—¡Ay, cómo me alegro de estar en casa! —se dejó caer en una silla y se quitó los zapatos, suspirando de alivio. Valentina le sonrió con simpatía.
—¿Tuviste un día agitado?
—Como de costumbre. No me adapto a la rutina de mi trabajo con la facilidad de antes. No sé porqué, pero siempre me siento cansada.
Valentina frunció el ceño.
—Tú no eras así. Además, acabas de volver de vacaciones.
Las mejillas de Paula se tiñeron de color escarlata al oír a su amiga. No necesitaba que le recordaran la semana que había pasado en Yorkshire, pues cada día estaba grabado en su memoria.
En cierto modo, ese período podía clasificarse como descanso, ya que ella y Pedro habían pasado bastante tiempo en la cama… Sin embargo, la actividad que habían desarrollado no podría considerarse cansada. El día que hicieron el amor por primera vez pareció encender una explosión de deseo que resultaba imposible contener. Ambos fueron atrapados por esa fuerza de una manera que no dejaba tiempo para pensar, dudar o reflexionar en el pasado o el futuro: el presente era lo único que importaba. También vivieron momentos tranquilos, explorando los alrededores o trabajando en el jardín. Pero esas horas sólo servían para estimular sus necesidades, que saciaban en las noches pasadas uno en brazos del otro. Fue una experiencia gloriosa para Paula. En esos días suspendidos en el tiempo, había absorbido a Pedro con la vista, el oído y el tacto, maravillada por el descubrimiento de su amor.
Por desgracia, el idilio no podía durar para siempre. Tenían que volver a la realidad, regresar a Londres. Habían pasado cinco semanas desde sus vacaciones y, durante ese lapso, Pedro había sido una constante presencia en su vida. Era un compañero agradable y un amante apasionado, pero nada más. Ni siquiera una vez le dedicó una palabra de amor.
Al principio, Paula se dijo que no necesitaba semejante declaración. Amaba a Pedro, no podía vivir sin él y si su compañía y pasión eran lo único que deseaba darle, le bastarían. En los últimos días, sin embargo, la idea de que no bastaba empezaba a arraigarse en su mente. Esa relación sin responsabilidades la hacía vulnerable, porque preveía un dolor insoportable si algún día Pedro la abandonaba. A veces pensaba que sería mejor alejarse de él, que vivir con la angustia de que el dolor era inevitable, que le haría daño en el futuro. Incluso mientras lo pensaba, sabía que no sería capaz. Su vida se centraba en Pedro y hasta su trabajo había dejado de satisfacerla. Se arrastraba durante el día y sólo revivía por las noches, cuando estaba con él.
—Me falta entusiasmo —le confió a Valentina—. Nunca me había dado cuenta de lo mezquino y egoísta que es el mundo de la moda. Toma por ejemplo, Zaira perdió su cepillo, un cepillo común y corriente, pero se puso histérica. Acusó a todos de habérselo robado y se negó a continuar con la sesión de fotografía a menos que alguien se lo devolviera.
—¡Dios del cielo! —exclamó Valentina, asombrada—. Una saludable preocupación por tu apariencia es una cosa y otra muy distinta llevarla hasta ese extremo.
Paula asintió, distraída, pues sus pensamientos volaban otra vez hacia Pedro. Ella había llevado las cosas a ese extremo y él le había demostrado lo obsesiva que se había vuelto, destruyendo sus cosméticos que un día había considerado esenciales y que habían pasado a parecerle una frivolidad. Era sorprendente con cuanta facilidad se había adaptado a no usar maquillaje. Tanto que, después de la larga preparación para la sesión de fotografía de la mañana, estaba aburrida y sentía la cara rígida y pesada por las capas de pintura que le habían aplicado.
—Y hablando de apariencias —continuó Valentina—, ya sé que dices que estás cansada, pero en realidad estás floreciendo, nunca habías estado tan guapa. Te veo mucho mejor desde que regresaste de Yorkshire y dejas que tu pelo se ondule con naturalidad, fue un detalle genial. ¿Qué dice Rafael?
—Lo aprueba —sonrió, recordando con placer la sorpresa de su estilista cuando apareció por primera vez con el pelo ondulado en lugar de lacio. En realidad, todos habían hecho comentarios favorables sobre su aspecto. Excepto, claro, lo que le había dicho Raphael esa mañana.
—Quizá la fatiga se deba a la menstruación —sugirió Valentina y sus palabras se mezclaron con los pensamientos de Paula, que se agitaban con frenesí.
—¿Has engordado, queridita? —le había preguntado el diseñador con su cara infantil desfigurada por una mueca de disgusto—. Me parece que estás más gordita que de costumbre —señaló las curvas del busto.
En ese momento, Paula sólo pensó que debía comprobar su peso cuando regresara a casa. No lo había hecho desde que había vuelto de Yorkshire. Ahora, relacionando las palabras del estilista y las de Valentina, empezó a analizar las fechas en su cabeza. La semana que había pasado en la cabaña no había tomado ninguna precaución en la tormenta de sensualidad que la asaltó. Conociendo los malestares que Luciana había sufrido durante los primeros meses de su embarazo, nunca había considerado la posibilidad de…
—¿Paula? —preguntó Valentina, inquieta por el silencio de su amiga. Después, mirándola a los ojos, exclamó—. ¡Oh, Paula, no estás!… —dejó la frase sin acabar, pues el resto era evidente.
Con lentitud, Paula asintió.
—Sí, Valentina. Creo que lo estoy.
—Te noto fatigada —dijo Pedro cuando le abrió la puerta esa noche. Paula sonrió. En ese momento, lo último que sentía era cansancio.
Desde que había comprendido que esperaba a un hijo, quería cantar, gritarle al mundo que algo maravilloso había sucedido. No tenía la menor duda: amaba a ese bebé, más de lo que hubiera podido expresar, y ese pensamiento le había inyectado energía. Sin embargo, al ver a Pedro, seguro de sí, elegante y educado como siempre, su euforia se evaporó para ser reemplazada por dudas tormentosas. ¿Cómo reaccionaría ante la noticia? Nunca había expresado el deseo de tener un hijo. ¿Compartiría su emoción o se pondría furioso, pensando que trataba de atraparlo por ese medio? Palideció al imaginar que él usara el pretexto de su embarazo para terminar con su relación.
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