La mano de Pedro seguía apoyada sobre su hombro. No era así como había planeado las cosas; sólo había pensado en despertar el interés de Pedro para lograr que la viera como una mujer diferente a Paulina Schulz de diecisiete años, a la que había tratado con tanto desprecio. Lo había conseguido, pero más allá de lo que se había propuesto. Parecía decidido a no aceptar una negativa por respuesta.
—¿Por qué estás tan ansiosa de volver a la fiesta? —por primera vez la irritación se reflejó en su voz y Paula se alegró de haber alterado su «imperturbable» calma—. Podía haber jurado que no te estabas divirtiendo, igual que yo.
Así que había notado su malestar y, gracias al cielo, interpretado mal las razones que lo inspiraban.
—Es una reunión social, parte de mi trabajo. En realidad debería…
Se detuvo, reducida al silencio por la mirada del hombre. Las pupilas grises estaban fijas en su cara y podía sentir cómo quemaban su piel. El brillo de esos ojos no le dejaba la menor duda acerca de sus intenciones. Iba a besarla. Tenía los labios secos y se los mojó con la lengua. Él bajó la mirada en ese momento y descubrió el leve movimiento revelador.
Pero Paula se recuperó deprisa. Aquello no era nuevo. Había estado en la misma situación muchas veces y sabía cómo manejarla. Quizá la adolescente Paulina se hubiera vuelto loca de miedo, pero ya no tenía diecisiete años y no recurriría a protestas inocentes. Cuando Pedro inclinó la cabeza, se apartó a un lado, con cuidado y suavidad, de manera que los labios masculinos le rozaron el pelo en lugar de los labios, como él intentaba. Se enorgulleció de que su acción pareciera natural, como si se hubiera movido de forma espontánea.
Desde la puerta, se volvió para mirar al hombre que se había quedado parado en medio de la habitación. ¿La ira había vuelto negras sus pupilas, endureciéndolas como si se hubieran convertido en rocas? No estaba segura. Le mantuvo la mirada, abriendo un poco su ojos en señal de reto.
—Creo que ya es hora de que volvamos a la fiesta —observó con calma, y salió del dormitorio sin mirar atrás, para no darle más alternativa que seguirla.
Pedro la alcanzó cuando oprimía el botón del ascensor. Su mano cubrió la de ella, la obligó a girar sobre sí misma y antes de que tuviera tiempo de protestar, inclinó la cabeza y capturó sus labios con un beso violento que la dejó atontada, incapaz de resistirse. Esos segundos fueron suficientes para que él hiciera lo que quería: tomar el beso que ella le había negado. Cuando llegó el ascensor y las puertas se abrieron, la soltó y le cedió el paso con una clara expresión de triunfo.
Demasiado sorprendida para hablar, Paula pasó ante él, desconcertada al sentir que las piernas la sostenían con dificultad. Sus ojos verdes lanzaron chispas al encontrarse con los grises de Matt, pero eso sólo convirtió el gesto travieso de su cara en una amplia sonrisa.
—Ahora sí volveremos a la fiesta —afirmó y el tono de su voz la hizo sonrojarse. Se mantuvo rígida, delante de él, esperando en un silencio absoluto a que el ascensor descendiera.
Cuando el taxi se detuvo ante el hotel, Daniel, el portero, se adelantó para abrir la puerta y abrió un enorme paraguas para protegerlas de la lluvia que había empezado a caer mientras se celebraba la fiesta. Bajo su protección, Sofía, Florencia y Zaira, se metieron en el coche. Paula estaba a punto de seguirlas cuando una alta figura masculina apareció en el vestíbulo y una mano grande la tomó del brazo con la fuerza suficiente para impedir que se moviera.
—Yo llevaré a la señorita Chaves a su casa, Daniel —anunció Pedro Alfonso.
«¡Oh no, no lo harás!», gritó para sí, pero reprimió las palabras. No podía provocar una escena en la entrada del Argyle, con los huéspedes de la fiesta a poca distancia, esperando que les llevaran sus coches.
—Preferiría irme con mis amigas —argumentó. El sonido se perdió con el portazo del taxi y el rugido del motor al ponerse en marcha. Era obvio que Daniel sabía que la convenía obedecer a su jefe y no estaba dispuesto a molestarlo.
Palideció al ver que el coche se alejaba. A la luz de las farolas de la calle, pudo ver a Sofía estudiándola con abierta curiosidad. Tendría que contestar un largo interrogatorio al día siguiente; «lo que faltaba», pensó, de mal humor. Cuando el coche desapareció en la esquina, se volvió para enfrentarse con franca hostilidad al hombre que le había impedido marcharse.
—No hace falta que me lleve a casa, señor Alfonso. Su empleado, el señor Bowen, ya había organizado que…
—Yo lo he desorganizado —la interrumpió Pedro con suavidad—. Creo que estarás más cómoda en mi coche que con tus tres amigas en un taxi. Además — continuó antes de que ella pudiera protestar—, vives al otro lado de la ciudad y tendrían que llevarte después de dejar a tus compañeras. Conmigo llegarás antes.
Paula apretó los labios. ¿Cómo había averiguado eso? Sergio Bowen sabía dónde vivía, pero era poco probable que le hubiera dado esa información a su jefe, a menos que él la hubiera solicitado. La sospecha de que todo estaba bien planeado la hizo estremecerse.
Después de que él la besara, en el ascensor, ella había entrado en el salón sin mirar atrás y sólo se relajó, cuando se perdió entre los invitados, ocultándose de la mirada penetrante de Pedro. Durante el resto de la velada lo había evitado con cuidado, manteniéndose cerca de las otras modelos y deseando que llegara la hora de partir. Esperaba desaparecer sin despedirse siquiera de su anfitrión. Su súbita aparición en el vestíbulo del hotel le había estropeado la estrategia.
—Éste es mi coche —anunció Pedro cuando un empleado detuvo ante ellos un reluciente Jaguar negro. Abrió la puerta de los pasajeros y esperó a que ella entrara.
Paula titubeó. No deseaba estar a solas con ese hombre, pero no tenía alternativa. Varios invitados la miraban con curiosidad. «¡Maldita sea, Pedro Alfonso!», pensó y subió al coche, con la cabeza bien alta.
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