—Mírame, Paula—ordenó—. No habrá vergüenza ni falsa modestia entre nosotros. Debemos saborear nuestro cuerpo con la mirada y con el tacto.
La joven le miró los anchos hombros, el pecho fuerte, los músculos del estómago y luego bajó la vista hasta que profirió un tembloroso gemido de asombro.
—¿Y bien? —sonrió—. ¿Te gusta ver el efecto que provocas en mí?
Sin esperar respuesta, Pedro se arrodilló para quitarle las bragas, deslizándolas por las caderas y las piernas. Arregló con rapidez la ropa para que formara una especie de cama y abrazó a Paula, acostándola junto a él.
Una vez más, volvió a provocarle un placer sensual en todo el cuerpo. Jadeante, con el corazón acelerado, Paula gimió y arqueó el cuerpo. El olor y el sabor de ese hombre inundó sus sentidos y aumentó el fuego de su pasión.
La hizo rodar sobre sí misma y se acostó sobre ella. Puso una mano bajo la espalda y la amoldó hacia él hasta que sus cuerpos se fusionaron.
De pronto, Pedro se detuvo maravillado, pero impulsado por una fuerza a la que no podía resistirse dio una arremetida profunda. Paula olvidó el breve momento de agudo dolor y empezó a gemir y a suspirar conforme su cuerpo respondió al movimiento rítmico y lento. Cerró los ojos al experimentar un placer insoportable. La respuesta a su amor se fue incrementando y cuando llegó al final, la chica se estremeció y mordisqueó suavemente el hombro de Pedro.
La fuerza de la pasión se disolvió, fue sustituida por un dulce, cálido cansancio. Yacieron inmóviles y satisfechos abrazados mientras que Pedro le acariciaba el cabello y le besaba los párpados. Por fin se apartó de la chica se arrodillo y la contempló. La sonrisa de plenitud de Paula fue reemplazada por una mirada de preocupación cuando se dio cuenta de que él estaba visiblemente molesto. Pensó que tal vez no lo había complacido y eso la angustió.
—¿Qué pasó, Pedro? ¿Por qué tienes esa cara?
—Por el amor de Dios, Paula por que no me lo dijiste —la acusó con dureza. La chica tardó un momento en comprender el motivo de su enojo. Volvió la cabeza y se mordió el labio. Sin embargo su sensación de culpa no duró mucho. Después de todo, no tenía por qué estar avergonzada.
—Creí que lo sabías —lo desafió con la mirada—. Supongo que eres de los que piensan que la vida de estudiante es promiscua. Lamento decepcionarte, pero pensé que estarías contento. ¿Acaso todos los hombres no ambicionan quitarle la virginidad a una chica? —hizo una pausa y sonrío burlona—. Y cuando lo descubriste eso no impidió que siguieras adelante, ¿verdad?
—Tienes razón, Paula—exclamó sorprendido, y sonrió—. Soy un cerdo machista y no merezco a alguien como tú.
—Entonces, ven a recostarte junto a mí y dame calor —se relajó y lo perdonó con una sonrisa. Afuera seguía lloviendo, pero Paula se sintió tranquila y protegida en los brazos de Pedro y se quedó dormida.
Tiempo después, despertó y se dio cuenta de que Pedro estaba echando más leña al fuego. Ella observó los músculos y la piel satinada de su espalda y piernas. Parecía el amo de la jungla…
Pedro se volvió y, al verla despierta, sonrió.
—Mírate —comentó la joven—. ¿Aún no estás satisfecho?
—No me eches la culpa a mí —se miró hacia abajo y sonrió—. No puedo controlar mi cuerpo.
—Entonces, será mejor que te acerques para ver qué podemos hacer al respecto —empezó a excitarse de nuevo.
A las seis de la tarde, la tormenta terminó y ellos por fin pudieron cruzar el mar. El cabello de Paula estaba muy alborotado y su vestido, ya estaba seco, pero muy arrugado. Eso atrajo las miradas de la gente cuando bajaron en el muelle de Kinvaig, mas Paula las ignoró.
Pedro la llevó a casa y Paula le pidió que se estacionara un poco más lejos. Mirta se enteraría tarde o temprano de que había pasado el día con Pedro, pero por el momento la chica no quería contestar a ninguna de sus preguntas.
Pedro apagó el motor y tamborileó los dedos en el volante. No había dicho gran cosa desde que zarparon de Para Mhor y Paula se preguntó qué pensaba.
Esa tarde había sido algo más que la expresión de la pasión. Paula había descubierto que ella y Pedro de veras tenían en sus venas la sangre celta de sus salvajes y paganos ancestros. Su atracción sexual fue mucho más fuerte que cualquier moral. Sin embargo, la joven no se arrepentía ni se avergonzaba de nada. A veces, se mostraba impaciente, tonta o impetuosa, pero no era una hipócrita.
Pedro la había usado y ella lo usó a su vez. No obstante, deseó que le dijera algo. Por fin, el silencio se volvió muy tenso y la chica se quitó el cinturón de seguridad.
—Bueno, me imagino que querrás llegar a tu casa a marcar otra conquista en tu cinturón.
—¿Es esa tu opinión de mí? —repuso de inmediato.
—¿Qué debo pensar? —lo retó—. Reconozco la mirada de “la fiesta ha terminado”, pero al menos, podrías despedirte. Después de todo, se supone que eres un caballero.
—Vas a romperte una pierna un día si sigues saltando apresuradamente a conclusiones —gruñó—. Y si sigues haciendo comentarios estúpidos, te azotaré el trasero.
—En ese caso, mejor me voy. Hay ciertas cosas que no hago.
—Quédate —sonrió y la tomó del brazo—. Tenemos que decidir qué vamos a hacer.
—¿Respecto a qué? —frunció el entrecejo.
—Respecto a tí. ¿No has pensado que puedes estar embarazada?
sábado, 28 de noviembre de 2015
La Traición:Capítulo 7
—¡El relámpago! —gimió, al recordarlo todo.
—Te salvaste sólo por medio metro, Hay un círculo enorme de pasto quemado. ¡Dios mío! Cuando te vi allí, inconsciente…
Paula se estremeció, Afuera, los rayos seguían descargando su destructiva energía sobre la isla.
—Quédate aquí —le pidió cuando ella intentó incorporarse—. Voy a encender una fogata, para que no te dé pulmonía.
Era una buena sugerencia, pues Paula aún estaba mareada. Miró a su alrededor y se dio cuenta de que el techo goteaba en algunas partes, pero ellos se encontraban en el extremo seco de la habitación.
Pedro arrancó la duela del piso y comenzó a romperla en pedazos más pequeños.
—Cuando la tormenta empezó a caer, recordé que no tenías tu impermeable, de modo que fui a buscarlo explicó, por encima del hombro—. Está allí, junto a tí. En cuanto pueda encender estos maderos, quiero que te quites esa ropa mojada.
Paula iba a protestar, cuando se le ocurrió otra cosa. Con ese clima, ya no podrían regresar por mar a tierra firme. ¿Y si debían pasar la noche en la isla? ¡Miguel se pondría furioso!
—No creo que el mal tiempo dure tanto —repuso, cuando ella le comentó, su preocupación. Esta mañana no dijeron nada acerca de una tormenta en el informe meteorológico. Con algo de suerte, la borrasca quizá no dure más que un par de horas.
Por fin, logró encender un buen fuego en la chimenea y ayudó a la joven a ponerse de pie.
—Gracias —su vestido mojado se le amoldaba al cuerpo y no dejaba nada a la imaginación. Paula percibió de pronto la mirada ansiosa de Pedro.
—¿Gracias? ¿Eso es todo lo que vas a darme? —la rodeó de la cintura y la atrajo—. Y tienes tanto que ofrecer…
De pronto, Paula quedó atrapada en un torbellino de emoción y miedo. A pesar de que trató de aparentar naturalidad, la voz le tembló al preguntar:
—¿Qué tenías en mente?
—Para empezar, un beso, Paula —acercó la boca—. Estoy seguro de que puedes darme eso.
—Bueno… —trató de sonreír, como si eso le pareciera tan sólo una broma—… si crees que eso te hará sentir mejor.
—Así será —le aseguró—. Desde que ví que te transformaste en una hermosa y seductora mujer, tengo deseos de probar tu deliciosa boca —flexionó el brazo, acercándola más, y la besó en los labios.
Ante ese cálido y húmedo contacto, Paula supo que debía mantenerse tranquila e impasible. Pero el movimiento lento y sensual de la boca de Pedro la hizo estremecerse. ¡Qué sensación tan maravillosa! Nunca un beso había sido tan excitante, tan dulce y apasionado. Sin pensar en las consecuencias, la chica le echó los brazos al cuello y se alzó de puntillas, arqueándose contra ese hombre. Podía sentir los fuertes latidos de su corazón contra su seno.
—Paula… —le besó los párpados—. Eres tan hermosa —susurró—. Esto es increíble. ¿Por qué no me fije en tí antes de que te marcharas? ¿Acaso estaba ciego? — le acarició la nuca mientras le besaba la sensible piel detrás de la oreja.
Paula sabía que debía empujarlo, pero cuando él le acarició el seno, su decisión fue sustituida por la gratificación sensual. Sus pezones se tensaron y sintió que se derretía. Otros hombres la habían abrazado, pero sus torpes esfuerzos por excitarla, sólo le provocaron repulsión. Pedro era diferente. Era un músico que sabía qué notas y cuerdas tocar. Su voz, no reflejaba un deseo egoísta ni brusco, sino la seductora promesa de la plenitud.
Él le desabotonó el vestido y le desabrochó el sostén. Se inclinó y le besó uno de los pezones, haciéndola temblar de la cabeza a los pies. Pedro se irguió y le besó la boca antes de mirarla a los ojos y susurrar:
—Te deseo, Paula. Voy a hacerte el amor. Aquí. Ahora.
La directa y serena declaración de sus intenciones no la ofendió ni la asombró. Era la natural combinación de todo lo que había sucedido desde que la invitó a comer, dos horas antes. A Paula la embargaba un anhelo ferviente e intenso, un ansia contenida durante demasiado tiempo… ¿Por qué había ella rechazado a sus pretendientes anteriores? ¿Acaso esperaba de manera inconsciente que llegara ese momento?
El observó con detenimiento cómo esas distintas emociones se reflejaron en el rostro de la chica.
—Tal vez no estás de acuerdo. Después de todo, provengo de la detestada familia Alfonso.
Esa acusación la horrorizó.
—¿Cómo puedes decir eso, Pedro? No tengo nada en contra tuya sólo porque tienes ese apellido. Creí que ya lo sabías.
Pedro sonrió, satisfecho. Le enmarcó el rostro con las manos y murmuro:
—Paula, somos el producto final de dos clanes orgullosos y ancestrales. Tengo la impresión de que todo ha llevado a este momento.
Empezó a desabrocharle el resto de los botones y en seguida le deslizó el vestido de los hombros.
Luego, le quitó el sostén. La luz del fuego le dió un suave tono dorado a su piel y la chica no sintió vergüenza cuando él la devoró con los ojos y empezó a masajearle los senos con las manos; volvió a besarle los labios con ansia.
Saciado al fin con la dulzura de su boca, Pedro se apartó y se quitó la camisa.
Mirándola a los ojos, terminó de desvestirse.
—Te salvaste sólo por medio metro, Hay un círculo enorme de pasto quemado. ¡Dios mío! Cuando te vi allí, inconsciente…
Paula se estremeció, Afuera, los rayos seguían descargando su destructiva energía sobre la isla.
—Quédate aquí —le pidió cuando ella intentó incorporarse—. Voy a encender una fogata, para que no te dé pulmonía.
Era una buena sugerencia, pues Paula aún estaba mareada. Miró a su alrededor y se dio cuenta de que el techo goteaba en algunas partes, pero ellos se encontraban en el extremo seco de la habitación.
Pedro arrancó la duela del piso y comenzó a romperla en pedazos más pequeños.
—Cuando la tormenta empezó a caer, recordé que no tenías tu impermeable, de modo que fui a buscarlo explicó, por encima del hombro—. Está allí, junto a tí. En cuanto pueda encender estos maderos, quiero que te quites esa ropa mojada.
Paula iba a protestar, cuando se le ocurrió otra cosa. Con ese clima, ya no podrían regresar por mar a tierra firme. ¿Y si debían pasar la noche en la isla? ¡Miguel se pondría furioso!
—No creo que el mal tiempo dure tanto —repuso, cuando ella le comentó, su preocupación. Esta mañana no dijeron nada acerca de una tormenta en el informe meteorológico. Con algo de suerte, la borrasca quizá no dure más que un par de horas.
Por fin, logró encender un buen fuego en la chimenea y ayudó a la joven a ponerse de pie.
—Gracias —su vestido mojado se le amoldaba al cuerpo y no dejaba nada a la imaginación. Paula percibió de pronto la mirada ansiosa de Pedro.
—¿Gracias? ¿Eso es todo lo que vas a darme? —la rodeó de la cintura y la atrajo—. Y tienes tanto que ofrecer…
De pronto, Paula quedó atrapada en un torbellino de emoción y miedo. A pesar de que trató de aparentar naturalidad, la voz le tembló al preguntar:
—¿Qué tenías en mente?
—Para empezar, un beso, Paula —acercó la boca—. Estoy seguro de que puedes darme eso.
—Bueno… —trató de sonreír, como si eso le pareciera tan sólo una broma—… si crees que eso te hará sentir mejor.
—Así será —le aseguró—. Desde que ví que te transformaste en una hermosa y seductora mujer, tengo deseos de probar tu deliciosa boca —flexionó el brazo, acercándola más, y la besó en los labios.
Ante ese cálido y húmedo contacto, Paula supo que debía mantenerse tranquila e impasible. Pero el movimiento lento y sensual de la boca de Pedro la hizo estremecerse. ¡Qué sensación tan maravillosa! Nunca un beso había sido tan excitante, tan dulce y apasionado. Sin pensar en las consecuencias, la chica le echó los brazos al cuello y se alzó de puntillas, arqueándose contra ese hombre. Podía sentir los fuertes latidos de su corazón contra su seno.
—Paula… —le besó los párpados—. Eres tan hermosa —susurró—. Esto es increíble. ¿Por qué no me fije en tí antes de que te marcharas? ¿Acaso estaba ciego? — le acarició la nuca mientras le besaba la sensible piel detrás de la oreja.
Paula sabía que debía empujarlo, pero cuando él le acarició el seno, su decisión fue sustituida por la gratificación sensual. Sus pezones se tensaron y sintió que se derretía. Otros hombres la habían abrazado, pero sus torpes esfuerzos por excitarla, sólo le provocaron repulsión. Pedro era diferente. Era un músico que sabía qué notas y cuerdas tocar. Su voz, no reflejaba un deseo egoísta ni brusco, sino la seductora promesa de la plenitud.
Él le desabotonó el vestido y le desabrochó el sostén. Se inclinó y le besó uno de los pezones, haciéndola temblar de la cabeza a los pies. Pedro se irguió y le besó la boca antes de mirarla a los ojos y susurrar:
—Te deseo, Paula. Voy a hacerte el amor. Aquí. Ahora.
La directa y serena declaración de sus intenciones no la ofendió ni la asombró. Era la natural combinación de todo lo que había sucedido desde que la invitó a comer, dos horas antes. A Paula la embargaba un anhelo ferviente e intenso, un ansia contenida durante demasiado tiempo… ¿Por qué había ella rechazado a sus pretendientes anteriores? ¿Acaso esperaba de manera inconsciente que llegara ese momento?
El observó con detenimiento cómo esas distintas emociones se reflejaron en el rostro de la chica.
—Tal vez no estás de acuerdo. Después de todo, provengo de la detestada familia Alfonso.
Esa acusación la horrorizó.
—¿Cómo puedes decir eso, Pedro? No tengo nada en contra tuya sólo porque tienes ese apellido. Creí que ya lo sabías.
Pedro sonrió, satisfecho. Le enmarcó el rostro con las manos y murmuro:
—Paula, somos el producto final de dos clanes orgullosos y ancestrales. Tengo la impresión de que todo ha llevado a este momento.
Empezó a desabrocharle el resto de los botones y en seguida le deslizó el vestido de los hombros.
Luego, le quitó el sostén. La luz del fuego le dió un suave tono dorado a su piel y la chica no sintió vergüenza cuando él la devoró con los ojos y empezó a masajearle los senos con las manos; volvió a besarle los labios con ansia.
Saciado al fin con la dulzura de su boca, Pedro se apartó y se quitó la camisa.
Mirándola a los ojos, terminó de desvestirse.
La Traición: Capítulo 6
La casa de los Alfonso era tal como la recordaba. Bajo las luces del jeep, parecía erigirse como una criatura de piedra mitológica e intimidante. Paula apagó el motor y los faros y luego abrió la puerta. Se dirigió hacia la casa y tiró de la cuerda anticuada de la campana.
Se encendió una luz y un momento después, una mujer fornida y suspicaz abrió la puerta. Era obvio que no era una noche indicada para visitas sociales.
—¡Paula Chaves! —alzó las manos—. Eres tú, ¿verdad?
—Sí, señora Ross. ¿Se encuentra Pedro en casa?
—Este… será mejor que entres —estaba estupefacta—. Te estás mojando.
Paula entró al vestíbulo y el ama de llaves no salía de su asombro. Nunca antes un Chaves había entrado en esa casa.
—Está en la biblioteca —explicó al fin—. Le avisaré que estás aquí.
Paula se quitó el impermeable y se miró en un espejo. Debió ponerse un sombrero. Su cabello estaba mojado y su nariz estaba roja y brillante, pero su enojo no había desaparecido.
El amplio vestíbulo era sombrío. A la izquierda había una escalera que llevaba a los pisos superiores. Paula, mientras esperaba a que la señora regresara, sintió que el interior de la casa no era más cálido que el exterior.
—¿Y bien? —inquirió, molesta, al verla acercarse.
—El está ocupado por ahora y me ha pedido que lo esperes —explicó, apenada.
Paula aspiró profundamente y contuvo el impulso de ir a buscar a Alfonso. Él le daba a entender de esa infantil manera que nada de lo que la chica pudiera decirle le interesaba. Bueno, ¡pues ya lo veremos!, se dijo la joven.
—Ven a la cocina —ofreció la señora Ross—. Allí está un poco más caliente y acabo de preparar té.
Paula suspiró. La señora Ross no tenía la culpa de lo que sucedía y sería injusto que Paula desquitara su enojo con ella. La pobre ya debía sufrir bastante al tener que trabajar para ese cretino.
—Gracias, señora Ross —le sonrió—. Es usted muy amable.
—Sí… Bueno, estoy segura de que no te hará esperar mucho tiempo. Mientras tanto, podrás secarte el cabello.
Reacia, Paula la siguió a la parte trasera de la casa. Imaginó que la cocina sería una reliquia victoriana, de modo que recibió una grata sorpresa al entrar a una cocina moderna y bien iluminada, digna de estar en un hotel de cinco estrellas Los muros eran de un colorido azulejo y los mostradores estaban hechos de acero inoxidable. Había una enorme estufa eléctrica y un lugar para preparar la comida, equipado con todos los aparatos de la tecnología moderna. Paula hizo una mueca al recordar su propia cocina y pensó que la vieja Mirta se desmayaría al ver ese lugar; pero cuando tuviera más dinero, Paula renovaría la cocina de la casa…
La señora Ross encendió el calefactor eléctrico y le dio una toalla.
—Si quieres, puedes secarte el pelo mientras te sirvo el té.
Minutos después, la chica estaba sentada junto al calefactor y sostenía en las manos una taza de té con un poco de whisky La señora Ross fue al otro extremo de la cocina y la dejó sola, intuyendo que la joven no estaba de humor para conversar.
Paula bebió el té dulce y sus ojos azules brillaron con amargura, al recordar el fatídico día en que fue a Para Mhor.
La tormenta cayó de pronto y sorprendió a Paula. Un viento repentino le heló los huesos. El cielo se oscureció y unos negros nubarrones ocultaron el sol y mientras caían las primeras gotas de lluvia, se preguntó si debía seguir adelante o debía regresar al bote. Como la granja parecía estar más cerca, echó a correr sobre el pasto mojado. Por desgracia, había dejado el impermeable en la lancha.
