Para su tranquilidad, algo de su buen humor se le contagió, pues pareció relajarse y sus labios se curvaron, aunque sin sonreír. Después sacó del bolsillo unas llaves.
—Ven, pasa —la invitó y el hecho de que ya no le hablara en un tono seco, casi hostil, aumentó el optimismo de Paula, mientras lo seguía al interior de la cabaña.
La casita era cómoda y acogedora, con dos cuartos en la planta baja, amueblados y decorados con objetos bastante usados, que la hicieron sentirse como en su casa. En la sala, los sillones parecían suaves e invitaban al descanso, junto a una chimenea y dos estanterías repletas de libros.
—Cuando compré la cabaña, aquí estaba la sala y la cocina —le explicó Pedro—. Yo construí una ampliación en el segundo piso, con una cocina y un baño. Los albañiles usaron el mismo tipo de piedra para no alterar el conjunto.
—¡Es precioso!
Le gustaba. Tanto como le había gustado la casa de Pedro en Londres. Después del estilo modernista con que estaba decorado el Argyle, le agradó descubrir que el gusto personal de Pedro se inclinaba hacia lo conservador. A ella le resultaba imposible relajarse en el ambiente de vidrio y acero que sus amigas, las modelos, preferían.
—¿Puedo ver el otro piso?
Su anfitrión la condujo a un dormitorio decorado en verde y blanco, con el tocador y la cama hechos de madera de pino. La vista de la ventana era la que se contemplaba desde la entrada y, con una exclamación de placer, Paula atravesó la habitación para observar el magnífico valle que se extendía ante sus ojos.
—¡Es maravilloso! Ahora comprendo por qué te gusta tanto venir aquí. Es muy tranquilo… comparado con Londres.
Algo en el silencio del cuarto hizo que callara y se volvió para descubrir que Pedro la observaba de cerca, con una expresión indefinible. El techo era bastante bajo y su cabeza casi lo tocaba. Parecía tan alto y fuerte que de repente el dormitorio le resultó muy pequeño.
Con sobresalto, Paula se dió cuenta de que su reacción al entrar en la cabaña no era la esperada en una mujer sofisticada. ¿Había cometido un error imperdonable al ir al campo? Quizá Yorkshire despertara el recuerdo de Paulina Schulz en la mente de Pedro. Su estómago se tensó, anticipando algún comentario que revelara que había sido descubierta, pero él se dirigió hacia la cama, donde bajó la maleta y el neceser que ella había llevado.
—Te dejo para que te instales —le dijo, con una voz profunda no tan firme como de costumbre. Parecía distraído, como si hubiera tenido que arrancar sus pensamientos de un problema complicado.
—Gracias. Me gustaría cambiarme y arreglarme un poco.
La expresión de Pedro se oscureció ante esas palabras.
—Mi ama de llaves me preparó una comida sencilla antes de que saliéramos de Londres, no creas que vamos a cenar en el Ritz —vaciló y luego prosiguió—. Por el amor de Dios, Paula, ¿nunca te pones cómoda? ¿Jamás eres tú misma?
—Si ser yo misma significa usar la ropa que me gusta, eso es exactamente lo que hago.
La réplica sonó seca. Si era sincera, reconocería que la sencillez de la cabaña le había causado una gran sorpresa. Nunca había creído en la descripción que le había hecho Pedro de su refugio campestre. Había esperado encontrar algo más elegante, más de acuerdo con la fama de importante hombre de negocios de su anfitrión. La realidad la turbaba. Le recordaba mucho la casa donde vivía con su madre y Norberto. Ése era el único lugar donde podía descansar por completo. Allí pasaba días en que se olvidaba de la dieta rígida que se imponía en Londres y que era ella misma, vistiéndose con lo que encontraba a mano y sin maquillarse. En su mente, vió su propia imagen, en la última visita, relajada y libre, con unos viejos pantalones vaqueros y una camisa de hombre, recorriendo los campos. Una intensa nostalgia la invadió, pero no podía arriesgarse a hacer algo parecido cuando Pedro estaba cerca.
—Entonces, te dejo. Cenaremos a las ocho. ¿Dos horas serán suficientes para que estés lo mejor posible?
Paula apretó los puños, aunque logró responder con una fría sonrisa.
—Serán suficientes, gracias.
«Sólo será una semana», se dijo cuando Pedro se fue. Siete días y después, de una manera u otra, él ya no formaría parte de su vida. Debía recordar que fingir la ponía nerviosa, y sería aún más difícil en la cabaña, siempre con Pedro, sabiendo que dormía a su lado.
Se detuvo bruscamente, con la maleta a medio deshacer. ¡Dormitorios separados! Había esperado que él sugiriera que compartieran una habitación… y una cama. Lo hubiera desilusionado en ese punto, desde luego, pero hubiera sido la demostración de que él sentía algo, que la deseaba. Sin eso, no tenía esperanzas de alcanzar su meta y esa expedición sería inútil. Lo que Pedro sentía, si es que sentía algo, lo ocultaba detrás de una fachada encantadora y atenta, que era lo único que le permitía ver.
Con un suspiro de frustración, colgó el último vestido en el armario sin cuidado, cosa poco característica en ella. Esa semana conquistaría a Pedro o rompería su relación. Empezaría su campaña en ese momento. Se vestiría para estar lo mejor posible… y sabía qué ponerse. Escogió un vestido de seda con un escote pronunciado, que se adhería a su cuerpo como un guante. No era lo más apropiado para el campo, pero no había ido allí para divertirse, sino a tender una trampa y para ello necesitaba todas las armas disponibles.
La cena resultó poco agradable. Pedro volvió a sumirse en un humor taciturno y no propició la conversación, absorto en sus pensamientos. Su silencio sacó de quicio a Paula y la puso tan nerviosa que apenas pudo probar la comida. Su falta de apetito no provocó ninguna reacción en Pedro y ella se dió cuenta de que la ignoraba apropósito, sin hacer comentarios acerca de su vestido o del maquillaje que con esmero se había aplicado.
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