martes, 17 de noviembre de 2015

Mi Bella Tramposa: Capítulo 28

Las cosas no mejoraron después de la cena. Tan pronto como recogieron los platos, Pedro abrió el periódico y permaneció escondido tras él, sin pronunciar una palabra hasta que, aburrida y furiosa por su comportamiento, Paula anunció que se iba a la cama.

Entonces consultó su reloj.

—Te retiras temprano esta noche, Cenicienta —se burló—. Falta una hora para las doce.

—Ha sido un día difícil y estoy cansada.

Su voz tembló, pues la ironía de Pedro la hizo revivir recuerdos de otras noches, siempre con la sarcástica referencia al cuento de la Cenicienta cuando, la llevaba a su casa antes de la medianoche. Hubo veces, más de las que deseaba admitir, en que la molestó sobremanera, porque abrevió unas veladas que hubieran podido prolongarse. Ese recuerdo endureció su tono al concluir:

—Por lo tanto, me despido. Buenas noches.

Pedro asintió con una leve inclinación de cabeza.

—Que duermas bien. Oh, a propósito, mañana iré al pueblo a comprar víveres. Saldré mucho antes de que te despiertes.

La suposición de que se quedaría metida en la cama hasta tarde la irritó aún más. «Debería dar media vuelta y salir del cuarto», se dijo, incapaz de entender por qué permanecía allí como si esperara algo. Se dió cuenta de que deseaba un beso de despedida, por lo que la manera en que los ojos de Pedro volvieron al periódico, fue la gota que derramó el vaso.

—Si vas a continuar comportándote como si yo no existiera, no comprendo la razón por la que me has traído.

Ese comentario hizo que los ojos grises la miraran de una manera tan hostil y helada que lamentó haber hablado.

—¿Ah, no? —murmuró Pedro con suavidad—. Pues, para decirte la verdad, yo tampoco.


—Asi que ya te levantaste —la saludó Pedro, depositando la caja con comestibles sobre la mesa de la cocina, y el comentario no mejoró el humor de Paula.

Se había levantado nerviosa, después de pasar la noche moviéndose de un lado a otro de la cama, sin que su inquietud tuviera nada que ver con el hecho de que dormía en un lugar extraño o que no estaba acostumbrada al silencio del campo.

El comportamiento de Pedro la noche anterior la había molestado y preocupado. Su total indiferencia y la ausencia de un beso de buenas noches le habían dejado un sentimiento de frustración que la había mantenido despierta durante horas. No era sólo que esa falta de interés amenazara con hacer fracasar sus planes de venganza, llegaba más lejos, tocaba sus emociones íntimas, obligándola a preguntarse si, como mujer, significaba tan poco para él. Así que, para recuperar su propia seguridad tanto como para atraerlo, puso especial cuidado en su arreglo, vistiéndose con un traje amarillo, sin mangas.

Pero, una vez más, Pedro apenas la miró y continuó hablando sin esperar a que ella le respondiera:

—Hace un día maravilloso. Creo que empezaré a arreglar el jardín, hay que cortar la hierba. ¿Te saco una tumbona para que te acuestes?

Paula se tragó la protesta que subía a sus labios, recordando justo a tiempo que no concordaba la imagen que quería que Pedro tuviera de ella. De adolescente, había ayudado muchas veces a Norberto a cuidar el jardín de su casa y habían pasado muchas horas agradables. Se había sentido entonces infinitamente orgullosa de las frutas y verduras que cultivaban y le hubiera encantado ofrecer su ayuda a Pedro. Por desgracia, él no deseaba su ayuda y el orgullo le impidió demostrarle que la había herido.

—No, gracias —contestó secamente—. No me gusta tomar el sol. He visto demasiadas pieles arrugadas por…

No terminó de hablar, pues unos dedos firmes la tomaron por la barbilla y le hicieron girar la cabeza hacia el sol que entraba por la ventana. La mirada de Pedro era tan intensa, que casi parecía un golpe físico y ella hizo un gesto de dolor que nada tenía que ver con la fuerza con que le sujetaba la cara.

—¡Maldita sea, Paula! ¿Tienes que ponerte tanto maquillaje? ¿Sabes cómo eres bajo esas capas de pintura? —había algo extraño en su voz; al desprecio y la ira se unía un elemento desconocido que ella no podía interpretar—. Aquí no tienes que guardar las apariencias, nadie te verá.

«Estás tú, tú me ves», quiso decir, pero no pronunció las palabras.

—No guardo nada —con un movimiento brusco liberó su cabeza—. ¿Y cuántas veces tengo que decirte que no me maquillo para nadie, excepto para mí misma?

El pensamiento de que deseaba atraparlo de verdad, de que Pedro cayera en una trampa que ni siquiera imaginaba, hizo que de repente le resultara difícil mirarlo a la cara y agachó la cabeza. Observó uno de sus pies, en su frágil sandalia de cuero, taconeando con una impaciencia que descubría sus verdaderos sentimientos. Era imposible no darse cuenta del contraste de su calzado con el de pedro, cómodo y apropiado para el campo.

Muy despacio, como si la arrastrara una fuerza magnética poderosa e irresistible, su mirada ascendió a lo largo de las piernas masculinas cubiertas por el pantalón vaquero. La tela se ajustaba a sus caderas y debajo de la camisa blanca se adivinaban las fuertes líneas de su pecho y hombros. No se había afeitado esa mañana y la brisa del exterior lo había despeinado, haciendo que un mechón cayera sobre su frente. Paula sintió el deseo casi irresistible de levantar una mano y alisarlo. Pedro olía al aire fresco de la campiña combinado con su propio aroma, y esa mezcla tuvo un efecto abrumador sobre la chica, que no pudo dejar de contemplarlo.

1 comentario:

  1. Ya me está cansando Paulita con tanto preparativo para la venganza jajaja. Ya quiero acción y para mi que ella va a quedar atrapada en sus redes jajajaja. Está buenísima esta historia.

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