Recorrió aproximadamente veinte metros, cuando un relámpago cayó, seguido casi de inmediato por un trueno ensordecedor. El viento ya arreciaba y el delgado vestido de algodón no la protegía contra la lluvia. Jadeó y echó a correr, con la cabeza inclinada. Cuando volvió a alzar la vista, ya no pudo ver la granja debido a la lluvia torrencial que caía del cielo.
Hubo otro rayo aterrador y Paula vió como se incendiaba un arbusto, a veinte metros de ella. Invadida por el pánico, se lanzó al suelo, en donde no representaría un blanco para los rayos. Nunca había presenciado una tormenta de relámpagos tan violenta como esa y empezó a temblar de miedo.
Los segundos pasaron y de pronto otro silencioso relámpago la cegó antes de que ella perdiera el conocimiento…
Alguien la sacudía y le frotaba las manos. Paula escuchó una voz que le decía que despertara, pero ella sólo quería seguir durmiendo.
—No, no… —masculló.
—Vamos, Paula, despierta —empezó a sacudirla con fuerza hasta que la vio abrir los ojos. La chica se encontraba en la granja. Estaba sentada en el suelo, apoyada contra un muro y Pedro estaba arrodillado junto a ella. La joven pasó saliva un par de veces, para hacer que desapareciera el zumbido de sus oídos. Sin embargo, sé percató de que la tormenta no escampaba.
—¿Qué… pasó?
—Te encontré, tirada en el suelo. ¿Estás bien?
—Estás todo mojado —musitó.
—No te preocupes por mí. ¿Te das cuenta de que casi mueres?
Se encendió una luz y un momento después, una mujer fornida y suspicaz abrió la puerta. Era obvio que no era una noche indicada para visitas sociales.
—¡Paula Chaves! —alzó las manos—. Eres tú, ¿verdad?
—Sí, señora Ross. ¿Se encuentra Pedro en casa?
—Este… será mejor que entres —estaba estupefacta—. Te estás mojando.
Paula entró al vestíbulo y el ama de llaves no salía de su asombro. Nunca antes un Chaves había entrado en esa casa.
—Está en la biblioteca —explicó al fin—. Le avisaré que estás aquí.
Paula se quitó el impermeable y se miró en un espejo. Debió ponerse un sombrero. Su cabello estaba mojado y su nariz estaba roja y brillante, pero su enojo no había desaparecido.
El amplio vestíbulo era sombrío. A la izquierda había una escalera que llevaba a los pisos superiores. Paula, mientras esperaba a que la señora regresara, sintió que el interior de la casa no era más cálido que el exterior.
—¿Y bien? —inquirió, molesta, al verla acercarse.
—El está ocupado por ahora y me ha pedido que lo esperes —explicó, apenada.
Paula aspiró profundamente y contuvo el impulso de ir a buscar a Alfonso. Él le daba a entender de esa infantil manera que nada de lo que la chica pudiera decirle le interesaba. Bueno, ¡pues ya lo veremos!, se dijo la joven.
—Ven a la cocina —ofreció la señora Ross—. Allí está un poco más caliente y acabo de preparar té.
Paula suspiró. La señora Ross no tenía la culpa de lo que sucedía y sería injusto que Paula desquitara su enojo con ella. La pobre ya debía sufrir bastante al tener que trabajar para ese cretino.
—Gracias, señora Ross —le sonrió—. Es usted muy amable.
—Sí… Bueno, estoy segura de que no te hará esperar mucho tiempo. Mientras tanto, podrás secarte el cabello.
Reacia, Paula la siguió a la parte trasera de la casa. Imaginó que la cocina sería una reliquia victoriana, de modo que recibió una grata sorpresa al entrar a una cocina moderna y bien iluminada, digna de estar en un hotel de cinco estrellas Los muros eran de un colorido azulejo y los mostradores estaban hechos de acero inoxidable. Había una enorme estufa eléctrica y un lugar para preparar la comida, equipado con todos los aparatos de la tecnología moderna. Paula hizo una mueca al recordar su propia cocina y pensó que la vieja Mirta se desmayaría al ver ese lugar; pero cuando tuviera más dinero, Paula renovaría la cocina de la casa…
La señora Ross encendió el calefactor eléctrico y le dio una toalla.
—Si quieres, puedes secarte el pelo mientras te sirvo el té.
Minutos después, la chica estaba sentada junto al calefactor y sostenía en las manos una taza de té con un poco de whisky La señora Ross fue al otro extremo de la cocina y la dejó sola, intuyendo que la joven no estaba de humor para conversar.
Paula bebió el té dulce y sus ojos azules brillaron con amargura, al recordar el fatídico día en que fue a Para Mhor.
La tormenta cayó de pronto y sorprendió a Paula. Un viento repentino le heló los huesos. El cielo se oscureció y unos negros nubarrones ocultaron el sol y mientras caían las primeras gotas de lluvia, se preguntó si debía seguir adelante o debía regresar al bote. Como la granja parecía estar más cerca, echó a correr sobre el pasto mojado. Por desgracia, había dejado el impermeable en la lancha.
Recorrió aproximadamente veinte metros, cuando un relámpago cayó, seguido casi de inmediato por un trueno ensordecedor. El viento ya arreciaba y el delgado vestido de algodón no la protegía contra la lluvia. Jadeó y echó a correr, con la cabeza inclinada. Cuando volvió a alzar la vista, ya no pudo ver la granja debido a la lluvia torrencial que caía del cielo.
Hubo otro rayo aterrador y Paula vió como se incendiaba un arbusto, a veinte metros de ella. Invadida por el pánico, se lanzó al suelo, en donde no representaría un blanco para los rayos. Nunca había presenciado una tormenta de relámpagos tan violenta como esa y empezó a temblar de miedo.
Los segundos pasaron y de pronto otro silencioso relámpago la cegó antes de que ella perdiera el conocimiento…
Alguien la sacudía y le frotaba las manos. Paula escuchó una voz que le decía que despertara, pero ella sólo quería seguir durmiendo.
—No, no… —masculló.
—Vamos, Paula, despierta —empezó a sacudirla con fuerza hasta que la vio abrir los ojos. La chica se encontraba en la granja. Estaba sentada en el suelo, apoyada contra un muro y Pedro estaba arrodillado junto a ella. La joven pasó saliva un par de veces, para hacer que desapareciera el zumbido de sus oídos. Sin embargo, sé percató de que la tormenta no escampaba.
—¿Qué… pasó?
—Te encontré, tirada en el suelo. ¿Estás bien?
—Estás todo mojado —musitó.
—No te preocupes por mí. ¿Te das cuenta de que casi mueres?
La Traición: Capítulo 5
—Claro; a mí sólo me interesa tener paz y armonía, pero no soy yo a quien se debe convencer, sino a mi padre.
—Miguel tendrá que soltar las riendas tarde o temprano —señaló—. Poco a poco, empezará a tomar más en cuenta tus consejos. Quizá mis comentarios te parezcan, fríos e irrespetuosos, pero esa es la verdad. ¿Quién sabe? —se encogió de hombros—. Tal vez tú puedas convencerlo de que nuestras familias se unan para enfrentar al enemigo común, en vez de pelear por tonterías.
—¿Podría decirme cuál es nuestro enemigo común? —frunció el entrecejo—. No me diga que formaremos una alianza para luchar contra los Argyle Campbell.
—No —rió—. Los Campbell no son nada en comparación con las instituciones financieras y los sindicatos extranjeros, que se están apoderando de estas tierras en la actualidad y que tienen la intención de convertir este lugar en un parque de diversiones.
—He escuchado a Miguel decir lo mismo —sonrió.
—Claro. Tu padre no es ningún tonto, pero cree que puede enfrentar la situación solo. Al menos, eso es lo que prefiere creer, ya que le parecería inconcebible unir sus fuerzas con un odiado integrante de la familia Alfonso.
Los comentarios de Pedro tenían sentido. Se había mostrado sincero, cortés y condescendiente, de modo que, cuando él extendió la mano, Paula no vaciló en estrecharla.
—¿Amigos? —la miró con intensidad y la chica sintió que la calidez y la fuerza del apretón se difundían en todo su cuerpo.
—Amigos —jadeó, tensa.
—Esto es un récord —rió un poco—. Me pregunto si somos los primeros representantes de nuestras familias, que han estado de acuerdo sobre algo.
Salieron del hotel y Pedro observó la calle tranquila.
—¿Cómo llegaste?
—Caminando —contestó ella—, me pareció que era un bonito día.
Ella sentía el calor del sol en la espalda, y en la bahía las gaviotas volaban en círculos.
—Bueno, será mejor que te lleve a casa. Además, me gustaría hablar con Miguel… claro, si quiere verme.
—Él se fue a la subasta de ganado que tiene lugar en Inverness —explicó—. Suele regresar a medianoche —sonrió—, y no quiero regresar todavía. Mirta está haciendo la limpieza general de la casa, y me sugirió que saliera para que no le estorbara. Voy a ir al muelle a sentarme para inhalar este maravilloso aire y acostumbrarme al lugar, después de haber vivido en el ruido y el ajetreo de Glasgow.
—Tengo que ir a Para Mhor —la estudió con detenimiento—. Puedes venir si quieres.
—Mmm, no sé —no quería parecer demasiado entusiasta—. No hay mucho que ver en Para Mhor, ¿o sí?
—La semana pasada, uno de nuestros botes se soltó y quedó varado allí. Voy a ver si merece la pena salvarlo. Eso será más interesante que, estar sentada en el muelle, viendo gaviotas.
—Bien—la tomó del brazo y la condujo al auto—. Primero debo ir a casa a cambiarme, de paso te consigo un impermeable.
El auto de Pedro era muy poderoso. Otro hombre habría aprovechado la oportunidad de impresionarla, y hubiera conducido a gran velocidad, pero él no necesitaba demostrar nada a los demás. Su personalidad y encanto eran suficientes.
A Paula no le sorprendió el hecho de que su supuesto enemigo mortal, comenzara a simpatizarle.
Sin embargo, no sucedía lo mismo con el padre de Pedro. Cuando se acercaron a la casa, Paula le comunicó su temor.
—No te preocupes por él —le aseguró con amargura—. Mi padre está de nuevo en una clínica de Edimburgo, tratando de combatir su alcoholismo. Por lo menos, la destilería está obteniendo ganancias nuevamente.
Se estacionaron frente a la casa, pero Paula comentó:
—Si no te importa, preferiría quedarme aquí.
—Bueno —se encogió de hombros—. Trataré de no tardarme.
Paula se sentía intimidada por la casa. Los muros oscuros y cubiertos de hiedra tenían un aspecto sombrío y amenazador. Le parecía una fortaleza antigua y no una vivienda y se alegró cuando Pedro se reunió con ella.
Cuando salieron del puerto, el viento arreció y la chica se alegró de que el impermeable la protegiera del agua.
Como el motor de la lancha era muy ruidoso, se conformó con guardar silencio y observar la manera competente con la que Pedro maniobraba. El vestía ahora una camisa y unos jeans. Su cabello negro volaba con el viento y le daba una apariencia indómita. Cuando se acercaron a la isla, él le, señaló el lugar en donde el bote de pesca yacía contra las rocas.
Después de amarrar la lancha en el deteriorado muelle, se quitaron los impermeables y Pedro la ayudó a bajar. Caminaron hacia el bote y Pedro se inclinó para examinar la proa. Por fin, negó con la cabeza.
—El boquete que tiene es demasiado grande y afectó la estructura principal. Es probable que la siguiente tormenta estrelle la embarcación contra las rocas y termine por destruirla. La tripulación logró salvar la mayor parte del equipo, pero será mejor que me asegure de que no quede nada de valor —hizo una pausa—. Mira, puede ser un poco peligroso…
—No te preocupes —Paula comprendió la insinuación—. No te estorbaré. Creo que iré a explorar. Te veré después.
Al subir por la empinada costa, se detuvo un momento para contemplar el paisaje plano. Al norte, a casi un kilómetro de distancia, se encontraba una granja en ruinas, el único indicio de que la isla fue habitada alguna vez. Decidió ir a investigarla, sin saber que se avecinaba una de las peores tormentas que habían azotado la región.
—Miguel tendrá que soltar las riendas tarde o temprano —señaló—. Poco a poco, empezará a tomar más en cuenta tus consejos. Quizá mis comentarios te parezcan, fríos e irrespetuosos, pero esa es la verdad. ¿Quién sabe? —se encogió de hombros—. Tal vez tú puedas convencerlo de que nuestras familias se unan para enfrentar al enemigo común, en vez de pelear por tonterías.
—¿Podría decirme cuál es nuestro enemigo común? —frunció el entrecejo—. No me diga que formaremos una alianza para luchar contra los Argyle Campbell.
—No —rió—. Los Campbell no son nada en comparación con las instituciones financieras y los sindicatos extranjeros, que se están apoderando de estas tierras en la actualidad y que tienen la intención de convertir este lugar en un parque de diversiones.
—He escuchado a Miguel decir lo mismo —sonrió.
—Claro. Tu padre no es ningún tonto, pero cree que puede enfrentar la situación solo. Al menos, eso es lo que prefiere creer, ya que le parecería inconcebible unir sus fuerzas con un odiado integrante de la familia Alfonso.
Los comentarios de Pedro tenían sentido. Se había mostrado sincero, cortés y condescendiente, de modo que, cuando él extendió la mano, Paula no vaciló en estrecharla.
—¿Amigos? —la miró con intensidad y la chica sintió que la calidez y la fuerza del apretón se difundían en todo su cuerpo.
—Amigos —jadeó, tensa.
—Esto es un récord —rió un poco—. Me pregunto si somos los primeros representantes de nuestras familias, que han estado de acuerdo sobre algo.
Salieron del hotel y Pedro observó la calle tranquila.
—¿Cómo llegaste?
—Caminando —contestó ella—, me pareció que era un bonito día.
Ella sentía el calor del sol en la espalda, y en la bahía las gaviotas volaban en círculos.
—Bueno, será mejor que te lleve a casa. Además, me gustaría hablar con Miguel… claro, si quiere verme.
—Él se fue a la subasta de ganado que tiene lugar en Inverness —explicó—. Suele regresar a medianoche —sonrió—, y no quiero regresar todavía. Mirta está haciendo la limpieza general de la casa, y me sugirió que saliera para que no le estorbara. Voy a ir al muelle a sentarme para inhalar este maravilloso aire y acostumbrarme al lugar, después de haber vivido en el ruido y el ajetreo de Glasgow.
—Tengo que ir a Para Mhor —la estudió con detenimiento—. Puedes venir si quieres.
—Mmm, no sé —no quería parecer demasiado entusiasta—. No hay mucho que ver en Para Mhor, ¿o sí?
—La semana pasada, uno de nuestros botes se soltó y quedó varado allí. Voy a ver si merece la pena salvarlo. Eso será más interesante que, estar sentada en el muelle, viendo gaviotas.
—Bien—la tomó del brazo y la condujo al auto—. Primero debo ir a casa a cambiarme, de paso te consigo un impermeable.
El auto de Pedro era muy poderoso. Otro hombre habría aprovechado la oportunidad de impresionarla, y hubiera conducido a gran velocidad, pero él no necesitaba demostrar nada a los demás. Su personalidad y encanto eran suficientes.
A Paula no le sorprendió el hecho de que su supuesto enemigo mortal, comenzara a simpatizarle.
Sin embargo, no sucedía lo mismo con el padre de Pedro. Cuando se acercaron a la casa, Paula le comunicó su temor.
—No te preocupes por él —le aseguró con amargura—. Mi padre está de nuevo en una clínica de Edimburgo, tratando de combatir su alcoholismo. Por lo menos, la destilería está obteniendo ganancias nuevamente.
Se estacionaron frente a la casa, pero Paula comentó:
—Si no te importa, preferiría quedarme aquí.
—Bueno —se encogió de hombros—. Trataré de no tardarme.
Paula se sentía intimidada por la casa. Los muros oscuros y cubiertos de hiedra tenían un aspecto sombrío y amenazador. Le parecía una fortaleza antigua y no una vivienda y se alegró cuando Pedro se reunió con ella.
Cuando salieron del puerto, el viento arreció y la chica se alegró de que el impermeable la protegiera del agua.
Como el motor de la lancha era muy ruidoso, se conformó con guardar silencio y observar la manera competente con la que Pedro maniobraba. El vestía ahora una camisa y unos jeans. Su cabello negro volaba con el viento y le daba una apariencia indómita. Cuando se acercaron a la isla, él le, señaló el lugar en donde el bote de pesca yacía contra las rocas.
Después de amarrar la lancha en el deteriorado muelle, se quitaron los impermeables y Pedro la ayudó a bajar. Caminaron hacia el bote y Pedro se inclinó para examinar la proa. Por fin, negó con la cabeza.
—El boquete que tiene es demasiado grande y afectó la estructura principal. Es probable que la siguiente tormenta estrelle la embarcación contra las rocas y termine por destruirla. La tripulación logró salvar la mayor parte del equipo, pero será mejor que me asegure de que no quede nada de valor —hizo una pausa—. Mira, puede ser un poco peligroso…
—No te preocupes —Paula comprendió la insinuación—. No te estorbaré. Creo que iré a explorar. Te veré después.
Al subir por la empinada costa, se detuvo un momento para contemplar el paisaje plano. Al norte, a casi un kilómetro de distancia, se encontraba una granja en ruinas, el único indicio de que la isla fue habitada alguna vez. Decidió ir a investigarla, sin saber que se avecinaba una de las peores tormentas que habían azotado la región.
jueves, 26 de noviembre de 2015
La Traición: Capítulo 4
—Será mejor que me vaya —bajó la vista con rapidez.
—¿Por qué tanta prisa, Paula? —la tomó del brazo con suavidad y la joven se estremeció al sentir el contacto ¿Temes que tu padre se entere de que intercambiaste algunas palabras con el enemigo?
Eso no se le había ocurrido a la chica y tomó consciencia de que le debía lealtad a su padre; pero también deseaba mostrar que era independiente de él para pensar y actuar.
—Yo decido quiénes son mis enemigos, señor Alfonso, no mi padre —le informó, serena.
La brisa, que todavía le amoldaba el delgado vestido al cuerpo, alborotó el cabello del hombre.
—En ese caso, llámame Pedro—la observó con aprobación—. Ya estoy harto de que la gente me llame por mi apellido todo el tiempo. Eso me hace parecer como un hombre inaccesible y no soy un monstruo ni un ogro como todos parecen pensar. Me gustaría invitarte a comer —señaló el hotel—, siempre y cuando no te importe que corran algunos chismes sobre nosotros.
Paula se dio cuenta de que, más que una invitación, era un desafío.
—¿O acaso el hecho de que había escuchado historias toda la vida, la hacía imaginar cosas?
—Gracias, pero por ahora no tengo hambre.
—Estoy seguro de que podrás tomar al menos un bocado —insistió, con suavidad—. Además, odio comer solo y me gustaría que me contaras cómo te fue en la universidad.
Rechazar una invitación tan cortés, podría ser considerado como una señal de mala educación o de hostilidad declarada. A Paula no le importaba la disputa que existía entre las dos familias, así como tampoco le importaban los rumores de la gente. Ella era libre de socializar con quien le viniera en gana. Y, en el fondo, esperaba poder armarse de valor para decirle eso a Miguel.
Diez minutos más tarde, sentados en el comedor vacío, Pedro la miró con diversión, mientras ella se servía otro plato de carnes.
—Creí que no tenías apetito. Y me agrada ver que no formas parte de la brigada de las espinacas y el arroz entero. Me gustan las mujeres que comen mucho.
Paula no supo cómo tomar ese comentario. ¿Era un halago o una observación sarcástica?
—¿Qué estudiaste en la universidad? —inquirió con interés.
—Administración y contabilidad.
—Entonces, me imagino que tienes la intención de ayudarle a tu padre a hacerse cargo de la propiedad.
—Claro. Un día será mía, y yo jamás me iría de este lugar. Es mi hogar.
—Me alegra oír eso —sonrió—. Y admiro la solidaridad que muestras para con tu familia. Pero te advierto que no será algo fácil. Lo sé por experiencia propia. La situación es muy difícil ahora y se pondrá peor.
