Sin pronunciar palabra se inclinó, recogió el tubo verde pálido que ella le indicaba y se lo dejó en el regazo.
Luego contempló la pila multicolor sobre la alfombra durante un largo y silencioso momento y por fin, acuclillándose, la revisó con rapidez. Revolvió cajas y estuches con repugnancia. Seleccionó otras dos botellas, un limpiador y un tónico, y las dejó sobre el sillón; por último, recogió los artículos restantes y se levantó.
—¿Qué vas a hacer? ¡Pedro! —gritó cuando él la ignoró y se dirigió hacia la puerta—. ¡Eso es mío! ¡Quiero saber qué harás con mis cosas! ¡Pedro!
Durante un segundo se quedó sentada, paralizada. Después oyó que la puerta de la cocina golpeaba con fuerza y vió a Pedro pasar frente a la ventana, rumbo al jardín. Se puso de pie de un salto y corrió. Cuando llegó al sendero, su corazón latía muy deprisa. El espectáculo que vio al rodear la esquina de la casa, la hizo detenerse, horrorizada.
La fogata todavía brillaba al final del jardín de una manera que la hubiera deleitado en cualquier otra ocasión. En ese momento, su mente se quedó en blanco al ver que Pedro arrojaba primero uno y luego otro artículo de su preciosa colección de maquillaje en el centro de las llamas. El asombro la congeló mientras miraba cómo el fuego se apoderaba de una caja de sombras, derritiendo la tapa de plástico para luego, con un súbito rugido, devorar el estuche, lanzando llamas multicolores.
—¡No… no! —descubrió que podía moverse de nuevo y se abalanzó sobre Pedro en el instante en que repetía la operación con otro par de cajitas del montón que sostenía en las manos—. ¡No! ¡Detente!
Le cogió un brazo, y tiró de él, desesperada. Con increíble facilidad, la apartó y lanzó el resto de los productos al corazón de la fogata.
—¡Oh, no!
Sin pensar, avanzó con los brazos extendidos, con la esperanza de recuperar algo antes de que el fuego lo destruyera. Unas manos fuertes la obligaron a retroceder.
—Paula, no seas tonta —la voz del hombre era dura—. ¡Te quemarás!
Sin prestar atención a sus palabras, le dirigió un puntapié a las piernas, y rió al escuchar su gemido de dolor. Pese a ello, Pedro no la soltó y un momento después la fogata se convirtió en un crujiente infierno. Paula se quedó quieta y observó cómo las llamas devoraban hasta la última de sus posesiones. Sintió como si una parte de sí misma se hubiera convertido, literalmente, en cenizas.
Con una fuerza que ignoraba que poseía, se libró de las manos de Pedro y dió media vuelta para contemplar la satisfacción que se leía en su rostro. Una ola de furia la invadió, y sin recapacitar, se lanzó contra él con los puños cerrados. Lo golpeó en los brazos y el pecho, pero cuando volvió a atacarle, Pedro se movió con celeridad y la sujetó por las muñecas, mientras evitaba otro puntapié dirigido contra sus espinillas.
—¡Cálmate, Paula! Estás histérica —le ordenó fríamente. Ella alzó la cabeza y lo fulminó con la mirada.
—¡Te odio! ¡Te odio!
Lo miró a los ojos y la mirada calculadora que descubrió en ellos fue como un balde de agua fría, apagando su ira de repente. Permaneció inmóvil, temblando un poco, mientras él la mantenía prisionera. Durante tensos minutos el único sonido que pudo oír fue su respiración agitada, en la quietud del jardín. Después, alzando la barbilla con decisión, habló con voz gélida.
—Puedes soltarme. No te haré daño, no me gustaría tocarte.
La sonrisa que cruzó la cara de su compañero amenazó con destruir su frágil compostura. Por fortuna, la liberó sin hacer comentarios, retrocediendo un paso y observándola con cuidado. Tan pronto como estuvo libre, Paula dió media vuelta y caminó hacia la cabaña. No miró hacia atrás y se metió, decidida, en la casa. Una vez allí, subió por la escalera, entró en su habitación, sacó la maleta del armario y la puso sobre la cama. Después, sacó un montón de ropa de un cajón y fue metiéndolo en la maleta sin importarle que se arrugara.
—¿Qué haces? —le preguntó una voz irónica y Paula lanzó una mirada furiosa hacia la puerta, donde Pedro se apoyaba lánguidamente, con una mano detrás de la espalda.
—¿Qué crees? Recojo mis cosas y… me iré tan pronto como haya acabado.
—¿Y cómo te irás? —la burla que se traslucía en su tono la sacó de quicio, pues no había pensado en ello.
—Me llevaré el coche hasta el pueblo más cercano. Tú puedes… —se interrumpió cuando él negó con la cabeza. El movimiento de una mano palmeando el bolsillo de su pantalón le recordó el momento en que había recuperado las llaves de la mesa de la cocina.
¡Así que lo había planeado todo con cuidado! ¡Había imaginado su reacción y había tomado las medidas necesarias para vencerla! Una ira inmensa la enmudeció.
—El pueblo queda a diez kilómetros de distancia —le recordó él con suavidad—. Y te aseguro que esa maleta pesa mucho cuando está llena. Nunca lograrás llevarla hasta allí.
Lo ignoró, aunque su mente burbujeaba con pensamientos frenéticos. ¿Podía caminar diez kilómetros con su equipaje? Furiosa, se maldijo por haber llevado varios pares de sandalias de tacón alto y ningún zapato apropiado para una larga caminata. Quizá, si dejaba la maleta en la cabaña… al llegar al pueblo alquilaría un coche o por lo menos cogería algún autobús. Aunque tuviera que esperar horas…
—Y otra cosa —la suave voz burlona interrumpió sus pensamientos—. ¿Qué harás cuando llegues al pueblo?
—¡Ya me las arreglaré! ¡Traje suficiente dinero! —como él alzó una ceja, comprendió que tenía otra triquiñuela entre manos.
—Lo trajiste, pero no puedes gastarlo —le informó, sacando la mano que ocultaba tras su espalda para que ella pudiera ver lo que sostenía. Un rayo de furia la estremeció cuando reconoció su bolso, con el monedero, el talonario de cheques y todas las tarjetas de crédito.
—Eres un… —se abalanzó contra él, tratando de arrebatárselo, pero Pedro lo mantuvo en alto, fuera de su alcance—. ¡Dame eso!
La sonrisa que curvaba sus labios le parecía satánica.
—De ninguna manera —negó, inflexible—. Lo guardaré en el maletero del coche, del que sólo yo tengo las llaves, y no te lo devolveré hasta que considere que ha llegado el momento oportuno —le dió un empujón que la hizo trastrabillar y caer sentada en la cama—. Así que ya ves, mi querida Cenicienta, cómo no irás a ninguna parte.
A través de sus lágrimas de frustración, lo vio caminar hacia la escalera. Unos cuantos minutos después escuchó sus pisadas en el exterior y el golpe del maletero al cerrarse y comprendió que había llevado a cabo su amenaza. Con amargura, aceptó que estaba atrapada. Aún si llegaba al pueblo, sin dinero o tarjetas de crédito, no tenía esperanzas de viajar más lejos. No sabía por qué Pedro estaba tan decidido a que permaneciera en la cabaña o qué se proponía si ella se quedaba; tan sólo sabía que, por el momento, había ganado la partida.
—¡Lo odio! —exclamó en voz alta, dándole un puñetazo a la almohada—. ¡Lo odio!
Pero tuvo que reconocer que su voz poseía la falsa y temblorosa nota de una mentira.
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