«Me besará», pensó. «¡Tranquilízate!». Su mente le transmitió el mensaje a su cuerpo a tiempo para impedir la instintiva tensión de sus músculos cuando Pedro se le acercó y le pasó un brazo sobre los hombros. Debía actuar como si gozara de ese instante, como si eso fuera lo que hubiera deseado toda la noche. Inclinó la cabeza, ofreciéndole su boca, y él aceptó esa invitación de inmediato.
Sus labios fueron tibios y firmes al cerrarse sobre los de ella, al principio con suavidad, después aumentando la presión hasta que la chica abrió la boca, permitiendo la invasión de su lengua. «Muy persuasivo», se dijo, y su mente permaneció ajena a la caricia. Si intentaba hacerle creer que la atracción era mutua, debía hacer algún movimiento, no quedarse inmóvil como un bloque de cemento.
Le resultó muy fácil rodearle el cuello con las manos y dejar que sus dedos jugaran con el suave pelo castaño de la nuca. Notó que él sonreía cuando lo tocaba y una llamarada de ira la quemó por dentro. Estaba demasiado seguro de sí, convencido de que ninguna mujer sería capaz de resistírsele. Pues bien, ya le demostraría ella otra cosa.
Deliberadamente aumentó la presión de su boca en la de él, y jugueteó con su lengua en una silenciosa provocación; después se relajó en sus brazos, sonriendo triunfante ante la apasionada respuesta del hombre. Ése fue su último pensamiento coherente, pues cuando las manos masculinas le cubrieron los senos, su mente se sumió en la niebla y sintió las caricias como un fuego abrasador que atravesaba su blusa y le quemaba la piel. Suspiró de manera inconsciente y le inclinó más la cabeza hasta que al fin, con renuencia, él se separó para respirar.
—¡Dios, eres preciosa!
Las palabras de sus sueños de adolescente, la hicieron volver a la realidad. Sacudió la cabeza para aclarar sus ideas, disipar la neblina de placer que la ofuscaba y obligarse a reflexionar con cierta lógica, antes de que fuera demasiado tarde. Había planeado ese beso, quería que Pedro reaccionara de ese modo, pero… ¡nunca esperó que le gustara!
Miró los ojos del hombre con cautela y vio que se habían oscurecido por el deseo. De pronto, una alarma sonó en su cerebro. Las cosas habían ido demasiado lejos. Tenía que poner un alto. Había conseguido provocar a Pedro, que se confiara, pero era preferible tomar las cosas con más calma. Cuando él volvió a acercársele, Paula volvió la cabeza con un movimiento lento que quería ser espontáneo, miró su reloj y exclamó:
—¡Dios mío! ¡Mira qué hora es!
Con un ágil movimiento lo eludió, escapó de sus brazos y se puso de pie.
—Tengo que irme.
Quería parecer superficial y se sorprendió de haberlo conseguido. Sólo un ligero temblor en su voz traicionaba el sentimiento de pérdida y frío que la invadía, lejos del calor del hombre. Intentó sonreír, pero perdió el valor al ver que sus ojos se entrecerraban y que los músculos de su mandíbula se tensaban en forma amenazadora.
—¿Tan pronto?
Le sorprendió la rapidez con que Pedro se había dominado. Indicaba una fuerza de carácter que haría bien en recordar en el futuro. Pedro Alfonso no iba a caer en su trampa con tanta facilidad como había supuesto.
—Te lo dije… debo meterme en la cama antes de medianoche.
—Ah, sí, olvidaba que te conviertes en una calabaza después de las doce —la ironía de su voz hizo desaparecer la cuidadosa sonrisa de Paula. Se estiró con pereza y se levantó—. Está bien, Cenicienta. Te llevaré a casa.
—Recogeré mi bolso.
Al cruzar la habitación, Paula miró su imagen en un espejo que colgaba de la pared y se sorprendió al ver sus mejillas arreboladas y la luminosidad inesperada de sus ojos. Su pelo estaba despeinado y la pintura de sus labios había desaparecido por completo. Parecía muy joven y poco experimentada; lo contrario de lo que deseaba.
Ocupada en arreglar su aspecto, se dio cuenta de repente de que un silencio total reinaba en el cuarto. Miró a través del espejo y descubrió a Pedro observándola, con una expresión indescifrable. Algo en la manera en que estaba parado o en la tensión de sus músculos, le contrajo el estómago. ¿La había reconocido, adivinado en ella a la Paulina de diecisiete años? ¿O era sólo que no había recuperado la compostura con tanta rapidez como había fingido? Bajó la mirada rápidamente, temiendo que leyera la incertidumbre de sus ojos. A sus espaldas lo oyó moverse con impaciencia.
—¿Estás lista? —preguntó en tono brusco y seco. Paula, como no se sentía capaz de mirarlo, se concentró en aplicarse una segunda capa de lápiz labial con un pincel y él explotó—: ¡No necesitas ponerte toda esa pasta! ¡El hotel está vacío y las calles como la boca de un lobo!
—Siempre trato de estar lo mejor posible —replicó, volviéndose a mirarlo al fin—. Tengo una imagen que sostener; es parte de mi trabajo.
No le gustó la manera en que aquellos ojos de acero la recorrieron, con un brillo muy parecido al desprecio. Por instinto se enderezó hasta llegar a su máxima altura, lista para pelear si era necesario. Pedro encogió los hombros y cogió su campera.
—Se te hace tarde —dijo, sin expresión—. Si no nos vamos, sonarán las doce campanadas… y ya sabes lo que le sucedió a Cenicienta entonces. ¿Vienes? —se puso la campera mientras se dirigía hacia la puerta.
Confundida, Paula lo siguió. ¿Qué había sucedido para transformar al amante apasionado de hacía unos minutos en ese hombre frío y distante? No parecía muy ansioso de volver a verla, mucho menos de enamorarse de ella para que luego lo rechazara. Observó las facciones duras, mientras esperaban el ascensor, y no supo qué pensar. Él siguió silencioso y abstraído, como si ni siquiera se diera cuenta de su presencia.
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