—No me asustan las responsabilidades —declaró.
—Te creo; los Chaves siempre fueron muy trabajadores, pero a veces no basta con esforzarse.
—Lo sé, pero tengo otros planes.
—Te felicito. ¿Ya hablaste de estos planes con tu padre?
—Aún no —fue cautelosa—. Estoy esperando que llegue el momento indicado para hacerlo.
—Entonces, esperarás durante diez años —afirmó con aspereza—. Tu padre no es un hombre a quien le agraden los cambios. Apenas está aceptando lo que es el motor de combustión interna.
—Gracias por la comida, señor Alfonso —apretó la boca—. Debo irme.
—Qué lástima, Paula—comentó con desilusión y permaneció sentado—. No deseo pelear contigo. Esta absurda disputa entre nuestras familias debe terminar. Yo esperaba que…
—Yo también considero que ha durado demasiado, pero no me interesa escuchar cómo insulta a mi padre.
—No lo insulto —señaló con calma—. Sólo estoy afirmando algo y lo sabes; pero si no te enfrentas a la realidad, esta guerra fría durará toda la vida. ¿Es eso lo que deseas?
—No, pero…
—Nada de peros. Siéntate y hablaremos como dos personas civilizadas. Si esto te hace sentir mejor, te aseguro que mi padre es igual al tuyo. El se retirará el año próximo y yo me haré cargo de todo. Cambiaré muchas cosas.
Reacia, Paula tomó asiento. Defendió a su padre sólo por lealtad filial, no porque admirara la forma en que él administraba la propiedad.
—Así está mejor —sonrió—. Tengo la sensación de que tú y yo seremos muy buenos amigos, Paula.
¿Qué habrá querido decir con eso de “muy buenos amigos”?, se preguntó la chica. No era tan cándida y sabía que él tenía en mente entablar una relación íntima con ella. Y para ser honesta, se sentía muy halagada.
—No hay razón para que tú y yo no podamos trabajar juntos —insistió—. Sería tonto perpetuar los errores de nuestros ancestros, ¿no crees?
—¿Por qué tanta prisa, Paula? —la tomó del brazo con suavidad y la joven se estremeció al sentir el contacto ¿Temes que tu padre se entere de que intercambiaste algunas palabras con el enemigo?
Eso no se le había ocurrido a la chica y tomó consciencia de que le debía lealtad a su padre; pero también deseaba mostrar que era independiente de él para pensar y actuar.
—Yo decido quiénes son mis enemigos, señor Alfonso, no mi padre —le informó, serena.
La brisa, que todavía le amoldaba el delgado vestido al cuerpo, alborotó el cabello del hombre.
—En ese caso, llámame Pedro—la observó con aprobación—. Ya estoy harto de que la gente me llame por mi apellido todo el tiempo. Eso me hace parecer como un hombre inaccesible y no soy un monstruo ni un ogro como todos parecen pensar. Me gustaría invitarte a comer —señaló el hotel—, siempre y cuando no te importe que corran algunos chismes sobre nosotros.
Paula se dio cuenta de que, más que una invitación, era un desafío.
—¿O acaso el hecho de que había escuchado historias toda la vida, la hacía imaginar cosas?
—Gracias, pero por ahora no tengo hambre.
—Estoy seguro de que podrás tomar al menos un bocado —insistió, con suavidad—. Además, odio comer solo y me gustaría que me contaras cómo te fue en la universidad.
Rechazar una invitación tan cortés, podría ser considerado como una señal de mala educación o de hostilidad declarada. A Paula no le importaba la disputa que existía entre las dos familias, así como tampoco le importaban los rumores de la gente. Ella era libre de socializar con quien le viniera en gana. Y, en el fondo, esperaba poder armarse de valor para decirle eso a Miguel.
Diez minutos más tarde, sentados en el comedor vacío, Pedro la miró con diversión, mientras ella se servía otro plato de carnes.
—Creí que no tenías apetito. Y me agrada ver que no formas parte de la brigada de las espinacas y el arroz entero. Me gustan las mujeres que comen mucho.
Paula no supo cómo tomar ese comentario. ¿Era un halago o una observación sarcástica?
—¿Qué estudiaste en la universidad? —inquirió con interés.
—Administración y contabilidad.
—Entonces, me imagino que tienes la intención de ayudarle a tu padre a hacerse cargo de la propiedad.
—Claro. Un día será mía, y yo jamás me iría de este lugar. Es mi hogar.
—Me alegra oír eso —sonrió—. Y admiro la solidaridad que muestras para con tu familia. Pero te advierto que no será algo fácil. Lo sé por experiencia propia. La situación es muy difícil ahora y se pondrá peor.
—No me asustan las responsabilidades —declaró.
—Te creo; los Chaves siempre fueron muy trabajadores, pero a veces no basta con esforzarse.
—Lo sé, pero tengo otros planes.
—Te felicito. ¿Ya hablaste de estos planes con tu padre?
—Aún no —fue cautelosa—. Estoy esperando que llegue el momento indicado para hacerlo.
—Entonces, esperarás durante diez años —afirmó con aspereza—. Tu padre no es un hombre a quien le agraden los cambios. Apenas está aceptando lo que es el motor de combustión interna.
—Gracias por la comida, señor Alfonso —apretó la boca—. Debo irme.
—Qué lástima, Paula—comentó con desilusión y permaneció sentado—. No deseo pelear contigo. Esta absurda disputa entre nuestras familias debe terminar. Yo esperaba que…
—Yo también considero que ha durado demasiado, pero no me interesa escuchar cómo insulta a mi padre.
—No lo insulto —señaló con calma—. Sólo estoy afirmando algo y lo sabes; pero si no te enfrentas a la realidad, esta guerra fría durará toda la vida. ¿Es eso lo que deseas?
—No, pero…
—Nada de peros. Siéntate y hablaremos como dos personas civilizadas. Si esto te hace sentir mejor, te aseguro que mi padre es igual al tuyo. El se retirará el año próximo y yo me haré cargo de todo. Cambiaré muchas cosas.
Reacia, Paula tomó asiento. Defendió a su padre sólo por lealtad filial, no porque admirara la forma en que él administraba la propiedad.
—Así está mejor —sonrió—. Tengo la sensación de que tú y yo seremos muy buenos amigos, Paula.
¿Qué habrá querido decir con eso de “muy buenos amigos”?, se preguntó la chica. No era tan cándida y sabía que él tenía en mente entablar una relación íntima con ella. Y para ser honesta, se sentía muy halagada.
—No hay razón para que tú y yo no podamos trabajar juntos —insistió—. Sería tonto perpetuar los errores de nuestros ancestros, ¿no crees?
La Traición: Capítulo 3
—Luis tiene razón —declaró el ama de llaves—. No tienes que mostrarte amable con ese hombre, sólo averiguar cuáles son sus intenciones.
Paula se dijo que tal vez se mostraba demasiado egoísta y que debía pensar en los demás. La verdad era que no le importaba lo que sucediera con esa isla desolada, pero ese podría ser el principio del fin. Marta y Luis sabían que ella se encontraba en aprietos financieros y ambos habían sido empleados fieles durante muchos años. Paula debía asegurarse de que tuvieran una vejez tranquila.
—¿De veras crees que él puede construir en Para Mhor? —le preguntó al guardabosque.
—No lo sé. Será mejor que hables del asunto con tu abogado de Edimburgo. Se acostumbra tener derechos comunes, para que los animales pasten en esta parte del país, pero tal vez un hombre astuto puede salirse con la suya y pasarlos por alto.
—Muy bien, iré a verlo ahora mismo —decidió, pues sabía que no podría dormir esa noche si no resolvía ese problema de una vez por todas. Además, eso hubiera hecho Miguel.
—¿Así? —rezongó Mirta.
—¿Así, cómo? —se miró el suéter flojo y viejo, los vaqueros y las gastadas botas—. Me imagino que debería ponerme mi traje de cashmere, mi collar de perlas, mis zapatos de tacón y demás accesorios.
—No tienes que ser sarcástica —se molestó el ama de llaves—. En esa mansión nunca se sabe con quién te puedes encontrar. Según sé, esa casa siempre está llena de amigos de la alta sociedad. No querrás que piensen que los Chaves, son tan sólo unos pordioseros, ¿verdad?
—No me importa lo que opinen —ese comentario la irritó mucho—. No me interesan los comentarios de sus compinches aristócratas.
—Ay —suspiró Mirta—. Eres tan necia como tu padre. Debí quedarme callada. —Te llevaré en la camioneta —ofreció Luis.
—No. Madrugaste mucho hoy y tuviste un día muy pesado. Me iré en el Jeep que es más fácil de conducir.
Luis pareció aliviado de no tener que recorrer ocho kilómetros más… o de no tener que presenciar la confrontación de Paula con Pedro. Pero la verdad era que la chica quería estar a solas con Alfonso. No quería que nadie se enterara de ciertas cosas.
Paula conectó los limpiadores del parabrisas y tomó el camino tortuoso que rodeaba la bahía. A su derecha, las olas se estrellaban contra las rocas y bañaban el auto. Al pasar por el pueblo de pescadores de Kinvaig, vió que todos estaban en sus casas. No había una sola persona en la calle principal.
Cambió la velocidad para subir por la colina que se encontraba en el lado sur de la bahía. El camino era menos sinuoso, pero el viento arreciaba, Tensa, recordó la última vez que atravesó por ese camino. Ese día, el sol brillaba y la vida le parecía maravillosa.
Salio de la tienda del pueblo, hojeando una revista, distraída, y sólo por suerte y por los excelentes reflejos del conductor, no fue atropellada, ya que el auto logró detenerse a tiempo. Se escuchó el chirriar de las llantas y Paula brincó aterrada.
Un hombre salió del auto y enojado, la tomó de los hombros con fuerza.
—¿A qué rayos crees que juegas? ¿Acaso nadie te ha…? —frunció el entrecejo— ¿No eres Paula? ¿Paula Chaves?
—Lo lamento, señor Alfonso—jadeó—. Actué como una tonta.
El enojó del hombre desapareció y sus ojos grises reflejaban su asombro. La chica fue consciente de la forma en que la brisa amoldaba el vestido de algodón a su cuerpo y sintió algo de timidez al ser observada con una admiración obvia.
—La última vez que te ví, sólo eras una niña —sonrió mostrando sus blancos y parejos dientes.
—No —se ruborizó un poco—. Tenía dieciocho años cuando me fui a estudiar a la universidad. Quizá usted estuvo demasiado ocupado como para notarlo. Recuerdo que usted estaba a punto de casarse con una chica de la alta sociedad de Edimburgo —y se preguntó por qué hizo ese comentario. Después de todo, ese asunto no era de su incumbencia.
—Tienes razón —Sonrió—. Era una tonta y decidió que la vida de por aquí no le satisfacía. Extrañaba los teatros, los restaurantes y las discotecas. Espero que el hecho de que te hayas ido a estudiar a la gran ciudad, no haya destruido tu amor por la vida sencilla.
—Estaba demasiado ocupada en mis estudios como para ir a teatros y restaurantes —habló con frialdad—. Además, nací y me crié aquí.
—Igual que yo —sonrió—. Eso demuestra que nosotros, los nativos, debemos ser solidarios unos con otros.
La joven se preguntó qué quería decir con ese comentario. Si no lo conociera mejor, pensaría que estaba coqueteando con ella. Paula sabía que tenía una figura envidiable y que su cabello pelirrojo resultaba atractivo para muchos hombres. Muchos estudiantes de la universidad, al igual que unos cuantos profesores, se le acercaron con miras a tener un romance. Pero, Pedro Alfonso no haría eso.
Recordó que estuvo enamorada de él a los quince años. El le pareció muy guapo y elegante y todos en el pueblo lo respetaban. Pero Pedro tenía entonces, por lo menos veinticinco años y siempre estaba acompañado de una hermosa mujer. A Paula no le sorprendía que nunca le hubiera prestado atención.
Sin embargo, ahora ella tenía veinte años y él treinta, y la madurez de la chica, equilibró la diferencia de edades.
Al mirarlo, supo que ese hombre no sólo era guapo, sino que causaba un fuerte impacto. Tal vez eso se debía a su voz vibrante y profunda o a los movimientos de su cuerpo. Cien generaciones de sangre celta le habían otorgado la seguridad de un hombre nacido para tener poder y riqueza. Y todo ello provocaba una atracción sexual potente e intimidante. Ninguna mujer podía sentirse indiferente ante él. Paula nunca había conocido a un hombre que la intrigara y atemorizara a la vez.
Paula se dijo que tal vez se mostraba demasiado egoísta y que debía pensar en los demás. La verdad era que no le importaba lo que sucediera con esa isla desolada, pero ese podría ser el principio del fin. Marta y Luis sabían que ella se encontraba en aprietos financieros y ambos habían sido empleados fieles durante muchos años. Paula debía asegurarse de que tuvieran una vejez tranquila.
—¿De veras crees que él puede construir en Para Mhor? —le preguntó al guardabosque.
—No lo sé. Será mejor que hables del asunto con tu abogado de Edimburgo. Se acostumbra tener derechos comunes, para que los animales pasten en esta parte del país, pero tal vez un hombre astuto puede salirse con la suya y pasarlos por alto.
—Muy bien, iré a verlo ahora mismo —decidió, pues sabía que no podría dormir esa noche si no resolvía ese problema de una vez por todas. Además, eso hubiera hecho Miguel.
—¿Así? —rezongó Mirta.
—¿Así, cómo? —se miró el suéter flojo y viejo, los vaqueros y las gastadas botas—. Me imagino que debería ponerme mi traje de cashmere, mi collar de perlas, mis zapatos de tacón y demás accesorios.
—No tienes que ser sarcástica —se molestó el ama de llaves—. En esa mansión nunca se sabe con quién te puedes encontrar. Según sé, esa casa siempre está llena de amigos de la alta sociedad. No querrás que piensen que los Chaves, son tan sólo unos pordioseros, ¿verdad?
—No me importa lo que opinen —ese comentario la irritó mucho—. No me interesan los comentarios de sus compinches aristócratas.
—Ay —suspiró Mirta—. Eres tan necia como tu padre. Debí quedarme callada. —Te llevaré en la camioneta —ofreció Luis.
—No. Madrugaste mucho hoy y tuviste un día muy pesado. Me iré en el Jeep que es más fácil de conducir.
Luis pareció aliviado de no tener que recorrer ocho kilómetros más… o de no tener que presenciar la confrontación de Paula con Pedro. Pero la verdad era que la chica quería estar a solas con Alfonso. No quería que nadie se enterara de ciertas cosas.
Paula conectó los limpiadores del parabrisas y tomó el camino tortuoso que rodeaba la bahía. A su derecha, las olas se estrellaban contra las rocas y bañaban el auto. Al pasar por el pueblo de pescadores de Kinvaig, vió que todos estaban en sus casas. No había una sola persona en la calle principal.
Cambió la velocidad para subir por la colina que se encontraba en el lado sur de la bahía. El camino era menos sinuoso, pero el viento arreciaba, Tensa, recordó la última vez que atravesó por ese camino. Ese día, el sol brillaba y la vida le parecía maravillosa.
Salio de la tienda del pueblo, hojeando una revista, distraída, y sólo por suerte y por los excelentes reflejos del conductor, no fue atropellada, ya que el auto logró detenerse a tiempo. Se escuchó el chirriar de las llantas y Paula brincó aterrada.
Un hombre salió del auto y enojado, la tomó de los hombros con fuerza.
—¿A qué rayos crees que juegas? ¿Acaso nadie te ha…? —frunció el entrecejo— ¿No eres Paula? ¿Paula Chaves?
—Lo lamento, señor Alfonso—jadeó—. Actué como una tonta.
El enojó del hombre desapareció y sus ojos grises reflejaban su asombro. La chica fue consciente de la forma en que la brisa amoldaba el vestido de algodón a su cuerpo y sintió algo de timidez al ser observada con una admiración obvia.
—La última vez que te ví, sólo eras una niña —sonrió mostrando sus blancos y parejos dientes.
—No —se ruborizó un poco—. Tenía dieciocho años cuando me fui a estudiar a la universidad. Quizá usted estuvo demasiado ocupado como para notarlo. Recuerdo que usted estaba a punto de casarse con una chica de la alta sociedad de Edimburgo —y se preguntó por qué hizo ese comentario. Después de todo, ese asunto no era de su incumbencia.
—Tienes razón —Sonrió—. Era una tonta y decidió que la vida de por aquí no le satisfacía. Extrañaba los teatros, los restaurantes y las discotecas. Espero que el hecho de que te hayas ido a estudiar a la gran ciudad, no haya destruido tu amor por la vida sencilla.
—Estaba demasiado ocupada en mis estudios como para ir a teatros y restaurantes —habló con frialdad—. Además, nací y me crié aquí.
—Igual que yo —sonrió—. Eso demuestra que nosotros, los nativos, debemos ser solidarios unos con otros.
La joven se preguntó qué quería decir con ese comentario. Si no lo conociera mejor, pensaría que estaba coqueteando con ella. Paula sabía que tenía una figura envidiable y que su cabello pelirrojo resultaba atractivo para muchos hombres. Muchos estudiantes de la universidad, al igual que unos cuantos profesores, se le acercaron con miras a tener un romance. Pero, Pedro Alfonso no haría eso.
Recordó que estuvo enamorada de él a los quince años. El le pareció muy guapo y elegante y todos en el pueblo lo respetaban. Pero Pedro tenía entonces, por lo menos veinticinco años y siempre estaba acompañado de una hermosa mujer. A Paula no le sorprendía que nunca le hubiera prestado atención.
Sin embargo, ahora ella tenía veinte años y él treinta, y la madurez de la chica, equilibró la diferencia de edades.
Al mirarlo, supo que ese hombre no sólo era guapo, sino que causaba un fuerte impacto. Tal vez eso se debía a su voz vibrante y profunda o a los movimientos de su cuerpo. Cien generaciones de sangre celta le habían otorgado la seguridad de un hombre nacido para tener poder y riqueza. Y todo ello provocaba una atracción sexual potente e intimidante. Ninguna mujer podía sentirse indiferente ante él. Paula nunca había conocido a un hombre que la intrigara y atemorizara a la vez.
La Traición: Capítulo 2
—Será mejor que me cuentes lo que pasó —pidió, más controlada.
—Joaquín fue quien los vio primero. Regresábamos del brazo de mar, cuando vimos una camioneta roja estacionada junto a la antigua zona de casa. Miré por los binoculares y vi que cinco tipos cargaban animales muertos en la camioneta.
—Por lo menos se llevaron tres —intervino Joaquín.
—Sí. Nos dirigimos hacia allá lo más pronto que pudimos, pero nos oyeron y se marcharon. Esa colina es tan pronunciada que no puedes subirla a gran velocidad.
Los ojos azules de Paula brillaron con el deseo de la venganza. Era probable que esos tipos regresaran dentro de unas semanas, pues habían tenido éxito en sus, robos.
—¿Podrías reconocer esa camioneta, Luis?
—Por supuesto. Era roja y tenía una abolladura en la puerta trasera —se tornó sombrío—No te preocupes. Trataré de encontrarla.
Paula y su guardabosque no se preocupaban de si la gente de los alrededores mataba algún animal, obligada por la necesidad de comer; lo que detestaban eran las pandillas que venían del sur a matar a los animales sólo por dinero.
—Será mejor que le avise a Alfonso que esté pendiente de ellos —al verla tensarse, Luis añadió—. Hay veces en que aun los enemigos declarados deben cooperar por el bien de todos.
—Haz, lo que consideres que es mejor —se encogió ella de hombros.
Luis le dijo a su hijo que fuera a hacerse cargo de la cierva muerta y bajó la voz al quedarse con Paula.
—Hay algo más que quiero decirte acerca de Alfonso. Iba a esperar a que estuvieras de mejor humor, pero creo que eso nunca sucederá.
—¿Qué pasa? —suspiró, exasperada.
—Tiene un topógrafo en Para Mhor. Están tomando medidas.
Al oír ese nombre, la chica sintió un vuelco en el corazón. El recuerdo de esa tarde de locura la invadió. Para Mhor… la tormenta… el miedo… y luego la calidez… la pasión intensa y, por fin, el éxtasis y después, la fría y despiadada traición.
