendo por saber cómo te fue anoche. ¿Hablaste con ese odioso Pedro Alfonso? —sus ojos azules brillaron de interés cuando Paula asintió—. ¿Y qué sucedió?
La chica titubeó y después decidió ser sincera.
—Cenaré con él esta noche.
La respuesta de Valentina fue un largo silbido de asombro.

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