—Lo siento, pero debemos irnos —anunció Pedro poco después, demasiado pronto para Paula, que se estaba divirtiendo con la agradable conversación de su anfitriona.
—¿Tan temprano? —preguntó Luciana, adelantándose a la protesta de Paula por unos segundos—. Apenas son las once y media.
—Paula tiene que dormir para conservar su belleza —el tono de Pedro era inflexible—. Mañana tiene un día muy ocupado.
Paula admitió para sí que había caído en su propia trampa, recordando la sesión de fotografía que había inventado durante el trayecto a la casa de los Martínez. Estaba decidida a mantener a Pedro a distancia, jugando a hacerse la difícil para que no perdiera el interés creyendo que estaba disponible cada vez que se le antojara. La mentira se había vuelto y sólo pudo asentir en silencio mientras se ponía de pie.
—Lo he pasado muy bien —le dijo Luciana cuando Santiago fue a buscar sus abrigos—. Debes obligar a Pedro a que te traiga otra vez.
—Lo intentaré —la palabra tuvo un sabor amargo en su boca. Luciana le había caído muy bien, pero, ¿cómo reaccionaría cuando llevara a cabo el resto de su plan? Sintiendo tanto cariño por su hermano, no estaría bien dispuesta hacia alguien que lo tratara como ella pretendía. Era una lástima, le hubiera gustado tenerla como amiga.
—Quizá te gustaría tomar una taza de café conmigo cuando vayas a la ciudad —hizo la invitación de forma espontánea, sin considerar si era conveniente o no—. Llámame para asegurarte de que estoy en casa. Me encantará verte otra vez.
«Y quizá pueda hacer algo para ayudarla», reflexionó en privado. Unos cuantos consejos sobre el uso del maquillaje y un buen peinado podrían impedir que los ojos de Santiago vagaran en dirección prohibida.
—¿Teníamos que irnos tan temprano? —preguntó cuando estuvieron en el coche.
—Tú misma dijiste que debías estar en la cama a las doce, Cenicienta —fue la suave réplica que la obligó a guardar silencio.
Había olvidado ese comentario, inventado como una excusa para escapar de Pedro, pero él lo recordaba a la perfección y lo utilizaba en su contra. Bien, sería un arma arrojadiza entre los dos. Antes de que el suave ronroneo del motor del Jaguar se apagara, ella ya se había desabrochado el cinturón de seguridad y se despedía de su compañero.
—Estoy segura de que no te importará que no te invite a pasar —consultó su reloj y sonrió con falsa dulzura—. ¿Para qué molestarte en subir por un cuarto de hora?
¿El brillo de sus ojos era signo de enfado o diversión?
—Dime —inquirió Pedro con sarcasmo—, ¿qué te sucede a la medianoche? ¿De verdad te conviertes en una calabaza?
—Necesito dormir —trató de apaciguarlo con otra sonrisa. Pedro permaneció impasible.
—Eso dices —su tono era una mezcla de broma y exasperación—. ¿Nunca relajas ese riguroso régimen que te has impuesto? Todos tenemos que divertirnos alguna vez.
—Me he divertido mucho esta noche —elevó la voz, molesta.
—Lo supongo. Cuando no contabas las calorías ni te preocupaba si esa maldita máscara que usas se había descompuesto un milímetro.
—¿Qué máscara? —el enfado, la incertidumbre y los remordimientos que sentía porque planeaba traicionar la confianza de Luciana, se combinaron para que su voz temblara. Su estómago se contrajo al pensar que Pedro la había descubierto y que siempre había sabido quién era.
—La pintura con que te cubres. ¡Maldición, mujer! ¿Eres incapaz de pasar frente a un espejo sin admirarte?
Su ira aumentó ante ese comentario mordaz, pero a la vez se mezcló con un alivio profundo al darse cuenta de que sus temores eran infundados.
—Supongo que preferirías que fuera como Luciana, gordita y anticuada, sin que mi aspecto me preocupara en lo más mínimo.
Se arrepintió de sus palabras tan pronto como las pronunció y una ola de vergüenza la invadió por criticar a Luciana a sus espaldas.
—¡Por lo menos Luciana es sincera! Permite que la gente la vea como es, no se esconde bajo una capa de pintura.
—Yo no me escondo —negó con vehemencia, quizá demasiada, pues las palabras de él se acercaban peligrosamente a la verdad, poniéndolo muy nerviosa.
—¿No? Entonces, ¿por qué estabas tan inquieta cuando te devolví el reloj? Estabas como un gato sobre un tejado caliente, incapaz de unir dos palabras con coherencia… y todo porque temías que te viera sin tu cara de domingo.
—¡Oh, no seas ridículo! No esperaba que regresaras, eso es todo. Me agarraste por sorpresa.
—¿Qué clase de sorpresa? —la preguntó él, desconcertándola otra vez—. ¿Te gustó que volviera?
¡Oh! ¿Qué podía contestar? Una niebla de confusión empañó sus pensamientos. ¿Cuál era la verdad? Hasta hacía muy poco tiempo hubiera dicho que lo último que deseaba era que la presencia inquietante de Pedro Alfonso descompusiera su vida, pero las cosas ya no eran tan simples. La compañía de Pedro le parecía estimulante y excitante, aunque a veces desagradable. También emanaba de él una energía imposible de ignorar. Los días en que no la había llamado, cuando pensó que no volvería a verlo, le habían parecido aburridos y opacos. Y esa noche… había experimentado una extraña emoción mientras se arreglaba para la cena… «Pero eso es porque estoy más cerca de mi meta», se dijo, «y nada más».
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