Se dió cuenta de que Luis la observaba, intrigado, y Paula intentó relajarse. Para Mhor era una isla que estaba a media hora de Kinvaig, en bote. Medía un kilómetro y medio de largo y un kilómetro de ancho. Estaba desierta y allí sólo crecía el pasto, de modo que era adecuada para que los animales pastaran.
En lo único en que los Chaves y los Alfonso estuvieron de acuerdo, fue en que no tenía caso pelear por una propiedad sin importancia. Habían llegado a un acuerdo de que la isla se usaría durante el verano para que los borregos pastaran. Después de la trasquila, cada clan llevaba a cincuenta animales a la isla y los recogía a finales de septiembre.
—¿Para qué necesita de los servicios de un topógrafo? —se tomó suspicaz.
—Bueno, sólo es un rumor, pero en Kinvaig la gente dice que Para Mhor se convertirá en un sitio vacacional para turistas ricos. Habrá un hotel, una marina, cabañas…
—No puede hacer eso —jadeó, escandalizada—, Para Mhor no es de su propiedad. Es un pastizal común.
—¿Ah, sí? Pues creo que desde hace cuarenta años se les ha olvidado llevar a las ovejas a pastar en Para Mhor.
—Ese no es el punto —se enojó—. Pedro debió consultarme primero.
Su expresión de rabia alarmó a Luis.
—Mirta, será mejor que le sirvas un trago para que se calme.
—No quiero whisky. Quiero matar a Alfonso —apretó los dientes—. ¿Quién demonios se siente? Jamás se habría atrevido a hacer algo semejante si mi padre estuviera vivo. Supongo que piensa que puede pisotearme.
—Lo dudo —murmuró el guardabosque El año pasado, cuando se presentó en el funeral de Miguel, recuerdo que lo amenazaste con volarle los órganos reproductivos con un rifle, si él volvía a poner un pie en tu propiedad. No actuaste con la típica hospitalidad escocesa.
—Sí, y lo hiciste frente al reverendo MacLeod —rió Mirta—. El pobre hombre nunca ha sido el mismo desde entonces.
—El funeral de Miguel habría sido un momento adecuado para olvidar la maldita disputa que existe entre las familias —declaró el guardabosque con aspereza—. Te quejas de que él no te consultó respecto de Para Mhor. ¿Cómo iba a hacerlo, cuando ni siquiera contestas sus llamadas telefónicas? Si fueras sensata, irías a verlo ahora mismo, para averiguar qué es lo que trama. Al menos, así terminaría esta incertidumbre.
La joven se mordió el labio y se pasó los dedos por el corto cabello pelirrojo. Luis no sabía que el odio que ella albergaba por Alfonso, no era tan sólo el resultado de esa disputa familiar. Nunca prestó mucha atención a todas las historias que su padre le contaba acerca de las tradiciones de los Alfonso… hasta que ella misma descubrió la verdad.
Sólo ella y Pedro Alfonso sabían lo que sucedió ese fatídico día, y él no iba a revelárselo a nadie. Siempre le asombró el hecho de que Pedro hubiera regresado a Kinvaig. Durante muchos años, dejó que un grupo de administradores y contadores se hicieran cargo de todo; pero el día en que Miguel fue enterrado, Pedro se apareció, ofreciendo su simpatía y apoyo a Paula.
Esta sintió asco al ver su hipocresía. ¿Acaso Pedro pensaba que ella había olvidado o perdonado el sufrimiento que le provocó? No. El debió suponer que ella seguía siendo la ingenua chica virgen de antes. Bueno, pues ya no era ingenua ni tonta. Y tampoco era virgen. El se encargó de eso.
Mirta colocó una colcha junto al horno. El cervato pasaría unos días en la cocina, hasta que recuperara la energía, y luego sería sacado al patio.
—Joaquín fue quien los vio primero. Regresábamos del brazo de mar, cuando vimos una camioneta roja estacionada junto a la antigua zona de casa. Miré por los binoculares y vi que cinco tipos cargaban animales muertos en la camioneta.
—Por lo menos se llevaron tres —intervino Joaquín.
—Sí. Nos dirigimos hacia allá lo más pronto que pudimos, pero nos oyeron y se marcharon. Esa colina es tan pronunciada que no puedes subirla a gran velocidad.
Los ojos azules de Paula brillaron con el deseo de la venganza. Era probable que esos tipos regresaran dentro de unas semanas, pues habían tenido éxito en sus, robos.
—¿Podrías reconocer esa camioneta, Luis?
—Por supuesto. Era roja y tenía una abolladura en la puerta trasera —se tornó sombrío—No te preocupes. Trataré de encontrarla.
Paula y su guardabosque no se preocupaban de si la gente de los alrededores mataba algún animal, obligada por la necesidad de comer; lo que detestaban eran las pandillas que venían del sur a matar a los animales sólo por dinero.
—Será mejor que le avise a Alfonso que esté pendiente de ellos —al verla tensarse, Luis añadió—. Hay veces en que aun los enemigos declarados deben cooperar por el bien de todos.
—Haz, lo que consideres que es mejor —se encogió ella de hombros.
Luis le dijo a su hijo que fuera a hacerse cargo de la cierva muerta y bajó la voz al quedarse con Paula.
—Hay algo más que quiero decirte acerca de Alfonso. Iba a esperar a que estuvieras de mejor humor, pero creo que eso nunca sucederá.
—¿Qué pasa? —suspiró, exasperada.
—Tiene un topógrafo en Para Mhor. Están tomando medidas.
Al oír ese nombre, la chica sintió un vuelco en el corazón. El recuerdo de esa tarde de locura la invadió. Para Mhor… la tormenta… el miedo… y luego la calidez… la pasión intensa y, por fin, el éxtasis y después, la fría y despiadada traición.
Se dió cuenta de que Luis la observaba, intrigado, y Paula intentó relajarse. Para Mhor era una isla que estaba a media hora de Kinvaig, en bote. Medía un kilómetro y medio de largo y un kilómetro de ancho. Estaba desierta y allí sólo crecía el pasto, de modo que era adecuada para que los animales pastaran.
En lo único en que los Chaves y los Alfonso estuvieron de acuerdo, fue en que no tenía caso pelear por una propiedad sin importancia. Habían llegado a un acuerdo de que la isla se usaría durante el verano para que los borregos pastaran. Después de la trasquila, cada clan llevaba a cincuenta animales a la isla y los recogía a finales de septiembre.
—¿Para qué necesita de los servicios de un topógrafo? —se tomó suspicaz.
—Bueno, sólo es un rumor, pero en Kinvaig la gente dice que Para Mhor se convertirá en un sitio vacacional para turistas ricos. Habrá un hotel, una marina, cabañas…
—No puede hacer eso —jadeó, escandalizada—, Para Mhor no es de su propiedad. Es un pastizal común.
—¿Ah, sí? Pues creo que desde hace cuarenta años se les ha olvidado llevar a las ovejas a pastar en Para Mhor.
—Ese no es el punto —se enojó—. Pedro debió consultarme primero.
Su expresión de rabia alarmó a Luis.
—Mirta, será mejor que le sirvas un trago para que se calme.
—No quiero whisky. Quiero matar a Alfonso —apretó los dientes—. ¿Quién demonios se siente? Jamás se habría atrevido a hacer algo semejante si mi padre estuviera vivo. Supongo que piensa que puede pisotearme.
—Lo dudo —murmuró el guardabosque El año pasado, cuando se presentó en el funeral de Miguel, recuerdo que lo amenazaste con volarle los órganos reproductivos con un rifle, si él volvía a poner un pie en tu propiedad. No actuaste con la típica hospitalidad escocesa.
—Sí, y lo hiciste frente al reverendo MacLeod —rió Mirta—. El pobre hombre nunca ha sido el mismo desde entonces.
—El funeral de Miguel habría sido un momento adecuado para olvidar la maldita disputa que existe entre las familias —declaró el guardabosque con aspereza—. Te quejas de que él no te consultó respecto de Para Mhor. ¿Cómo iba a hacerlo, cuando ni siquiera contestas sus llamadas telefónicas? Si fueras sensata, irías a verlo ahora mismo, para averiguar qué es lo que trama. Al menos, así terminaría esta incertidumbre.
La joven se mordió el labio y se pasó los dedos por el corto cabello pelirrojo. Luis no sabía que el odio que ella albergaba por Alfonso, no era tan sólo el resultado de esa disputa familiar. Nunca prestó mucha atención a todas las historias que su padre le contaba acerca de las tradiciones de los Alfonso… hasta que ella misma descubrió la verdad.
Sólo ella y Pedro Alfonso sabían lo que sucedió ese fatídico día, y él no iba a revelárselo a nadie. Siempre le asombró el hecho de que Pedro hubiera regresado a Kinvaig. Durante muchos años, dejó que un grupo de administradores y contadores se hicieran cargo de todo; pero el día en que Miguel fue enterrado, Pedro se apareció, ofreciendo su simpatía y apoyo a Paula.
Esta sintió asco al ver su hipocresía. ¿Acaso Pedro pensaba que ella había olvidado o perdonado el sufrimiento que le provocó? No. El debió suponer que ella seguía siendo la ingenua chica virgen de antes. Bueno, pues ya no era ingenua ni tonta. Y tampoco era virgen. El se encargó de eso.
Mirta colocó una colcha junto al horno. El cervato pasaría unos días en la cocina, hasta que recuperara la energía, y luego sería sacado al patio.
La Traición: Capítulo 1
Paula miró las cifras con molestia. Una cosa era segura. Si había otro, año igual de malo que los últimos dos, la propiedad se iría a la ruina. Suspiró y se sirvió otra taza de café.
Afuera, una fuerte lluvia azotaba las ventanas de la sólida casa de granito. Las luces de la amplia cocina se apagaron. Instantes después, los generadores de emergencia se encendieron, al igual que los focos. La joven reparó en que tenía que revisar el nivel del tanque de gasolina. No dudaba que Mirta, su ama de llaves, tuviera una buena reserva de velas y fósforos, mas no quería usarlos.
Afuera, oscurecía con rapidez. Paula consultó el reloj. Ya era hora de que Luis estuviera de regreso. Él y su hijo habían ido a asegurarse de que no hubiera obstáculos en el tramo de Loch Bhuied. Con todo lo que había llovido en fechas recientes, era posible que el brazo de mar se desbordara y que convirtiera muchos acres del terreno en un pantano inservible.
Terminó su café y volvió a revisar las cuentas. Debía haber una forma de recortar los gastos para soportar esos difíciles tiempos de recesión, hasta que los ricos turistas alemanes y japoneses, volvieran a visitar la propiedad en sus visitas guiadas.
Claro, existía una solución más simple: la última oferta que le hizo el abogado de Alfonso, basándose en un examen objetivo de la situación financiera actual y futura. ¿De dónde sacaban esa información?, se preguntó la chica por enésima vez. Si se tratara de otra persona, quizá tomaría ese ofrecimiento en consideración; pero, tratándose de ese tipo, Paula prefería someterse a cualquier clase de sacrificio, en vez de aceptar.
Pedro Alfonso provenía de una familia de bandoleros y ladrones. Se comportó en forma muy arrogante con el difunto padre de la joven. De estar vivo, Miguel lo habría estrangulado.
Sin embargo, con la cantidad de dinero que ese individuo le ofrecía, Paula podría comprarse un apartamento de lujo en la zona oeste de Edimburgo y vivir sin preocupaciones durante el resto de su vida. Por desgracia, Pedro podía mostrarse generoso. Las plagas, la hambruna y las recesiones jamás habían afectado al clan Alfonso.
Además del hotel y la mitad de las casas y tiendas de Kinvaig, Pedro poseía la mayor parte de los barcos pesqueros del puerto, la destilería de Glen Hanish y una granja de piscicultura. Incluso exigió una compensación al gobierno, por no poder plantar árboles en una zona que era clasificada como de “interés científico”. Sólo un Alfonso se habría dado cuenta de una estúpida legislación como esa, para tomar ventaja.
Sin embargo, ninguno de ellos pudo apoderarse de la propiedad de los Chaves, que se encontraba en el lindero norte de su terreno. Siglos atrás, se entablaron fieras batallas por poseerla. Ahora, el último descendiente de este clan, intentaba realizar con la pluma de un contador, lo que sus ancestros no pudieron conseguir con los mosquetes y los sables.
Paula tenía una razón más amarga, aparte del recuerdo de las rencillas familiares, para odiar a Pedro Alfonso.
Cinco largos años, no eran suficientes para borrar la forma en que él la trató; y las cicatrices provocadas, jamás sanarían.
De pronto, los faros distantes de la camioneta iluminaron, las ventanas y Paula llamó a Mirta.
—Ya puedes poner la mesa, Luis ya está de regreso.
—Lo habría hecho hace media hora —rezongó la señora—. No sé por qué no puedes revisar tus cuentas en la biblioteca, como lo hacía tu padre, en vez de estorbarme todo el tiempo.
—Hay más luz y calor en la Cocina —señaló la chica—. Además, sabes tan bien como yo, que papá nunca entraba a la cocina porque decía que era un sitio sólo para las mujeres.
—Te he dicha infinidad de veces que las cocinas son para cocinar. En mi opinión, te estás volviendo tan terca como tu padre.
Paula intentó ocultar su sonrisa. Sólo en las Tierras Altas de Escocia se encontraban personas como Mirta. Eran empleados fieles, pero nunca dejaban de dar su opinión.
La puerta de la cocina se abrió y Luis acompañado de su hijo adolescente, entró. El guardabosque cargaba a un cervato y lo colocó con cuidado en el piso.
—Pobrecito —Paula se inclinó para acariciarlo ¿Te perdiste? —miró al hombre ¿En dónde lo encontraste?
—Primero vamos a comer y luego te lo diré. Es una historia muy larga —se quitó su impermeable y se sirvió una cantidad generosa de whisky. Parecía estar muy molesto y Paula decidió no presionarlo.
El aroma del asado impregnó la cocina y mientras los demás comían con apetito, la joven le dio un poco de leche al cervato, utilizando una botella para bebé.
Era raro que un ciervo tan pequeño se separara de su madre, pero a veces sucedía. El problema era que se volvían muy dependientes de los humanos, y cuando eran regresados a las colinas, tenían pocas probabilidades de sobrevivir solos.
Cuando terminó de comer, Luis sacó algo de su bolsillo y lo depositó en la mesa.
—Una flecha —gimió Paula, pálida.
—Sí —gruñó el guardabosque—. Malditos cazadores. La madre de este pequeño está muerta. La metí en la camioneta para traerla hasta aquí.
Paula cerró los ojos, invadida por la rabia. ¡Ya eran demasiados problemas!
Afuera, una fuerte lluvia azotaba las ventanas de la sólida casa de granito. Las luces de la amplia cocina se apagaron. Instantes después, los generadores de emergencia se encendieron, al igual que los focos. La joven reparó en que tenía que revisar el nivel del tanque de gasolina. No dudaba que Mirta, su ama de llaves, tuviera una buena reserva de velas y fósforos, mas no quería usarlos.
Afuera, oscurecía con rapidez. Paula consultó el reloj. Ya era hora de que Luis estuviera de regreso. Él y su hijo habían ido a asegurarse de que no hubiera obstáculos en el tramo de Loch Bhuied. Con todo lo que había llovido en fechas recientes, era posible que el brazo de mar se desbordara y que convirtiera muchos acres del terreno en un pantano inservible.
Terminó su café y volvió a revisar las cuentas. Debía haber una forma de recortar los gastos para soportar esos difíciles tiempos de recesión, hasta que los ricos turistas alemanes y japoneses, volvieran a visitar la propiedad en sus visitas guiadas.
Claro, existía una solución más simple: la última oferta que le hizo el abogado de Alfonso, basándose en un examen objetivo de la situación financiera actual y futura. ¿De dónde sacaban esa información?, se preguntó la chica por enésima vez. Si se tratara de otra persona, quizá tomaría ese ofrecimiento en consideración; pero, tratándose de ese tipo, Paula prefería someterse a cualquier clase de sacrificio, en vez de aceptar.
Pedro Alfonso provenía de una familia de bandoleros y ladrones. Se comportó en forma muy arrogante con el difunto padre de la joven. De estar vivo, Miguel lo habría estrangulado.
Sin embargo, con la cantidad de dinero que ese individuo le ofrecía, Paula podría comprarse un apartamento de lujo en la zona oeste de Edimburgo y vivir sin preocupaciones durante el resto de su vida. Por desgracia, Pedro podía mostrarse generoso. Las plagas, la hambruna y las recesiones jamás habían afectado al clan Alfonso.
Además del hotel y la mitad de las casas y tiendas de Kinvaig, Pedro poseía la mayor parte de los barcos pesqueros del puerto, la destilería de Glen Hanish y una granja de piscicultura. Incluso exigió una compensación al gobierno, por no poder plantar árboles en una zona que era clasificada como de “interés científico”. Sólo un Alfonso se habría dado cuenta de una estúpida legislación como esa, para tomar ventaja.
Sin embargo, ninguno de ellos pudo apoderarse de la propiedad de los Chaves, que se encontraba en el lindero norte de su terreno. Siglos atrás, se entablaron fieras batallas por poseerla. Ahora, el último descendiente de este clan, intentaba realizar con la pluma de un contador, lo que sus ancestros no pudieron conseguir con los mosquetes y los sables.
Paula tenía una razón más amarga, aparte del recuerdo de las rencillas familiares, para odiar a Pedro Alfonso.
Cinco largos años, no eran suficientes para borrar la forma en que él la trató; y las cicatrices provocadas, jamás sanarían.
De pronto, los faros distantes de la camioneta iluminaron, las ventanas y Paula llamó a Mirta.
—Ya puedes poner la mesa, Luis ya está de regreso.
—Lo habría hecho hace media hora —rezongó la señora—. No sé por qué no puedes revisar tus cuentas en la biblioteca, como lo hacía tu padre, en vez de estorbarme todo el tiempo.
—Hay más luz y calor en la Cocina —señaló la chica—. Además, sabes tan bien como yo, que papá nunca entraba a la cocina porque decía que era un sitio sólo para las mujeres.
—Te he dicha infinidad de veces que las cocinas son para cocinar. En mi opinión, te estás volviendo tan terca como tu padre.
Paula intentó ocultar su sonrisa. Sólo en las Tierras Altas de Escocia se encontraban personas como Mirta. Eran empleados fieles, pero nunca dejaban de dar su opinión.
La puerta de la cocina se abrió y Luis acompañado de su hijo adolescente, entró. El guardabosque cargaba a un cervato y lo colocó con cuidado en el piso.
—Pobrecito —Paula se inclinó para acariciarlo ¿Te perdiste? —miró al hombre ¿En dónde lo encontraste?
—Primero vamos a comer y luego te lo diré. Es una historia muy larga —se quitó su impermeable y se sirvió una cantidad generosa de whisky. Parecía estar muy molesto y Paula decidió no presionarlo.
El aroma del asado impregnó la cocina y mientras los demás comían con apetito, la joven le dio un poco de leche al cervato, utilizando una botella para bebé.
Era raro que un ciervo tan pequeño se separara de su madre, pero a veces sucedía. El problema era que se volvían muy dependientes de los humanos, y cuando eran regresados a las colinas, tenían pocas probabilidades de sobrevivir solos.
Cuando terminó de comer, Luis sacó algo de su bolsillo y lo depositó en la mesa.
—Una flecha —gimió Paula, pálida.
—Sí —gruñó el guardabosque—. Malditos cazadores. La madre de este pequeño está muerta. La metí en la camioneta para traerla hasta aquí.
Paula cerró los ojos, invadida por la rabia. ¡Ya eran demasiados problemas!
