martes, 10 de noviembre de 2015

Mi Bella Tramposa: Capítulo 14

—Las mujeres no necesitan tantas calorías como los hombres —agregó. Era consciente de que él había devorado una cena sustanciosa, gozando su comida y, sin embargo, estaba en plena forma física.
Por un momento pareció como si fuera a continuar discutiendo, pero después encogió los hombros.
—Entonces, ¿te sirvo una taza de café? —inquirió con voz suave: algo en el fondo de sus ojos oscuros hizo que los nervios de Paula se estremecieran.
—Sí, por favor, sin azúcar —indicó con intención y lo vio hacer una mueca.
—Desde luego —murmuró—. Lo sospechaba.
Pasaron al sofá, para estar cómodos mientras tomaban el café. Paula, después de un leve titubeo, se acomodó en el de dos asientos y se permitió una sonrisa de triunfo al ver que él ocupaba el contiguo. Por el momento debía fingir que Pedro la atraía.
—¿Te quedas con frecuencia en uno de tus propios hoteles? —preguntó, apoyándose en el respaldo y volviéndose hacia él.
—Cuando me necesitan. Es más conveniente que viajar a mi casa todos los días. Después de esta semana, regresaré a mi hogar.
—Entonces, ¿no vives en Londres? —eso era nuevo. Gonzalo les había contado que Pedro vivía en un departamento en la ciudad. Habían pasado nueve años y no era raro que las cosas hubieran cambiado.
El hombre negó con la cabeza.
—Ya he vivido en la ciudad demasiado tiempo. Me gusta escapar al campo cuando puedo. ¿Tú no lo echas de menos?
—¿El campo? —repitió la chica, vacilante.
La cercanía del hombre y el tema de conversación la hacían revivir los malos recuerdos de su primer encuentro, cuando habían hablado del mismo asunto. Una ola de vergüenza la invadió sus intentos fallidos de parecer sofisticada y su declaración de que encontraba la vida del campo aburrida.
—Hay muchos pueblos en el norte —replicó por fin fríamente—. Algunos tan agitados como Londres. ¿Por qué los sureños siempre piensan que la civilización termina en Watford?
—No era eso lo que quería decir —el tono de su voz convirtió sus palabras en un leve reproche—. Y no desconozco del todo los atractivos del norte. Tenía un buen amigo cuya familia vivía en Yorkshire y yo mismo compré una cabaña en Dales.
—¿Ah, sí? —murmuró, sin aliento. La mención del buen amigo le llegaba demasiado cerca para sentirse cómoda—. Supongo que no tienes muchas oportunidades de ir allí a descansar.
Con alivio, observó que Pedro negaba con la cabeza. Yorkshire era un condado bastante grande, pero de cualquier manera le resultaba difícil asimilar la idea de que hubiera estado en el norte, quizá muy cerca de donde ella vivía, sin que lo supiera.
Claro que ella sólo había vivido un par de años más en el pueblo después de la visita de Pedro. Luego se había mudado a Londres y, a pesar de que trataba de visitar a sus padres con frecuencia, la presión de su trabajo se lo impedía. De pronto, la asaltó un sentimiento de nostalgia tan agudo, que las lágrimas asomaron a sus ojos.
—No tantas como quisiera —oyó explicar al hombre como a través de la nube de algodón que llenaba su mente—. Me las arreglo para pasar un fin de semana de vez en cuando, pero no es suficiente. Uso mi cabaña como un refugio, para alejarme de todo. No tiene teléfono y el pueblo más cercano está a diez kilómetros. Cuando estoy allí, nadie puede localizarme. Me olvido de los hoteles Alfonso, y descanso.
—¿Y a qué te dedicas allí? —estaba intrigada de verdad. Ésa era precisamente la parte de la personalidad de Pedro que intentaba descubrir.
Daba la impresión de ser un solo poderoso hombre de negocios, absorbido por su trabajo, gozando del ruido y la actividad de Londres. Sus comentarios acerca de la vida del campo, en su primer encuentro, le habían parecido simples formalidades dentro de una conversación social.
—Leo, escucho música, camino varios kilómetros, trabajo en el jardín… todas esas cosas que no tengo tiempo de hacer aquí.
—Suena idílico.
No pretendía que su observación sonara a ironía, pero así debió parecerselo a su anfitrión, porque afirmó:
—Lo es. ¿Te gustaría pasar un fin de semana en mi cabaña?
—Mucho.
No pudo ocultar su sincero entusiasmo. Imaginó las praderas cercanas a su casa y cómo le gustaba de adolescente recorrerlas. Hacía mucho que no experimentaba esa sensación de libertad. La nostalgia volvió a abrumarla.
—Bien, quizá podríamos arreglar algo…
—No será fácil —lo interrumpió rápidamente, relegando sus recuerdos a un rincón de su mente, con gran esfuerzo. No iría con ese hombre a una cabaña aislada como la que él había descrito—. Como te dije ayer, tengo muchos compromisos en las próximas semanas. No contaré con tiempo libre hasta agosto.
—No hay prisa —replicó Pedro—, yo también estoy abrumado de trabajo. Agosto me parece un buen mes para tomar unas vacaciones. Ya nos pondremos de acuerdo después.
Paula murmuró algo que podía interpretarse como asentimiento, demasiado desconcertada para emitir una respuesta coherente. No planeaba pasar sus vacaciones con Pedro y, sin embargo, parece que ya se había comprometido. «Lo único bueno», se dijo, «es que faltan aún dos meses para ello». Muchas cosas podían ocurrir en ese lapso.
Algo suave le rozó la mejilla, sacándola de sus reflexiones con un sobresalto. Su sorpresa aumentó al darse cuenta de que se trataba de la mano de Pedro, cuyos dedos la acariciaron de la frente a la mandíbula, deteniéndose bajo la barbilla para hacerla volver el rostro hacia él.

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