El sol entraba a raudales por la ventana de la habitación, cuando Paula despertó de un profundo sueño reparador. Mientras se estiraba, supo que ansiaba salir y sentir la tibieza del sol sobre su piel, gozar de esas vacaciones como si estuviera en su casa. Se vistió de prisa, con una camiseta azul y unos pantalones cortos. Sólo cuando se dirigía al jardín se dio cuenta de que ni siquiera había pensado en el maquillaje sino que, actuando como en su juventud, se había pasado un cepillo por el pelo de forma automática y ya corría a la calle.
Pedro, subido en una escalera de madera, con la cabeza metida entre las ramas de un árbol, cortaba manzanas y las echaba en un cajón que tenía en el suelo. Paula lo observó en silencio y después, sin poder contenerse, avanzó un paso.
—Vas a estropear esas manzanas.
Pedro tardó en responder y como ocultaba su cara entre las ramas, ella no pudo ver su expresión.
—Entonces, ¿por qué no me ayudas? —dijo al fin—. Te las pasaré y tú las pones en la caja.
—Bueno.
Durante un rato trabajaron en silencio, Pedro recogía la fruta y se la pasaba a Paula, que la colocaba con cuidado en el cajón. El calor y la paz del jardín le recordaron los días que había pasado ayudando a Norberto, cuando era mucho más joven, así que se concentró en su tarea y muy pronto sus nervios se calmaron. No sabía cuánto tiempo había pasado cuando por fin Pedro se detuvo y bajó de la escalera.
—Es todo por ahora. Ya no alcanzo las manzanas más altas y creo que es hora de que comamos. Gracias por tu ayuda.
Se volvió hacia la chica, sonriente, y los labios de ella se curvaron en una respuesta automática. Al verla, el rostro de Pedro se transformó. La miró de arriba abajo y sus pupilas se oscurecieron con franca aprobación. Paula sintió que su tranquilidad desaparecía para ser sustituida por una intensa atracción.
Unos cuantos días antes, estaba convencida de que participaba en una batalla perdida al tratar de que Pedro se sintiera atraído por ella. Todos sus trucos habían fallado y, de pronto, cuando no hacía el menor esfuerzo, él no podía dejar de admirarla. La ironía de la situación torció sus labios en lo que quiso ser una sonrisa; había conseguido lo que se había propuesto y no sabía cómo actuar. Todo lo que sabía era que los sentimientos de ira y amargura que la impulsaron a tratar de vengarse, se habían esfumado y que sin ellos se consideraba perdida y vulnerable.
—¿Tienes hambre? —inquirió y su voz tembló un poco—. Te prepararé algo.
Pedro asintió, sin quitar la vista de su cara. De pronto, pareció reaccionar bruscamente y sonrió de forma natural.
—Algo rápido y fácil —le pidió—. Hay pan, queso y fruta. Comeremos fuera. Yo limpiaré mientras tú traes la comida.
En la cocina silenciosa, Paula cortó una larga rebanada de pan francés con movimientos nerviosos. ¿Qué había pasado entre ellos hacía un momento? Nada, en su relación previa con Pedro, la había preparado para esa sensación turbadora que hacía que sus nervios vibraran. «Debe ser a causa del sol», pensó. Hacía calor fuera y un vistazo al reloj le dijo que habían trabajado durante dos horas. No estaba cansada, sin embargo le pareció que el tiempo había volado.
Pedro estaba acostado en el césped cuando ella salió al jardín, llevando una bandeja con viandas. Al ver su cuerpo relajado su pulso se aceleró de tal forma que sus manos temblaron y la bandeja se sacudió. El tintineo de los vasos chocando entre sí, alertó al hombre.
—Ven, déjame ayudarte —se puso de pie. Su mano rozó la de ella al quitarle la bandeja y un cosquilleo delicioso le recorrió el brazo, se sonrojó y tuvo que bajar la cabeza para que su melena ocultara su rostro.
Comieron en silencio, pero en un silencio que Paula encontró tranquilizador y amigable, hasta que Pedro se estiró cuan largo era, sobre el césped, y suspiró de satisfacción.
—Exquisito —murmuró—. Puedes quedarte con la alta cocina francesa, prefiero la comida simple. Y a tí también te gustó, ¿verdad? —agregó y sonrió—. Esta es la primera vez que veo que comes bien desde que te conozco.
Un estremecimiento de inquietud la recorrió. Adormecida por esa nueva relación de paz que reinaba entre ellos, había olvidado la posibilidad de que Pedro pudiera relacionar ese saludable apetito con el recuerdo de la joven Paulina, y se había concentrado en saborear la fruta fresca, el pan crujiente y el cremoso queso.
—Yo… no me dí cuenta de que estaba tan hambrienta —explicó tartamudeando. Se interrumpió de pronto cuando Pedro, interpretando mal su reacción, le agarró suavemente una mano.
—No, Paula —le pidió—, no me digas que te morirás de hambre en la cena para no engordar. ¿Me lo prometes?
¿Qué había pasado con el frío y duro Pedro de dos días antes? Estaba desconcertada. Era como si se hubiera evaporado y lo hubiera reemplazado otro hombre. Con el mismo físico, pero con un carácter tan diferente que no podía ser el Pedro Alfonso que ella había conocido. Y, ¿cuál era su propia reacción ante ese cambio? Se sentía arrastrada por dos corrientes opuestas: el deseo de decir toda la verdad para poder empezar de nuevo, y el miedo de que esa paz se destruyera sin haberse consolidado. Lo vió sonreír y se dió cuenta de que, bajo la influencia de esa nueva manera de ser de Pedro, suave y persuasiva, no se fijaba nunca en lo que estaba haciendo. Ya no tenía ningún cuidado. Era otra vez espontánea y natural… Como Paulina.
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