La Traición: Sinopsis
Los Alfonso y los Chaves habían sido enemigos durante siglos, y aún seguían siéndolo… Paula Chaves lo sabía mejor que nadie, a pesar de que hubo un tiempo en que creyó que el amor que existía entre Pedro Alfonso y ella podría terminar con la enemistad entre las dos familias…
Pero de eso hacía ya cinco años; entonces ella era joven e inocente, y cometió el error de confiar en él.
martes, 24 de noviembre de 2015
Mi Bella Tramposa: Capítulo 42
—Así empezó todo —admitió con sinceridad—. Pensé que te odiaba, pero después, en la cabaña, todo cambió. Cuando me hiciste el amor, me dí cuenta de mis sentimientos. No te odiaba, te amaba. Te amo, Pedro —su voz reflejó la convicción profunda que sentía—. Te amo con todo el corazón. Esta última semana apenas he vivido sin verte: te amo, te deseo y te necesito… y ahora especialmente.
Pedro frunció el ceño.
—¿Ahora? —repitió sin entender.
Paula asintió con los ojos brillantes.
—Necesito que seas el padre de nuestro hijo.
Sus palabras fueron recibidas en un silencio total. La cara de Pedro era la imagen de la sorpresa y un estremecimiento de duda la recorrió.
—¿Tú… vas a tener un hijo? —inquirió lentamente.
—Sí… el próximo mayo. Oh, Pedro, ¿te molesta?
—¿Molestarme? ¡Estoy feliz! ¡Dios, Paula! ¡Si supieras cuánto envidiaba a Luciana y a Santiago! Oh, mi amor, ¿estás segura?
—Completamente. Lo confirmé esta mañana, yo…
El resto de la explicación se le olvidó porque él la abrazó con tal fuerza que le quitó el aliento.
—Me has hecho el hombre más dichoso del mundo —suspiró Pedro—. No sabes lo que esto significa para mí.
Paula podía adivinarlo. Le entregaría a su hijo toda la devoción y el amor que requiriera. Debilitada por la repentina felicidad, se relajó en los brazos de pedro, apoyándose en su fuerza. Después, se le ocurrió una idea y se volvió para mirarlo.
—Esos estuches de maquillaje —murmuró, sin saber cómo formular la pregunta.
—Úsalos —le rogó Pedro, con los ojos llenos de sinceridad—. Úsalos o tíralos, como prefieras… ya no me importa. Para mí siempre serás la mujer más hermosa sobre la Tierra, la única mujer, mi esposa.
—Tu esposa —repitió ella, alucinada. Esas palabras poseían un sonido maravilloso. De repente, la expresión de Pedro cambió y una risa traviesa bailó en sus ojos.
—Sólo necesito saber una cosa más, Cenicienta —murmuró, acercándosele tanto que sus labios le rozaron la mejilla—. ¿De verdad te transformas a la medianoche? Detestaría despertar y encontrarme con una calabaza sobre la almohada.
La risa burbujeó en su interior.
—Ya deberías saber la respuesta. ¿No recuerdas las noches en la cabaña?
—No me acuerdo —afirmó Pedro, acercándose a su boca con pequeños besos, mientras sus manos la acariciaban con fuego—. ¿Te importaría recordármelo?
—Con mucho gusto…
Las palabras se perdieron bajo la presión de los labios de Pedro y su último pensamiento coherente fue el final del viejo cuento de hadas que tantas veces había oído de niña… «y la Cenicienta se casó con el príncipe y vivieron felices…», también ellos vivirían felices para siempre.
FIN
Pedro frunció el ceño.
—¿Ahora? —repitió sin entender.
Paula asintió con los ojos brillantes.
—Necesito que seas el padre de nuestro hijo.
Sus palabras fueron recibidas en un silencio total. La cara de Pedro era la imagen de la sorpresa y un estremecimiento de duda la recorrió.
—¿Tú… vas a tener un hijo? —inquirió lentamente.
—Sí… el próximo mayo. Oh, Pedro, ¿te molesta?
—¿Molestarme? ¡Estoy feliz! ¡Dios, Paula! ¡Si supieras cuánto envidiaba a Luciana y a Santiago! Oh, mi amor, ¿estás segura?
—Completamente. Lo confirmé esta mañana, yo…
El resto de la explicación se le olvidó porque él la abrazó con tal fuerza que le quitó el aliento.
—Me has hecho el hombre más dichoso del mundo —suspiró Pedro—. No sabes lo que esto significa para mí.
Paula podía adivinarlo. Le entregaría a su hijo toda la devoción y el amor que requiriera. Debilitada por la repentina felicidad, se relajó en los brazos de pedro, apoyándose en su fuerza. Después, se le ocurrió una idea y se volvió para mirarlo.
—Esos estuches de maquillaje —murmuró, sin saber cómo formular la pregunta.
—Úsalos —le rogó Pedro, con los ojos llenos de sinceridad—. Úsalos o tíralos, como prefieras… ya no me importa. Para mí siempre serás la mujer más hermosa sobre la Tierra, la única mujer, mi esposa.
—Tu esposa —repitió ella, alucinada. Esas palabras poseían un sonido maravilloso. De repente, la expresión de Pedro cambió y una risa traviesa bailó en sus ojos.
—Sólo necesito saber una cosa más, Cenicienta —murmuró, acercándosele tanto que sus labios le rozaron la mejilla—. ¿De verdad te transformas a la medianoche? Detestaría despertar y encontrarme con una calabaza sobre la almohada.
La risa burbujeó en su interior.
—Ya deberías saber la respuesta. ¿No recuerdas las noches en la cabaña?
—No me acuerdo —afirmó Pedro, acercándose a su boca con pequeños besos, mientras sus manos la acariciaban con fuego—. ¿Te importaría recordármelo?
—Con mucho gusto…
Las palabras se perdieron bajo la presión de los labios de Pedro y su último pensamiento coherente fue el final del viejo cuento de hadas que tantas veces había oído de niña… «y la Cenicienta se casó con el príncipe y vivieron felices…», también ellos vivirían felices para siempre.
FIN
Mi Bella Tramposa: Capítulo 41
—Desde luego —no había el menor titubeo en su voz—. Pero nada hay que perdonar, ya te lo dije. Desde luego, me alegro de que hayas confiado en mí. Ahora entiendo por qué te comportaste como lo hiciste y por qué quemaste mis cosméticos.
—Eso es algo distinto —afirmó y, como si de repente recordara algo, se volvió hacia la mesa y recogió el paquete que había colocado allí—. Esto es para tí —se lo entregó—. Para que sepas que te pido perdón por ese acto.
El corazón de Paula se agitó ante esas palabras. ¿Sería tan tonta para albergar una pequeña esperanza?
—Pedro—musitó, titubeante, ignorando el regalo—, ¿por qué eso es distinto?
Él negó con la cabeza.
—Primero, ábrelo —le pidió—. Después te lo diré, si todavía quieres oírme.
Las manos de Paula temblaban al romper la envoltura dorada. Lo que vio le arrancó una exclamación de asombro, mientras se llevaba una mano a la cara. Uno por uno sacó los frascos, las botellitas y los estuches y los fue colocando sobre la mesa. Allí estaban todos los artículos de maquillaje que él había quemado. Para un hombre con motivos poderosos para odiar esas preocupaciones femeninas, eran el signo de una gran generosidad. Durante un momento se quedó callada, aunque sabía que Pedro la observaba, esperando que comentara algo.
—Paula… —susurró por fin y el temblor de su voz hizo que la joven alzara los ojos. Vió la vulnerabilidad reflejada en la cara de Pedro.
—¡Oh, no necesito esto! —musitó con suavidad—. Ya no los uso. Tenías razón, estaba obsesionada con mi apariencia, casi tanto como tu madre. Lo que hiciste me afectó tanto que me enfrenté a la realidad, igual que las palabras que le dijiste a Gonzalo hace mucho tiempo. ¿Recuerdas que me llamabas Cenicienta? Yo era realmente así. No podía entender que la ropa y el maquillaje eran un adorno, no la parte esencial de mi ser. Tú me ayudaste a comprenderlo. Ahora ya no uso esto —indicó con la mano el montón de cosméticos—, porque dejaré de ser modelo. Yo… —se interrumpió de pronto, asustada de lo que iba a revelar. Pedro le había pedido perdón con sinceridad, pero no le había dicho una palabra de amor. No podía confesarle que esperaba un hijo suyo.
—¿Dejarás de trabajar? ¿Por qué?
Mientras buscaba una respuesta convincente, recordó las palabras de Pedro. ¿Significarían lo que ella esperaba? Tendría que arriesgarse y averiguarlo.
—¿Me podrías explicar esto primero? —inquirió con voz trémula, con los ojos muy abiertos. Ante su asentimiento, continuó con más confianza—. Dijiste que cuando quemaste mis cosméticos era algo diferente… —la importancia de lo que él pudiera responderle la abrumó y no pudo seguir.
—Lo era —aseguró Pedro y una repentina sensualidad en su voz y una nueva suavidad en sus pupilas le confirieron la seguridad que ella necesitaba.
—¿Por qué?
Le sonrió y su cara se iluminó.
—Cuando hablaba con Gonzalo, reaccioné de forma negativa al ver que una chica muy bonita en potencia estropeaba su belleza con un maquillaje exagerado. Cuando quemé tus cosméticos, mi reacción fue más honda. Destruía algo que, una vez más, me separaba de la mujer a la que amaba.
Hasta ese instante, Paula no se dió cuenta de que había contenido el aliento mientras él hablaba. De repente suspiró, feliz, con los ojos brillantes como esmeraldas.
—¿Me amas, Pedro? —preguntó en un murmullo y al ver que los ojos grises se oscurecían, su corazón se exaltó de dicha.
—¡Maldición! ¡Estoy loco por tí! No podía alejarme de tí, desde un principio, a pesar de que, por lo menos en la superficie, eras la clase de mujer que yo detestaba. El día que hicimos esa excursión al campo y te traje de regreso a tu departamento, te ví como yo adivinaba que eras en realidad, sin esas capas de maquillaje, tan fresca, natural y hermosa, que me quedé sin aliento. Perdí mi corazón en ese momento, pero… —una sonrisa lo hizo parecer joven y vulnerable. Paula ansió abrazarlo y borrar con besos todas sus dudas—. Temía confesártelo.
Eso podía entenderlo con facilidad. Después de años en que su madre rechazaba sus muestras de ternura, no deseaba bajar la guardia y arriesgarse a que lo hirieran otra vez.
—Paula… —murmuró Pedro con voz ronca—, necesito saber lo que tú sientes por mí.
—Oh, Pedro. ¿Qué es lo que la Cenicienta sentía por el Príncipe Azul?
—¡Qué Príncipe Azul tan odioso! —exclamó, burlándose de sí mismo—. Te insulté, te mantuve prisionera, quemé tu… —se calló cuando ella le puso una mano sobre los labios para silenciarlo.
—Te repito que no necesito esos cosméticos. No tenías que regalármelos.
—¿No? —los dos se miraron con una clara confianza—. Entonces, tal vez aceptes esto.
Sacó de su bolsillo un estuche. Al verlo, Paula empezó a temblar como una hoja. No tenía duda de lo que contenía y comprendió que había llegado el momento de decirle la verdad.
—
Traía esto conmigo el otro día —continuó Pedro—. Planeaba pedirte que nos casáramos, pero cuando ví la fotografía y me dí cuenta de que yo tenía la culpa de que te hubieras convertido en la clase de mujer que mi madre era, me sentí culpable como un condenado al infierno, en especial cuando dijiste que lo único que querías era vengarte.
Su voz se endureció al pronunciar las últimas palabras y una vez más la incertidumbre pareció dominarlo.
—Eso es algo distinto —afirmó y, como si de repente recordara algo, se volvió hacia la mesa y recogió el paquete que había colocado allí—. Esto es para tí —se lo entregó—. Para que sepas que te pido perdón por ese acto.
El corazón de Paula se agitó ante esas palabras. ¿Sería tan tonta para albergar una pequeña esperanza?
—Pedro—musitó, titubeante, ignorando el regalo—, ¿por qué eso es distinto?
Él negó con la cabeza.
—Primero, ábrelo —le pidió—. Después te lo diré, si todavía quieres oírme.
Las manos de Paula temblaban al romper la envoltura dorada. Lo que vio le arrancó una exclamación de asombro, mientras se llevaba una mano a la cara. Uno por uno sacó los frascos, las botellitas y los estuches y los fue colocando sobre la mesa. Allí estaban todos los artículos de maquillaje que él había quemado. Para un hombre con motivos poderosos para odiar esas preocupaciones femeninas, eran el signo de una gran generosidad. Durante un momento se quedó callada, aunque sabía que Pedro la observaba, esperando que comentara algo.
—Paula… —susurró por fin y el temblor de su voz hizo que la joven alzara los ojos. Vió la vulnerabilidad reflejada en la cara de Pedro.
—¡Oh, no necesito esto! —musitó con suavidad—. Ya no los uso. Tenías razón, estaba obsesionada con mi apariencia, casi tanto como tu madre. Lo que hiciste me afectó tanto que me enfrenté a la realidad, igual que las palabras que le dijiste a Gonzalo hace mucho tiempo. ¿Recuerdas que me llamabas Cenicienta? Yo era realmente así. No podía entender que la ropa y el maquillaje eran un adorno, no la parte esencial de mi ser. Tú me ayudaste a comprenderlo. Ahora ya no uso esto —indicó con la mano el montón de cosméticos—, porque dejaré de ser modelo. Yo… —se interrumpió de pronto, asustada de lo que iba a revelar. Pedro le había pedido perdón con sinceridad, pero no le había dicho una palabra de amor. No podía confesarle que esperaba un hijo suyo.
—¿Dejarás de trabajar? ¿Por qué?
Mientras buscaba una respuesta convincente, recordó las palabras de Pedro. ¿Significarían lo que ella esperaba? Tendría que arriesgarse y averiguarlo.
—¿Me podrías explicar esto primero? —inquirió con voz trémula, con los ojos muy abiertos. Ante su asentimiento, continuó con más confianza—. Dijiste que cuando quemaste mis cosméticos era algo diferente… —la importancia de lo que él pudiera responderle la abrumó y no pudo seguir.
—Lo era —aseguró Pedro y una repentina sensualidad en su voz y una nueva suavidad en sus pupilas le confirieron la seguridad que ella necesitaba.
—¿Por qué?
Le sonrió y su cara se iluminó.
—Cuando hablaba con Gonzalo, reaccioné de forma negativa al ver que una chica muy bonita en potencia estropeaba su belleza con un maquillaje exagerado. Cuando quemé tus cosméticos, mi reacción fue más honda. Destruía algo que, una vez más, me separaba de la mujer a la que amaba.
Hasta ese instante, Paula no se dió cuenta de que había contenido el aliento mientras él hablaba. De repente suspiró, feliz, con los ojos brillantes como esmeraldas.
—¿Me amas, Pedro? —preguntó en un murmullo y al ver que los ojos grises se oscurecían, su corazón se exaltó de dicha.
—¡Maldición! ¡Estoy loco por tí! No podía alejarme de tí, desde un principio, a pesar de que, por lo menos en la superficie, eras la clase de mujer que yo detestaba. El día que hicimos esa excursión al campo y te traje de regreso a tu departamento, te ví como yo adivinaba que eras en realidad, sin esas capas de maquillaje, tan fresca, natural y hermosa, que me quedé sin aliento. Perdí mi corazón en ese momento, pero… —una sonrisa lo hizo parecer joven y vulnerable. Paula ansió abrazarlo y borrar con besos todas sus dudas—. Temía confesártelo.
Eso podía entenderlo con facilidad. Después de años en que su madre rechazaba sus muestras de ternura, no deseaba bajar la guardia y arriesgarse a que lo hirieran otra vez.
—Paula… —murmuró Pedro con voz ronca—, necesito saber lo que tú sientes por mí.
—Oh, Pedro. ¿Qué es lo que la Cenicienta sentía por el Príncipe Azul?
—¡Qué Príncipe Azul tan odioso! —exclamó, burlándose de sí mismo—. Te insulté, te mantuve prisionera, quemé tu… —se calló cuando ella le puso una mano sobre los labios para silenciarlo.
—Te repito que no necesito esos cosméticos. No tenías que regalármelos.
—¿No? —los dos se miraron con una clara confianza—. Entonces, tal vez aceptes esto.
Sacó de su bolsillo un estuche. Al verlo, Paula empezó a temblar como una hoja. No tenía duda de lo que contenía y comprendió que había llegado el momento de decirle la verdad.
—
Traía esto conmigo el otro día —continuó Pedro—. Planeaba pedirte que nos casáramos, pero cuando ví la fotografía y me dí cuenta de que yo tenía la culpa de que te hubieras convertido en la clase de mujer que mi madre era, me sentí culpable como un condenado al infierno, en especial cuando dijiste que lo único que querías era vengarte.
Su voz se endureció al pronunciar las últimas palabras y una vez más la incertidumbre pareció dominarlo.
Mi Bella Tramposa: Capítulo 40
—A disculparme —repitió él con más firmeza y un rayo de esperanza iluminó la mente de Paula.
—¿Por… qué?
—Por lo que le dije a Gonzalo acerca de tí.
La llamita de esperanza tembló como una vela al viento y murió, dejando un gran vacío. Había ido a disculparse por el pasado, pero a ella el pasado ya no le importaba. Era el futuro, el porvenir de su hijo, lo que le preocupaba.
—No sabía que me estabas escuchando —continuó Pedro—, y, para ser sincero, no me dí cuenta de cuánto podían herirte mis palabras si las oías. Fuí irresponsable y cruel; por eso te pido perdón.
—No importa —sin saber cómo, consiguió que su voz permaneciera firme—. Sucedió hace mucho tiempo y, en cierto modo, quizá me benefició el comentario. Aprendí algo ese día. Me dí cuenta de que había descuidado mi aspecto y, en realidad, debería agradecértelo. Me obligaste a verme como era en verdad y no me gustó lo que ví. Me pusiste en el camino que después seguí. Es probable que hoy no fuera modelo si no hubieras sacudido mi apatía.
Pedro movió la cabeza lentamente. Cierta tensión escapó de su cuerpo, pero sus ojos seguían opacos.
—Lo hubieras logrado sin mi humillación, Paula. Eres hermosa, una mujer deslumbrante. Quizá te impulsé, pero eso fue todo.
Había olvidado que la consideraba bellísima, pero, gracias a él, se sentía atractiva. También adivinaba que la deseaba, pero no era suficiente, en especial porque esperaba un hijo suyo. El dolor hizo que su voz sonara dura, cuando volvió a hablar.
—Pues si has dicho ya lo que querías…
—¡No! —la interrumpió—. No he terminado. Hay algo que debo confesarte. ¡Escúchame!
Había una nueva nota en la voz de Pedro, titubeante, casi temerosa, y sus ojos encerraban una súplica que Paula no pudo resistir. Asintió con la cabeza.
—Te escucho.
Pedro entrelazó sus dedos, apretándolos hasta que los nudillos se pusieron blancos. Paula se estremeció al comprender que esa señal de inquietud significaba que lo que iba a confiarle era muy importante.
—Todavía no conoces a mi madre —las palabras la desconcertaron, de modo que asintió en silencio. Trató de recordar la fotografía que Luciana le había mostrado; en esa ocasión pensó que el rostro de la señora Alfonso era más bien frío y orgulloso.
—Era casi veinte años más joven que mi padre cuando se casó. Apenas tenía veintiuno cuando yo nací.
Una vez más, Pedro se pasó la mano por el pelo y arrugó la frente. El corazón de Paula se encogió. Comprendió que le resultaba difícil proseguir; debía significar mucho para él.
—Mamá era una mariposa social… aún lo es —sensible a cada cambio en su tono de voz, Paula descubrió un ligerísimo temblor que revelaba el esfuerzo que hacía por mantenerse tranquilo—. Supongo que, a su manera, amaba a mi padre, pero también amaba su dinero. Le fascinaba salir a cenas, bailes, teatros y estaba obsesionada con su apariencia, su pelo, su maquillaje, para ser perfecta.
La miró y ella vió un rayo de emoción en sus ojos.
—En realidad, no deseaba tener hijos, mucho menos un varón. Quizá si su hija hubiera nacido primero se habría comportado de un modo diferente con nosotros, pero nunca supo qué hacer conmigo, después de que dejé de ser un bebé. Yo era demasiado bruto, sucio y ruidoso. Los juegos que deseaba compartir con ella le arrugaban el vestido, o la despeinaban, y la mayoría del tiempo me mandaba con mi niñera, hasta que tuve edad para asistir a un internado. Cada noche la veía durante media hora. En ese momento ya se había cambiado para ir a cenar o cualquier otra cosa y me escuchaba con impaciencia mientras le contaba lo que había hecho durante el día, antes de meterme en la cama.
—Al menos te daba el beso de buenas noches —susurró Paula, deseando consolarlo. Pedro lanzó una carcajada y no la engañó cuando encogió los hombros y respondió con tono indiferente:
—Un beso le hubiera estropeado la pintura de los labios.
—¡Oh, Pedro! —el corazón de la joven vibró de piedad por el niño solitario, carente de la ternura a que toda criatura tiene derecho. Comprendía por fin por qué le molestaba tanto su obsesión por la apariencia y la razón por la que había quemado sus estuches de maquillaje. Él identificaba entre esas cosas y la falta de cariño—. ¿Y Luciana? —no se dió cuenta de que había hablado hasta que él le contestó.
—Luciana trató de ser como mi madre. Se puso a dieta, hasta que enfermó de anorexia, y Santiago tuvo que luchar a brazo partido para que comiera de manera normal. Después reaccionó rebelándose contra todo lo que mi madre significaba y dejó de importarle la ropa y el maquillaje.
Hasta que había intervenido ella, cambiando ese patrón de conducta. ¡Con razón se había enfadado Pedro tanto! Debía temer que su hermana cayera otra vez en su comportamiento obsesivo.
—Por todo esto, siempre odié la manera en que las mujeres se ocupan de su apariencia. Cuando te ví en Yorkshire me asqueó pensar que alguien tan joven y bella… Oh, sí —una sonrisa curvó sus labios, sorprendiendo a Paula—, aun bajo las capas de pintura me daba cuenta de que un día serías una belleza auténtica y detesté que echaras a perder tu hermosura natural tratando de parecer sofisticada. Sin embargo, nunca debí decir lo que dije y cuando ví la fotografía, entendí que te empujé a obsesionarte con tu físico; por eso me sentí culpable, avergonzado, incapaz de enfrentarme a tí. Necesitaba tiempo para pensar, pasé toda la semana reflexionando y… —hizo un gesto de resignación—. De verdad, lo siento —la miró a los ojos—. ¿Puedes perdonarme?
—¿Por… qué?
—Por lo que le dije a Gonzalo acerca de tí.
La llamita de esperanza tembló como una vela al viento y murió, dejando un gran vacío. Había ido a disculparse por el pasado, pero a ella el pasado ya no le importaba. Era el futuro, el porvenir de su hijo, lo que le preocupaba.
—No sabía que me estabas escuchando —continuó Pedro—, y, para ser sincero, no me dí cuenta de cuánto podían herirte mis palabras si las oías. Fuí irresponsable y cruel; por eso te pido perdón.
—No importa —sin saber cómo, consiguió que su voz permaneciera firme—. Sucedió hace mucho tiempo y, en cierto modo, quizá me benefició el comentario. Aprendí algo ese día. Me dí cuenta de que había descuidado mi aspecto y, en realidad, debería agradecértelo. Me obligaste a verme como era en verdad y no me gustó lo que ví. Me pusiste en el camino que después seguí. Es probable que hoy no fuera modelo si no hubieras sacudido mi apatía.
Pedro movió la cabeza lentamente. Cierta tensión escapó de su cuerpo, pero sus ojos seguían opacos.
—Lo hubieras logrado sin mi humillación, Paula. Eres hermosa, una mujer deslumbrante. Quizá te impulsé, pero eso fue todo.
Había olvidado que la consideraba bellísima, pero, gracias a él, se sentía atractiva. También adivinaba que la deseaba, pero no era suficiente, en especial porque esperaba un hijo suyo. El dolor hizo que su voz sonara dura, cuando volvió a hablar.
—Pues si has dicho ya lo que querías…
—¡No! —la interrumpió—. No he terminado. Hay algo que debo confesarte. ¡Escúchame!
Había una nueva nota en la voz de Pedro, titubeante, casi temerosa, y sus ojos encerraban una súplica que Paula no pudo resistir. Asintió con la cabeza.
—Te escucho.
Pedro entrelazó sus dedos, apretándolos hasta que los nudillos se pusieron blancos. Paula se estremeció al comprender que esa señal de inquietud significaba que lo que iba a confiarle era muy importante.
—Todavía no conoces a mi madre —las palabras la desconcertaron, de modo que asintió en silencio. Trató de recordar la fotografía que Luciana le había mostrado; en esa ocasión pensó que el rostro de la señora Alfonso era más bien frío y orgulloso.
—Era casi veinte años más joven que mi padre cuando se casó. Apenas tenía veintiuno cuando yo nací.
Una vez más, Pedro se pasó la mano por el pelo y arrugó la frente. El corazón de Paula se encogió. Comprendió que le resultaba difícil proseguir; debía significar mucho para él.
—Mamá era una mariposa social… aún lo es —sensible a cada cambio en su tono de voz, Paula descubrió un ligerísimo temblor que revelaba el esfuerzo que hacía por mantenerse tranquilo—. Supongo que, a su manera, amaba a mi padre, pero también amaba su dinero. Le fascinaba salir a cenas, bailes, teatros y estaba obsesionada con su apariencia, su pelo, su maquillaje, para ser perfecta.
La miró y ella vió un rayo de emoción en sus ojos.
—En realidad, no deseaba tener hijos, mucho menos un varón. Quizá si su hija hubiera nacido primero se habría comportado de un modo diferente con nosotros, pero nunca supo qué hacer conmigo, después de que dejé de ser un bebé. Yo era demasiado bruto, sucio y ruidoso. Los juegos que deseaba compartir con ella le arrugaban el vestido, o la despeinaban, y la mayoría del tiempo me mandaba con mi niñera, hasta que tuve edad para asistir a un internado. Cada noche la veía durante media hora. En ese momento ya se había cambiado para ir a cenar o cualquier otra cosa y me escuchaba con impaciencia mientras le contaba lo que había hecho durante el día, antes de meterme en la cama.
—Al menos te daba el beso de buenas noches —susurró Paula, deseando consolarlo. Pedro lanzó una carcajada y no la engañó cuando encogió los hombros y respondió con tono indiferente:
—Un beso le hubiera estropeado la pintura de los labios.
—¡Oh, Pedro! —el corazón de la joven vibró de piedad por el niño solitario, carente de la ternura a que toda criatura tiene derecho. Comprendía por fin por qué le molestaba tanto su obsesión por la apariencia y la razón por la que había quemado sus estuches de maquillaje. Él identificaba entre esas cosas y la falta de cariño—. ¿Y Luciana? —no se dió cuenta de que había hablado hasta que él le contestó.
—Luciana trató de ser como mi madre. Se puso a dieta, hasta que enfermó de anorexia, y Santiago tuvo que luchar a brazo partido para que comiera de manera normal. Después reaccionó rebelándose contra todo lo que mi madre significaba y dejó de importarle la ropa y el maquillaje.
Hasta que había intervenido ella, cambiando ese patrón de conducta. ¡Con razón se había enfadado Pedro tanto! Debía temer que su hermana cayera otra vez en su comportamiento obsesivo.
—Por todo esto, siempre odié la manera en que las mujeres se ocupan de su apariencia. Cuando te ví en Yorkshire me asqueó pensar que alguien tan joven y bella… Oh, sí —una sonrisa curvó sus labios, sorprendiendo a Paula—, aun bajo las capas de pintura me daba cuenta de que un día serías una belleza auténtica y detesté que echaras a perder tu hermosura natural tratando de parecer sofisticada. Sin embargo, nunca debí decir lo que dije y cuando ví la fotografía, entendí que te empujé a obsesionarte con tu físico; por eso me sentí culpable, avergonzado, incapaz de enfrentarme a tí. Necesitaba tiempo para pensar, pasé toda la semana reflexionando y… —hizo un gesto de resignación—. De verdad, lo siento —la miró a los ojos—. ¿Puedes perdonarme?
Mi Bella Tramposa: Capítulo 39
—¡Al infierno!
—¡Oh, por favor, no lo hagas! Tengo algo que decirte… —antes de que acabara la frase, Pedro se había ido.
—¿Es definitivo?
Paula asintió en silencio. Esa mañana había recogido los resultados de los análisis y, en efecto, estaba embarazada. Esperaba un hijo de Pedro.
—¿Y qué harás? ¿Vas a tenerlo?
—¡Desde luego! —exclamó, decidida—. Jamás abortaría —acarició su vientre, todavía plano.
—Me preguntaba… no he visto a Pedro por aquí últimamente… —Es cierto —su expresión se ensombreció.
Hacía una semana que Pedro se había ido y no había vuelto a llamarla. Ante esa actitud, sólo podía asumir que se había alejado de ella para siempre.
—Pedro y yo hemos terminado —afirmó con nostalgia.
—¿Y sabe lo del bebé? —negó con la cabeza y Valentina protestó—: ¡Deberías informarlo!
—Es mi hijo.
—Tuyo y de Pedro. Debes decírselo… por lo menos así te dará dinero.
—Puedo mantenerme sola —levantó la barbilla, con orgullo—. He ahorrado durante años. Tengo suficiente.
—Pero Pedro…
—Pero Pedro nada. Se acabó, Valentina… —se ahogó al decirlo—. Ha salido de mi vida y no lo obligaré a regresar sólo porque…
La interrumpió el sonido del timbre, insistente.
—Veré quién es. Parece decidido a que le abran —señaló Valentina.
Cuando su amiga salió de la habitación, Paula buscó un pañuelo en su bolso y se limpió la nariz, luchando por contener las lágrimas que le quemaban los ojos. Desde lejos, oyó el murmullo de una conversación y luego Valentina la llamó.
—Paula, alguien te busca.
Con desgana, se dirigió hacia el vestíbulo y se quedó paralizada al ver la figura alta y fornida de Pedro en el umbral de la puerta. ¡Debió suponerlo! ¡Un sexto sentido debió alertarla! Sólo existía un hombre que oprimiera el timbre como si llamara para dar órdenes.
—Hola, Paula —saludó con voz baja.
—Pedro —su voz apenas se oyó.
—Quiero hablar contigo —los ojos oscuros se clavaron en su cara, sin revelar la menor emoción y ella se obligó a mostrarse indiferente—. ¿Puedes concederme cinco minutos?
No supo qué contestarle. Una multitud de sentimientos conflictivos amenazaba con desgarrar su corazón. Por una parte, gozaba por el simple hecho de verlo, por la otra, su mente le gritaba que no debía quedarse a solas con él, pues se arriesgaba demasiado. Era muy sensible a la vista, la voz y hasta el aroma de ese hombre; y la reciente confirmación de su embarazo la hacía más vulnerable. Por instinto, cruzó los brazos sobre su vientre como si temiera que esos agudos ojos grises descubriera la verdad. Si pasaba un rato con Pedro podría ceder y confesarle todo.
—No creo… —empezó, pero Valentina la interrumpió.
—Por favor, discúlpenme, he dejado un pastel en el horno —mintió e, ignorando el gesto de reproche de su amiga, se dirigió a la cocina y cerró la puerta con firmeza.
Paula la maldijo en silencio. Se volvió hacia Pedro con recelo y por primera vez se fijó en que llevaba un paquete en las manos.
—¿Qué quieres decirme? —preguntó, sintiendo sus labios duros como piedras.
—No podemos hablar aquí. ¿Subimos a tu apartamento? —antes de que pudiera negarse, la había cogido por un brazo y la guiaba hacia las escaleras. No quería, pero la tentación de apoyarse contra él fue enorme y el pánico de ceder a ese impulso hizo que tirara de su brazo para liberarlo. El problema era que deseaba estar con él; lo seguiría hasta el fin del mundo si le decía que la amaba. «Es una esperanza vana», se dijo con los ojos llenos de lágrimas mientras luchaba para meter la llave en la cerradura. Impaciente, Pedro se la quitó y abrió la puerta, retrocediendo para permitir que pasara.
La vista de sus pertenencias le dió a Paula la confianza que necesitaba y, aspirando una bocanada de aire, se volvió hacia él, al mismo tiempo que consultaba el reloj.
—Cinco minutos, dijiste. Ya han pasado dos, así que te quedan tres antes de que te vayas.
—Siéntate, Paula—Pedro colocó el paquete sobre la mesa.
—Prefiero quedarme de pie —por lo menos así podría mirarlo sin alzar los ojos. Su altura era imponente y, si se sentaba, se sentiría inferior.
—Como quieras —se pasó una mano por el pelo. Para su sorpresa, Paula notó que se movía con cierta rigidez, como si estuviera agobiado por una tensión interna.
«Parece inseguro», pensó, y después descartó esa idea. Pedro inseguro… ¡jamás! Su silencio la puso nerviosa.
—Pedro, ¿a qué has venido?
—A disculparme.
—¿Qué? —inquirió con voz desmayada.
—¡Oh, por favor, no lo hagas! Tengo algo que decirte… —antes de que acabara la frase, Pedro se había ido.
—¿Es definitivo?
Paula asintió en silencio. Esa mañana había recogido los resultados de los análisis y, en efecto, estaba embarazada. Esperaba un hijo de Pedro.
—¿Y qué harás? ¿Vas a tenerlo?
—¡Desde luego! —exclamó, decidida—. Jamás abortaría —acarició su vientre, todavía plano.
—Me preguntaba… no he visto a Pedro por aquí últimamente… —Es cierto —su expresión se ensombreció.
Hacía una semana que Pedro se había ido y no había vuelto a llamarla. Ante esa actitud, sólo podía asumir que se había alejado de ella para siempre.
—Pedro y yo hemos terminado —afirmó con nostalgia.
—¿Y sabe lo del bebé? —negó con la cabeza y Valentina protestó—: ¡Deberías informarlo!
—Es mi hijo.
—Tuyo y de Pedro. Debes decírselo… por lo menos así te dará dinero.
—Puedo mantenerme sola —levantó la barbilla, con orgullo—. He ahorrado durante años. Tengo suficiente.
—Pero Pedro…
—Pero Pedro nada. Se acabó, Valentina… —se ahogó al decirlo—. Ha salido de mi vida y no lo obligaré a regresar sólo porque…
La interrumpió el sonido del timbre, insistente.
—Veré quién es. Parece decidido a que le abran —señaló Valentina.
Cuando su amiga salió de la habitación, Paula buscó un pañuelo en su bolso y se limpió la nariz, luchando por contener las lágrimas que le quemaban los ojos. Desde lejos, oyó el murmullo de una conversación y luego Valentina la llamó.
—Paula, alguien te busca.
Con desgana, se dirigió hacia el vestíbulo y se quedó paralizada al ver la figura alta y fornida de Pedro en el umbral de la puerta. ¡Debió suponerlo! ¡Un sexto sentido debió alertarla! Sólo existía un hombre que oprimiera el timbre como si llamara para dar órdenes.
—Hola, Paula —saludó con voz baja.
—Pedro —su voz apenas se oyó.
—Quiero hablar contigo —los ojos oscuros se clavaron en su cara, sin revelar la menor emoción y ella se obligó a mostrarse indiferente—. ¿Puedes concederme cinco minutos?
No supo qué contestarle. Una multitud de sentimientos conflictivos amenazaba con desgarrar su corazón. Por una parte, gozaba por el simple hecho de verlo, por la otra, su mente le gritaba que no debía quedarse a solas con él, pues se arriesgaba demasiado. Era muy sensible a la vista, la voz y hasta el aroma de ese hombre; y la reciente confirmación de su embarazo la hacía más vulnerable. Por instinto, cruzó los brazos sobre su vientre como si temiera que esos agudos ojos grises descubriera la verdad. Si pasaba un rato con Pedro podría ceder y confesarle todo.
—No creo… —empezó, pero Valentina la interrumpió.
—Por favor, discúlpenme, he dejado un pastel en el horno —mintió e, ignorando el gesto de reproche de su amiga, se dirigió a la cocina y cerró la puerta con firmeza.
Paula la maldijo en silencio. Se volvió hacia Pedro con recelo y por primera vez se fijó en que llevaba un paquete en las manos.
—¿Qué quieres decirme? —preguntó, sintiendo sus labios duros como piedras.
—No podemos hablar aquí. ¿Subimos a tu apartamento? —antes de que pudiera negarse, la había cogido por un brazo y la guiaba hacia las escaleras. No quería, pero la tentación de apoyarse contra él fue enorme y el pánico de ceder a ese impulso hizo que tirara de su brazo para liberarlo. El problema era que deseaba estar con él; lo seguiría hasta el fin del mundo si le decía que la amaba. «Es una esperanza vana», se dijo con los ojos llenos de lágrimas mientras luchaba para meter la llave en la cerradura. Impaciente, Pedro se la quitó y abrió la puerta, retrocediendo para permitir que pasara.
La vista de sus pertenencias le dió a Paula la confianza que necesitaba y, aspirando una bocanada de aire, se volvió hacia él, al mismo tiempo que consultaba el reloj.
—Cinco minutos, dijiste. Ya han pasado dos, así que te quedan tres antes de que te vayas.
—Siéntate, Paula—Pedro colocó el paquete sobre la mesa.
—Prefiero quedarme de pie —por lo menos así podría mirarlo sin alzar los ojos. Su altura era imponente y, si se sentaba, se sentiría inferior.
—Como quieras —se pasó una mano por el pelo. Para su sorpresa, Paula notó que se movía con cierta rigidez, como si estuviera agobiado por una tensión interna.
«Parece inseguro», pensó, y después descartó esa idea. Pedro inseguro… ¡jamás! Su silencio la puso nerviosa.
—Pedro, ¿a qué has venido?
—A disculparme.
—¿Qué? —inquirió con voz desmayada.
Mi Bella Tramposa: Capítulo 38
—Creo que necesitas sentarte —Pedro notó que el color había abandonado las mejillas de la joven—. ¿Qué te sucede, Paula? ¿No estás bien?
—No… yo… —sentía la lengua pesada y no se le ocurría nada.
—¿Comiste bien? —inquirió, con cierta dureza.
¿Comer? Aparte de un bocadillo a mediodía, no había tomado nada más. Ni siquiera había pensado en comer mientras esperaba a Pedro. Negó con la cabeza, en silencio.
—Pensé que ya te habías curado de esa tontería —en su voz había impaciencia. Se quitó la chaqueta y la lanzó sobre un sillón—. Te prepararé algo… No, quédate donde estás… —agregó cuando Paula intentó levantarse—. ¿Te gustaría una taza de café primero?
—Me encantaría —se obligó a pronunciar esas palabras, aunque nada le apetecía. Sabía que no podría probar bocado hasta que viera la reacción de Pedro ante la noticia que le daría.
Sin embargo, no lo siguió a la cocina. No sería capaz de hablarle mientras estuviera de mal humor. Quizá más tarde, cuando se hubiera calmado, estaría dispuesto a escucharla.
—Paula, ¿en dónde guardas el café? —gritó él a través de la puerta abierta.
—En la alacena —respondió ella de forma automática—. A la izquierda.
Un momento después se dio cuenta de su error y corrió hacia la cocina. No llegó a tiempo. La puerta de la alacena estaba abierta y Pedro miraba, asombrado y confuso, la fotografía que había allí pegada: era Paula a los diecisiete años.
Se quedó helada en el quicio de la puerta, mientras su corazón latía muy deprisa. El silencio le puso los nervios de punta y estuvo a punto de gritar.
—¿Quién es ella? —preguntó Pedro al fin, con voz ronca.
—Es… —le falló la voz. Tragó saliva y trató de contestar cuando él la interrumpió.
—¿Por qué tienes la foto de Paulina Schulz? —se volvió para mirarle, sombrío.
—Porque… soy yo —logró murmurar. No esperaba que reconociera a la muchacha de la foto con tanta rapidez.
—¡Tú!
Los ojos de Pedro volvieron a fijarse en la fotografía y, siguiendo la dirección de sus pupilas, Paula se sonrojó. El pelo rizado, el maquillaje exagerado y la ropa ridícula le parecieron espantosos.
—¿Tú eres Paulina Schulz? —la incredulidad se reflejaba en su voz—. ¿La hermana de Gonzalo?
—No lo soy en realidad —apenas se la oyó. Parecía como si todas las confusas emociones de su corazón se acumularan en su voz, ahogándola—. El padre de Gonzalo se casó con mi madre cuando yo tenía diez años y con el tiempo, me adoptó legalmente —de repente las frases se atropellaron en su prisa por contarle la verdad—. Paulina era el apodo que Gonzalo me puso, y que toda mi familia empezó a usar. En casa siempre me llamaron Paulina, nunca Paula —su voz disminuyó de volumen hasta desaparecer, al ver el ceño fruncido de Pedro.
—¿Por qué no me lo dijiste?
Volvió a tragar. ¿Cómo responder esa pregunta? Le pareció que pisaba un terreno minado. Una ojeada al rostro inflexible de Pedro le indicó que sólo aceptaría la verdad.
—Al principio no tenía importancia. Había sucedido hacía tanto tiempo que no pensé que te vería de nuevo, hasta que nos encontramos en el Argyle. Después tú me demostraste que estabas… interesado… y… —¿Y? —la invitó a continuar.
—Ya no quería que supieras quién era. Deseaba que me vieras como una mujer, como alguien diferente de la adolescente que habías conocido hace años. Trataba de que me desearas… incluso de que me amaras… —sabía que estaba siendo incoherente, pero no podía detenerse—. Deseaba que supieras lo que se sentía cuando alguien te hería como tú hiciste conmigo.
—¿Yo? —preguntó él, incrédulo, interrogándola con la mirada.
—¡Sí, tú! —era imposible evitar que un eco del sufrimiento que había sentido se filtrara en esa acusación—. Le dijiste cosas horribles a Gonzalo acerca de mí… cuando sugirió que podía trabajar en uno de tus hoteles.
La expresión de Pedro cambió.
—¿Me oíste?
—Sí. Estaba en mi habitación con la ventana abierta… ¡lo oí todo!
—Entonces… —encogió los hombros, como si de repente se sintiera agotado, y se pasó una mano por el pelo, mientras seguía mirándola con fijeza—. Entonces, esto… nuestra relación… el tiempo que pasamos en la cabaña… ¿no era más que una forma de venganza?
—¡Sí… no! —Paula no sabía cómo responder—. Al principio intenté vengarme pero…
No le dió oportunidad de terminar. En el momento en que dijo «sí», su rostro se convirtió en una roca y, sin pronunciar otra palabra, la empujó a un lado para dirigirse a la sala, deteniéndose sólo para coger su chaqueta antes de salir del apartamento.
—¡Pedro! ¿Adonde vas?
—No… yo… —sentía la lengua pesada y no se le ocurría nada.
—¿Comiste bien? —inquirió, con cierta dureza.
¿Comer? Aparte de un bocadillo a mediodía, no había tomado nada más. Ni siquiera había pensado en comer mientras esperaba a Pedro. Negó con la cabeza, en silencio.
—Pensé que ya te habías curado de esa tontería —en su voz había impaciencia. Se quitó la chaqueta y la lanzó sobre un sillón—. Te prepararé algo… No, quédate donde estás… —agregó cuando Paula intentó levantarse—. ¿Te gustaría una taza de café primero?
—Me encantaría —se obligó a pronunciar esas palabras, aunque nada le apetecía. Sabía que no podría probar bocado hasta que viera la reacción de Pedro ante la noticia que le daría.
Sin embargo, no lo siguió a la cocina. No sería capaz de hablarle mientras estuviera de mal humor. Quizá más tarde, cuando se hubiera calmado, estaría dispuesto a escucharla.
—Paula, ¿en dónde guardas el café? —gritó él a través de la puerta abierta.
—En la alacena —respondió ella de forma automática—. A la izquierda.
Un momento después se dio cuenta de su error y corrió hacia la cocina. No llegó a tiempo. La puerta de la alacena estaba abierta y Pedro miraba, asombrado y confuso, la fotografía que había allí pegada: era Paula a los diecisiete años.
Se quedó helada en el quicio de la puerta, mientras su corazón latía muy deprisa. El silencio le puso los nervios de punta y estuvo a punto de gritar.
—¿Quién es ella? —preguntó Pedro al fin, con voz ronca.
—Es… —le falló la voz. Tragó saliva y trató de contestar cuando él la interrumpió.
—¿Por qué tienes la foto de Paulina Schulz? —se volvió para mirarle, sombrío.
—Porque… soy yo —logró murmurar. No esperaba que reconociera a la muchacha de la foto con tanta rapidez.
—¡Tú!
Los ojos de Pedro volvieron a fijarse en la fotografía y, siguiendo la dirección de sus pupilas, Paula se sonrojó. El pelo rizado, el maquillaje exagerado y la ropa ridícula le parecieron espantosos.
—¿Tú eres Paulina Schulz? —la incredulidad se reflejaba en su voz—. ¿La hermana de Gonzalo?
—No lo soy en realidad —apenas se la oyó. Parecía como si todas las confusas emociones de su corazón se acumularan en su voz, ahogándola—. El padre de Gonzalo se casó con mi madre cuando yo tenía diez años y con el tiempo, me adoptó legalmente —de repente las frases se atropellaron en su prisa por contarle la verdad—. Paulina era el apodo que Gonzalo me puso, y que toda mi familia empezó a usar. En casa siempre me llamaron Paulina, nunca Paula —su voz disminuyó de volumen hasta desaparecer, al ver el ceño fruncido de Pedro.
—¿Por qué no me lo dijiste?
Volvió a tragar. ¿Cómo responder esa pregunta? Le pareció que pisaba un terreno minado. Una ojeada al rostro inflexible de Pedro le indicó que sólo aceptaría la verdad.
—Al principio no tenía importancia. Había sucedido hacía tanto tiempo que no pensé que te vería de nuevo, hasta que nos encontramos en el Argyle. Después tú me demostraste que estabas… interesado… y… —¿Y? —la invitó a continuar.
—Ya no quería que supieras quién era. Deseaba que me vieras como una mujer, como alguien diferente de la adolescente que habías conocido hace años. Trataba de que me desearas… incluso de que me amaras… —sabía que estaba siendo incoherente, pero no podía detenerse—. Deseaba que supieras lo que se sentía cuando alguien te hería como tú hiciste conmigo.
—¿Yo? —preguntó él, incrédulo, interrogándola con la mirada.
—¡Sí, tú! —era imposible evitar que un eco del sufrimiento que había sentido se filtrara en esa acusación—. Le dijiste cosas horribles a Gonzalo acerca de mí… cuando sugirió que podía trabajar en uno de tus hoteles.
La expresión de Pedro cambió.
—¿Me oíste?
—Sí. Estaba en mi habitación con la ventana abierta… ¡lo oí todo!
—Entonces… —encogió los hombros, como si de repente se sintiera agotado, y se pasó una mano por el pelo, mientras seguía mirándola con fijeza—. Entonces, esto… nuestra relación… el tiempo que pasamos en la cabaña… ¿no era más que una forma de venganza?
—¡Sí… no! —Paula no sabía cómo responder—. Al principio intenté vengarme pero…
No le dió oportunidad de terminar. En el momento en que dijo «sí», su rostro se convirtió en una roca y, sin pronunciar otra palabra, la empujó a un lado para dirigirse a la sala, deteniéndose sólo para coger su chaqueta antes de salir del apartamento.
—¡Pedro! ¿Adonde vas?
Mi bella Tramposa: Capítulo 37
—¡Ay, cómo me alegro de estar en casa! —se dejó caer en una silla y se quitó los zapatos, suspirando de alivio. Valentina le sonrió con simpatía.
—¿Tuviste un día agitado?
—Como de costumbre. No me adapto a la rutina de mi trabajo con la facilidad de antes. No sé porqué, pero siempre me siento cansada.
Valentina frunció el ceño.
—Tú no eras así. Además, acabas de volver de vacaciones.
Las mejillas de Paula se tiñeron de color escarlata al oír a su amiga. No necesitaba que le recordaran la semana que había pasado en Yorkshire, pues cada día estaba grabado en su memoria.
En cierto modo, ese período podía clasificarse como descanso, ya que ella y Pedro habían pasado bastante tiempo en la cama… Sin embargo, la actividad que habían desarrollado no podría considerarse cansada. El día que hicieron el amor por primera vez pareció encender una explosión de deseo que resultaba imposible contener. Ambos fueron atrapados por esa fuerza de una manera que no dejaba tiempo para pensar, dudar o reflexionar en el pasado o el futuro: el presente era lo único que importaba. También vivieron momentos tranquilos, explorando los alrededores o trabajando en el jardín. Pero esas horas sólo servían para estimular sus necesidades, que saciaban en las noches pasadas uno en brazos del otro. Fue una experiencia gloriosa para Paula. En esos días suspendidos en el tiempo, había absorbido a Pedro con la vista, el oído y el tacto, maravillada por el descubrimiento de su amor.
Por desgracia, el idilio no podía durar para siempre. Tenían que volver a la realidad, regresar a Londres. Habían pasado cinco semanas desde sus vacaciones y, durante ese lapso, Pedro había sido una constante presencia en su vida. Era un compañero agradable y un amante apasionado, pero nada más. Ni siquiera una vez le dedicó una palabra de amor.
Al principio, Paula se dijo que no necesitaba semejante declaración. Amaba a Pedro, no podía vivir sin él y si su compañía y pasión eran lo único que deseaba darle, le bastarían. En los últimos días, sin embargo, la idea de que no bastaba empezaba a arraigarse en su mente. Esa relación sin responsabilidades la hacía vulnerable, porque preveía un dolor insoportable si algún día Pedro la abandonaba. A veces pensaba que sería mejor alejarse de él, que vivir con la angustia de que el dolor era inevitable, que le haría daño en el futuro. Incluso mientras lo pensaba, sabía que no sería capaz. Su vida se centraba en Pedro y hasta su trabajo había dejado de satisfacerla. Se arrastraba durante el día y sólo revivía por las noches, cuando estaba con él.
—Me falta entusiasmo —le confió a Valentina—. Nunca me había dado cuenta de lo mezquino y egoísta que es el mundo de la moda. Toma por ejemplo, Zaira perdió su cepillo, un cepillo común y corriente, pero se puso histérica. Acusó a todos de habérselo robado y se negó a continuar con la sesión de fotografía a menos que alguien se lo devolviera.
—¡Dios del cielo! —exclamó Valentina, asombrada—. Una saludable preocupación por tu apariencia es una cosa y otra muy distinta llevarla hasta ese extremo.
Paula asintió, distraída, pues sus pensamientos volaban otra vez hacia Pedro. Ella había llevado las cosas a ese extremo y él le había demostrado lo obsesiva que se había vuelto, destruyendo sus cosméticos que un día había considerado esenciales y que habían pasado a parecerle una frivolidad. Era sorprendente con cuanta facilidad se había adaptado a no usar maquillaje. Tanto que, después de la larga preparación para la sesión de fotografía de la mañana, estaba aburrida y sentía la cara rígida y pesada por las capas de pintura que le habían aplicado.
—Y hablando de apariencias —continuó Valentina—, ya sé que dices que estás cansada, pero en realidad estás floreciendo, nunca habías estado tan guapa. Te veo mucho mejor desde que regresaste de Yorkshire y dejas que tu pelo se ondule con naturalidad, fue un detalle genial. ¿Qué dice Rafael?
—Lo aprueba —sonrió, recordando con placer la sorpresa de su estilista cuando apareció por primera vez con el pelo ondulado en lugar de lacio. En realidad, todos habían hecho comentarios favorables sobre su aspecto. Excepto, claro, lo que le había dicho Raphael esa mañana.
—Quizá la fatiga se deba a la menstruación —sugirió Valentina y sus palabras se mezclaron con los pensamientos de Paula, que se agitaban con frenesí.
—¿Has engordado, queridita? —le había preguntado el diseñador con su cara infantil desfigurada por una mueca de disgusto—. Me parece que estás más gordita que de costumbre —señaló las curvas del busto.
En ese momento, Paula sólo pensó que debía comprobar su peso cuando regresara a casa. No lo había hecho desde que había vuelto de Yorkshire. Ahora, relacionando las palabras del estilista y las de Valentina, empezó a analizar las fechas en su cabeza. La semana que había pasado en la cabaña no había tomado ninguna precaución en la tormenta de sensualidad que la asaltó. Conociendo los malestares que Luciana había sufrido durante los primeros meses de su embarazo, nunca había considerado la posibilidad de…
—¿Paula? —preguntó Valentina, inquieta por el silencio de su amiga. Después, mirándola a los ojos, exclamó—. ¡Oh, Paula, no estás!… —dejó la frase sin acabar, pues el resto era evidente.
Con lentitud, Paula asintió.
—Sí, Valentina. Creo que lo estoy.
—Te noto fatigada —dijo Pedro cuando le abrió la puerta esa noche. Paula sonrió. En ese momento, lo último que sentía era cansancio.
Desde que había comprendido que esperaba a un hijo, quería cantar, gritarle al mundo que algo maravilloso había sucedido. No tenía la menor duda: amaba a ese bebé, más de lo que hubiera podido expresar, y ese pensamiento le había inyectado energía. Sin embargo, al ver a Pedro, seguro de sí, elegante y educado como siempre, su euforia se evaporó para ser reemplazada por dudas tormentosas. ¿Cómo reaccionaría ante la noticia? Nunca había expresado el deseo de tener un hijo. ¿Compartiría su emoción o se pondría furioso, pensando que trataba de atraparlo por ese medio? Palideció al imaginar que él usara el pretexto de su embarazo para terminar con su relación.
—¿Tuviste un día agitado?
—Como de costumbre. No me adapto a la rutina de mi trabajo con la facilidad de antes. No sé porqué, pero siempre me siento cansada.
Valentina frunció el ceño.
—Tú no eras así. Además, acabas de volver de vacaciones.
Las mejillas de Paula se tiñeron de color escarlata al oír a su amiga. No necesitaba que le recordaran la semana que había pasado en Yorkshire, pues cada día estaba grabado en su memoria.
En cierto modo, ese período podía clasificarse como descanso, ya que ella y Pedro habían pasado bastante tiempo en la cama… Sin embargo, la actividad que habían desarrollado no podría considerarse cansada. El día que hicieron el amor por primera vez pareció encender una explosión de deseo que resultaba imposible contener. Ambos fueron atrapados por esa fuerza de una manera que no dejaba tiempo para pensar, dudar o reflexionar en el pasado o el futuro: el presente era lo único que importaba. También vivieron momentos tranquilos, explorando los alrededores o trabajando en el jardín. Pero esas horas sólo servían para estimular sus necesidades, que saciaban en las noches pasadas uno en brazos del otro. Fue una experiencia gloriosa para Paula. En esos días suspendidos en el tiempo, había absorbido a Pedro con la vista, el oído y el tacto, maravillada por el descubrimiento de su amor.
Por desgracia, el idilio no podía durar para siempre. Tenían que volver a la realidad, regresar a Londres. Habían pasado cinco semanas desde sus vacaciones y, durante ese lapso, Pedro había sido una constante presencia en su vida. Era un compañero agradable y un amante apasionado, pero nada más. Ni siquiera una vez le dedicó una palabra de amor.
Al principio, Paula se dijo que no necesitaba semejante declaración. Amaba a Pedro, no podía vivir sin él y si su compañía y pasión eran lo único que deseaba darle, le bastarían. En los últimos días, sin embargo, la idea de que no bastaba empezaba a arraigarse en su mente. Esa relación sin responsabilidades la hacía vulnerable, porque preveía un dolor insoportable si algún día Pedro la abandonaba. A veces pensaba que sería mejor alejarse de él, que vivir con la angustia de que el dolor era inevitable, que le haría daño en el futuro. Incluso mientras lo pensaba, sabía que no sería capaz. Su vida se centraba en Pedro y hasta su trabajo había dejado de satisfacerla. Se arrastraba durante el día y sólo revivía por las noches, cuando estaba con él.
—Me falta entusiasmo —le confió a Valentina—. Nunca me había dado cuenta de lo mezquino y egoísta que es el mundo de la moda. Toma por ejemplo, Zaira perdió su cepillo, un cepillo común y corriente, pero se puso histérica. Acusó a todos de habérselo robado y se negó a continuar con la sesión de fotografía a menos que alguien se lo devolviera.
—¡Dios del cielo! —exclamó Valentina, asombrada—. Una saludable preocupación por tu apariencia es una cosa y otra muy distinta llevarla hasta ese extremo.
Paula asintió, distraída, pues sus pensamientos volaban otra vez hacia Pedro. Ella había llevado las cosas a ese extremo y él le había demostrado lo obsesiva que se había vuelto, destruyendo sus cosméticos que un día había considerado esenciales y que habían pasado a parecerle una frivolidad. Era sorprendente con cuanta facilidad se había adaptado a no usar maquillaje. Tanto que, después de la larga preparación para la sesión de fotografía de la mañana, estaba aburrida y sentía la cara rígida y pesada por las capas de pintura que le habían aplicado.
—Y hablando de apariencias —continuó Valentina—, ya sé que dices que estás cansada, pero en realidad estás floreciendo, nunca habías estado tan guapa. Te veo mucho mejor desde que regresaste de Yorkshire y dejas que tu pelo se ondule con naturalidad, fue un detalle genial. ¿Qué dice Rafael?
—Lo aprueba —sonrió, recordando con placer la sorpresa de su estilista cuando apareció por primera vez con el pelo ondulado en lugar de lacio. En realidad, todos habían hecho comentarios favorables sobre su aspecto. Excepto, claro, lo que le había dicho Raphael esa mañana.
—Quizá la fatiga se deba a la menstruación —sugirió Valentina y sus palabras se mezclaron con los pensamientos de Paula, que se agitaban con frenesí.
—¿Has engordado, queridita? —le había preguntado el diseñador con su cara infantil desfigurada por una mueca de disgusto—. Me parece que estás más gordita que de costumbre —señaló las curvas del busto.
En ese momento, Paula sólo pensó que debía comprobar su peso cuando regresara a casa. No lo había hecho desde que había vuelto de Yorkshire. Ahora, relacionando las palabras del estilista y las de Valentina, empezó a analizar las fechas en su cabeza. La semana que había pasado en la cabaña no había tomado ninguna precaución en la tormenta de sensualidad que la asaltó. Conociendo los malestares que Luciana había sufrido durante los primeros meses de su embarazo, nunca había considerado la posibilidad de…
—¿Paula? —preguntó Valentina, inquieta por el silencio de su amiga. Después, mirándola a los ojos, exclamó—. ¡Oh, Paula, no estás!… —dejó la frase sin acabar, pues el resto era evidente.
Con lentitud, Paula asintió.
—Sí, Valentina. Creo que lo estoy.
—Te noto fatigada —dijo Pedro cuando le abrió la puerta esa noche. Paula sonrió. En ese momento, lo último que sentía era cansancio.
Desde que había comprendido que esperaba a un hijo, quería cantar, gritarle al mundo que algo maravilloso había sucedido. No tenía la menor duda: amaba a ese bebé, más de lo que hubiera podido expresar, y ese pensamiento le había inyectado energía. Sin embargo, al ver a Pedro, seguro de sí, elegante y educado como siempre, su euforia se evaporó para ser reemplazada por dudas tormentosas. ¿Cómo reaccionaría ante la noticia? Nunca había expresado el deseo de tener un hijo. ¿Compartiría su emoción o se pondría furioso, pensando que trataba de atraparlo por ese medio? Palideció al imaginar que él usara el pretexto de su embarazo para terminar con su relación.
sábado, 21 de noviembre de 2015
Mi Bella Tramposa: Capitulo 36
—¡Paula, no! ¡No te escondas de mí! —le apartó las manos con firmeza y las mantuvo entre las suyas—. ¿Sabes que te veo más bonita sin esa pintura?
Después, como ella negó con la cabeza, sonrió y repitió con lentitud:
—Eres hermosa, Paula. No necesitas artificios para aumentar tus atractivos, eres hermosa así… —con un dedo le recorrió la mejilla.
Ella no dudaba de la sinceridad de Pedro, que se proyectaba en su voz y en sus ojos, pero conocía sus rasgos y sabía que sin maquillaje era sólo una chica más.
—¿Hermosa? —repitió, con voz apenas audible.
—¿No confías en mí? Entonces, déjame enseñarte que tengo razón.
Se levantó y, cogiéndola de la mano, atravesó con ella la habitación y se detuvo ante el espejo del tocador.
—Mírate bien. No —la reprendió con suavidad cuando ella trató de alejarse—. Obsérvate, Paula.
Le puso una mano bajo la barbilla, para que viera la imagen del espejo.
Una exclamación ahogada escapó de sus labios. Le pareció como si se contemplara por primera vez. Su pelo negro estaba despeinado y formaba un halo alrededor de su rostro, confiriéndole una apariencia más femenina y delicada; los labios tenían un tinte sonrosado por los besos de Pedro y sus mejillas brillaban sin necesidad de colorete artificial. Pero, sobre todo, sus ojos parecían esmeraldas, más grandes que nunca.
De repente se dió cuenta de que, desde el día de la fogata, cuando apareció sin maquillaje, él la había deseado con una intensidad que la había hecho perder la cabeza.
Creía que había dejado atrás a Paulina y sus inseguridades de adolescente, pero el complejo de inferioridad que la acompañaba desde entonces había oscurecido su vida… hasta ese momento. Porque la pasión de Pedro había quemado esa última duda y al fin se contemplaba tal como era. La mujer que estaba ante sus ojos no necesitaba maquillaje, su cara tenía personalidad sin la ayuda de un pincel, irradiaba una belleza natural.
Pedro la llamaba Cenicienta y en el fondo siempre se había visto como la heroína del cuento: una criatura opaca, transformada en princesa gracias a los vestidos elegantes y la magia de los cosméticos, destinada, al final del día, a convertirse otra vez en una fregona. Pedro le había entregado un don mucho más maravilloso que el que le hubiera podido dar su hada madrina: había borrado sus dudas, le había dado confianza en sí misma.
—¿Comprendes lo que quiero decir?
Sólo pudo asentir en silencio. Veía lo que quería mostrarle, pero no encontraba las palabras para contestarle.
«Una mujer enamorada es siempre hermosa». De repente esa frase surgió de la nada y se deslizó en su mente. Su imagen se borró y observó la cara de Pedro, sus facciones firmes, sus ojos grises y su pelo sedoso, enfocándolos con una nueva intensidad. También sus pensamientos adquirieron la claridad del cristal, como si la niebla hubiera desaparecido para dejar paso a la luz del sol.
Sólo conservó una idea: amaba a Pedro con un amor auténtico, profundo y duradero.
Recordó su plan original, la tonta idea de atraer a Pedro para que cayera en su trampa y luego abandonarlo para hacerlo sufrir como ella había sufrido a los diecisiete años. Ahora veía las cosas de modo diferente y sabía que jamás podría llevar a cabo su plan. Las palabras de Valentina la perseguían.
«A veces la venganza se vuelve contra nosotros mismos, cuando menos lo esperamos». Era eso lo que había sucedido. Hacía unos minutos, Pedro la había deseado con una intensidad igual a la que ella había soñado en el pasado. Se lo había demostrado con cada uno de sus besos y caricias. Sin embargo, no le había dicho una palabra de amor.
Sintió como si una mano helada le oprimiera el corazón, estrujándolo con una fuerza asfixiante, atrapada por sus pensamientos de venganza, no había comprendido lo que le sucedía. Demasiado tarde, descubría la verdad. Le había tendido una trampa a Pedro Alfonso, y al final era ella la que había caído.
Después, como ella negó con la cabeza, sonrió y repitió con lentitud:
—Eres hermosa, Paula. No necesitas artificios para aumentar tus atractivos, eres hermosa así… —con un dedo le recorrió la mejilla.
Ella no dudaba de la sinceridad de Pedro, que se proyectaba en su voz y en sus ojos, pero conocía sus rasgos y sabía que sin maquillaje era sólo una chica más.
—¿Hermosa? —repitió, con voz apenas audible.
—¿No confías en mí? Entonces, déjame enseñarte que tengo razón.
Se levantó y, cogiéndola de la mano, atravesó con ella la habitación y se detuvo ante el espejo del tocador.
—Mírate bien. No —la reprendió con suavidad cuando ella trató de alejarse—. Obsérvate, Paula.
Le puso una mano bajo la barbilla, para que viera la imagen del espejo.
Una exclamación ahogada escapó de sus labios. Le pareció como si se contemplara por primera vez. Su pelo negro estaba despeinado y formaba un halo alrededor de su rostro, confiriéndole una apariencia más femenina y delicada; los labios tenían un tinte sonrosado por los besos de Pedro y sus mejillas brillaban sin necesidad de colorete artificial. Pero, sobre todo, sus ojos parecían esmeraldas, más grandes que nunca.
De repente se dió cuenta de que, desde el día de la fogata, cuando apareció sin maquillaje, él la había deseado con una intensidad que la había hecho perder la cabeza.
Creía que había dejado atrás a Paulina y sus inseguridades de adolescente, pero el complejo de inferioridad que la acompañaba desde entonces había oscurecido su vida… hasta ese momento. Porque la pasión de Pedro había quemado esa última duda y al fin se contemplaba tal como era. La mujer que estaba ante sus ojos no necesitaba maquillaje, su cara tenía personalidad sin la ayuda de un pincel, irradiaba una belleza natural.
Pedro la llamaba Cenicienta y en el fondo siempre se había visto como la heroína del cuento: una criatura opaca, transformada en princesa gracias a los vestidos elegantes y la magia de los cosméticos, destinada, al final del día, a convertirse otra vez en una fregona. Pedro le había entregado un don mucho más maravilloso que el que le hubiera podido dar su hada madrina: había borrado sus dudas, le había dado confianza en sí misma.
—¿Comprendes lo que quiero decir?
Sólo pudo asentir en silencio. Veía lo que quería mostrarle, pero no encontraba las palabras para contestarle.
«Una mujer enamorada es siempre hermosa». De repente esa frase surgió de la nada y se deslizó en su mente. Su imagen se borró y observó la cara de Pedro, sus facciones firmes, sus ojos grises y su pelo sedoso, enfocándolos con una nueva intensidad. También sus pensamientos adquirieron la claridad del cristal, como si la niebla hubiera desaparecido para dejar paso a la luz del sol.
Sólo conservó una idea: amaba a Pedro con un amor auténtico, profundo y duradero.
Recordó su plan original, la tonta idea de atraer a Pedro para que cayera en su trampa y luego abandonarlo para hacerlo sufrir como ella había sufrido a los diecisiete años. Ahora veía las cosas de modo diferente y sabía que jamás podría llevar a cabo su plan. Las palabras de Valentina la perseguían.
«A veces la venganza se vuelve contra nosotros mismos, cuando menos lo esperamos». Era eso lo que había sucedido. Hacía unos minutos, Pedro la había deseado con una intensidad igual a la que ella había soñado en el pasado. Se lo había demostrado con cada uno de sus besos y caricias. Sin embargo, no le había dicho una palabra de amor.
Sintió como si una mano helada le oprimiera el corazón, estrujándolo con una fuerza asfixiante, atrapada por sus pensamientos de venganza, no había comprendido lo que le sucedía. Demasiado tarde, descubría la verdad. Le había tendido una trampa a Pedro Alfonso, y al final era ella la que había caído.
Mi Bella Tramposa: Capítulo 35
—De cualquier manera, eliminarás con el ejercicio lo que has comido —le aseguró mientras se levantaba—. Tenemos que limpiar otro manzano y es tu turno de subir a la escalera.
Paula titubeó, contemplando la mano que le tendía para ayudarla. «Ése era el hombre que ha quemado mi maquillaje», se recordó. Hacía apenas dos días pensaba que lo odiaba… Pedro le sonrió con travesura y sus ojos grises brillaron con buen humor.
—Está bien, yo subiré —concedió, interpretando mal sus titubeos, y una vez más su sonrisa la desarmó.
Le dolían todos los músculos, pero era un dolor agradable. Satisfecha, salió de la bañera y empezó a secarse. Hacía mucho que no trabajaba con tanto ahínco y de una forma tan distinta a las horas que pasaba ante las cámaras. En su habitación, seleccionó un vestido sencillo color crema, con escote cuadrado y delicados tirantes de encaje y se lo puso, alisando la suave tela antes de estudiarse en el espejo.
«Podía estar peor», decidió. El sol había dado color a sus mejillas, así que su palidez había desaparecido, pero era una lástima que no pudiera agrandar sus ojos con rímel.
Mordiéndose los labios, registró el tocador. La superficie de madera pulida parecía desnuda sin los frascos y los estuches. En fin, al menos había perfume y pudo rociarse con generosidad en las muñecas y el cuello, donde su pulso latía. No se molestó en ponerse medias, pues hacía calor, y se sentó en la cama para calzarse. Cuando se inclinó para atarse las cintas de las sandalias, un golpe en la puerta la sobresaltó.
—La cena está lista —le anunció Pedro y el sonido de su voz la puso tan nerviosa que sus manos fueron incapaces de cerrar la hebilla.
—¿Paula? —la llamó él—. ¿Me has oído?
—¡Sí! —le resultó imposible evitar que su voz reflejara impaciencia—. Ya voy… ¡Maldición! —explotó cuando falló un nuevo intento. A sus espaldas oyó que la puerta se abría.
—¿Te pasa algo malo? Parecías molesta.
No se volvió para mirarlo, pero un escalofrío en la base de la nuca la avisó de lo sensible que era a la presencia de Pedro en la habitación. Contempló el suelo fijamente.
—No me puedo atar esto —explicó, procurando que su voz sonara natural.
—Déjame ayudarte —atravesó el cuarto y se arrodilló ante ella, tomándole el pie y colocando la cinta rebelde en su lugar—. No ha sido tan difícil. Ahora el otro…
Alzó la vista al hablar y sus miradas se encontraron en lo que les pareció una eternidad. Las manos de Pedro le transmitían tibieza a la piel de Paula. Él también se había cambiado de ropa y la camisa limpia y blanca contrastaba con su piel bronceada por el sol.
—Paula… —musitó con voz ronca.
Con un esfuerzo inmenso, la chica desvió la mirada y levantó el otro pie para que pudiera atarle la sandalia. Le cogió el tobillo, pero no hizo ningún movimiento para levantar la tira del zapato, sino que acarició la suave piel. Las caricias ascendieron lentamente y un momento después, Paula contuvo el aliento al sentir la tibieza de sus labios donde sus manos se habían posado. No pudo impedir que se le escapara un gemido de deleite.
Pedro la había encerrado en la cabaña, había destruido sus propiedades, le había quitado su dinero y la mantenía cautiva. Pese a todo, no podía revivir la ira que debería sentir y, como si tuvieran voluntad propia, sus manos acariciaron la cabeza de Pedro, y susurró su nombre.
Él se levantó y se sentó en la cama, junto a ella. Exploró su boca con la suya y la obligó a abrir los labios, permitiéndole ahondar y prolongar ese beso de una manera que la llenó de placer y relajó todos sus músculos. Los delgados tirantes del vestido ofrecieron una débil resistencia a los fuertes dedos masculinos y la suave piel de los hombros quedó al descubierto. Con los labios, Pedro siguió el camino de sus manos, descendiendo hasta los senos. Desató así una necesidad urgente dentro de Paula, quien murmuró su nombre con una voz espesa y extraña.
—Paula—musitó él con voz ronca—. ¡Paula, te deseo mucho!
—Yo también.
Las palabras escaparon de modo involuntario. Una necesidad apremiante dirigía sus acciones, mientras sus dedos tiraban de los botones de la camisa pasándolos por los ojales para acariciar su pecho, ansiosa de sentir la piel desnuda, bajo las yemas de los dedos. Las suaves curvas del cuerpo de Paula lo invitaban a acariciarla, del mismo modo que ella hacía con él.
Los pocos minutos que tardó en desvestirla y después quitarse la ropa, le parecieron eternos, pero se resarció al sentir sobre ella el cuerpo de aquel hombre. Sus caricias alimentaban el fuego de la pasión, hasta que creyó que iba a morir si no la poseía.
El sentir los labios masculinos tirando con suavidad de sus pezones, le causó un placer tan intenso que casi se convirtió en dolor. Lo envolvió con las piernas, implorándole en silencio que la liberara del tormento de esa espera. Ignoraba que una pasión semejante pudiera existir y jamás había comprendido que el deseo fuera una fuerza que consumiera al que lo experimentara.
Un segundo después ya no pensaba, sólo sentía. Sentía la tibieza y la fuerza de Pedro y todo dejó de existir, excepto sus cuerpos unidos. Su grito de gozo y la ronca exclamación de Pedro vibraron en el aire al mismo tiempo.
Luego permanecieron inmóviles, respirando con dificultad. Pedro alzó la cabeza y contempló la cara de Paula, con las pupilas nubladas por la pasión.
—¡Dios, eres hermosa! —murmuró—. ¡Bellísima!
En un rincón oscuro de la mente de Paula, esas palabras despertaron el eco de las que había oído en sus sueños de adolescente y una oleada de duda e inseguridad la invadió. Se tocó la cara, tapándosela para protegerla de la mirada de Pedro.
Paula titubeó, contemplando la mano que le tendía para ayudarla. «Ése era el hombre que ha quemado mi maquillaje», se recordó. Hacía apenas dos días pensaba que lo odiaba… Pedro le sonrió con travesura y sus ojos grises brillaron con buen humor.
—Está bien, yo subiré —concedió, interpretando mal sus titubeos, y una vez más su sonrisa la desarmó.
Le dolían todos los músculos, pero era un dolor agradable. Satisfecha, salió de la bañera y empezó a secarse. Hacía mucho que no trabajaba con tanto ahínco y de una forma tan distinta a las horas que pasaba ante las cámaras. En su habitación, seleccionó un vestido sencillo color crema, con escote cuadrado y delicados tirantes de encaje y se lo puso, alisando la suave tela antes de estudiarse en el espejo.
«Podía estar peor», decidió. El sol había dado color a sus mejillas, así que su palidez había desaparecido, pero era una lástima que no pudiera agrandar sus ojos con rímel.
Mordiéndose los labios, registró el tocador. La superficie de madera pulida parecía desnuda sin los frascos y los estuches. En fin, al menos había perfume y pudo rociarse con generosidad en las muñecas y el cuello, donde su pulso latía. No se molestó en ponerse medias, pues hacía calor, y se sentó en la cama para calzarse. Cuando se inclinó para atarse las cintas de las sandalias, un golpe en la puerta la sobresaltó.
—La cena está lista —le anunció Pedro y el sonido de su voz la puso tan nerviosa que sus manos fueron incapaces de cerrar la hebilla.
—¿Paula? —la llamó él—. ¿Me has oído?
—¡Sí! —le resultó imposible evitar que su voz reflejara impaciencia—. Ya voy… ¡Maldición! —explotó cuando falló un nuevo intento. A sus espaldas oyó que la puerta se abría.
—¿Te pasa algo malo? Parecías molesta.
No se volvió para mirarlo, pero un escalofrío en la base de la nuca la avisó de lo sensible que era a la presencia de Pedro en la habitación. Contempló el suelo fijamente.
—No me puedo atar esto —explicó, procurando que su voz sonara natural.
—Déjame ayudarte —atravesó el cuarto y se arrodilló ante ella, tomándole el pie y colocando la cinta rebelde en su lugar—. No ha sido tan difícil. Ahora el otro…
Alzó la vista al hablar y sus miradas se encontraron en lo que les pareció una eternidad. Las manos de Pedro le transmitían tibieza a la piel de Paula. Él también se había cambiado de ropa y la camisa limpia y blanca contrastaba con su piel bronceada por el sol.
—Paula… —musitó con voz ronca.
Con un esfuerzo inmenso, la chica desvió la mirada y levantó el otro pie para que pudiera atarle la sandalia. Le cogió el tobillo, pero no hizo ningún movimiento para levantar la tira del zapato, sino que acarició la suave piel. Las caricias ascendieron lentamente y un momento después, Paula contuvo el aliento al sentir la tibieza de sus labios donde sus manos se habían posado. No pudo impedir que se le escapara un gemido de deleite.
Pedro la había encerrado en la cabaña, había destruido sus propiedades, le había quitado su dinero y la mantenía cautiva. Pese a todo, no podía revivir la ira que debería sentir y, como si tuvieran voluntad propia, sus manos acariciaron la cabeza de Pedro, y susurró su nombre.
Él se levantó y se sentó en la cama, junto a ella. Exploró su boca con la suya y la obligó a abrir los labios, permitiéndole ahondar y prolongar ese beso de una manera que la llenó de placer y relajó todos sus músculos. Los delgados tirantes del vestido ofrecieron una débil resistencia a los fuertes dedos masculinos y la suave piel de los hombros quedó al descubierto. Con los labios, Pedro siguió el camino de sus manos, descendiendo hasta los senos. Desató así una necesidad urgente dentro de Paula, quien murmuró su nombre con una voz espesa y extraña.
—Paula—musitó él con voz ronca—. ¡Paula, te deseo mucho!
—Yo también.
Las palabras escaparon de modo involuntario. Una necesidad apremiante dirigía sus acciones, mientras sus dedos tiraban de los botones de la camisa pasándolos por los ojales para acariciar su pecho, ansiosa de sentir la piel desnuda, bajo las yemas de los dedos. Las suaves curvas del cuerpo de Paula lo invitaban a acariciarla, del mismo modo que ella hacía con él.
Los pocos minutos que tardó en desvestirla y después quitarse la ropa, le parecieron eternos, pero se resarció al sentir sobre ella el cuerpo de aquel hombre. Sus caricias alimentaban el fuego de la pasión, hasta que creyó que iba a morir si no la poseía.
El sentir los labios masculinos tirando con suavidad de sus pezones, le causó un placer tan intenso que casi se convirtió en dolor. Lo envolvió con las piernas, implorándole en silencio que la liberara del tormento de esa espera. Ignoraba que una pasión semejante pudiera existir y jamás había comprendido que el deseo fuera una fuerza que consumiera al que lo experimentara.
Un segundo después ya no pensaba, sólo sentía. Sentía la tibieza y la fuerza de Pedro y todo dejó de existir, excepto sus cuerpos unidos. Su grito de gozo y la ronca exclamación de Pedro vibraron en el aire al mismo tiempo.
Luego permanecieron inmóviles, respirando con dificultad. Pedro alzó la cabeza y contempló la cara de Paula, con las pupilas nubladas por la pasión.
—¡Dios, eres hermosa! —murmuró—. ¡Bellísima!
En un rincón oscuro de la mente de Paula, esas palabras despertaron el eco de las que había oído en sus sueños de adolescente y una oleada de duda e inseguridad la invadió. Se tocó la cara, tapándosela para protegerla de la mirada de Pedro.
Mi Bella Tramposa: Capítulo 34
El sol entraba a raudales por la ventana de la habitación, cuando Paula despertó de un profundo sueño reparador. Mientras se estiraba, supo que ansiaba salir y sentir la tibieza del sol sobre su piel, gozar de esas vacaciones como si estuviera en su casa. Se vistió de prisa, con una camiseta azul y unos pantalones cortos. Sólo cuando se dirigía al jardín se dio cuenta de que ni siquiera había pensado en el maquillaje sino que, actuando como en su juventud, se había pasado un cepillo por el pelo de forma automática y ya corría a la calle.
Pedro, subido en una escalera de madera, con la cabeza metida entre las ramas de un árbol, cortaba manzanas y las echaba en un cajón que tenía en el suelo. Paula lo observó en silencio y después, sin poder contenerse, avanzó un paso.
—Vas a estropear esas manzanas.
Pedro tardó en responder y como ocultaba su cara entre las ramas, ella no pudo ver su expresión.
—Entonces, ¿por qué no me ayudas? —dijo al fin—. Te las pasaré y tú las pones en la caja.
—Bueno.
Durante un rato trabajaron en silencio, Pedro recogía la fruta y se la pasaba a Paula, que la colocaba con cuidado en el cajón. El calor y la paz del jardín le recordaron los días que había pasado ayudando a Norberto, cuando era mucho más joven, así que se concentró en su tarea y muy pronto sus nervios se calmaron. No sabía cuánto tiempo había pasado cuando por fin Pedro se detuvo y bajó de la escalera.
—Es todo por ahora. Ya no alcanzo las manzanas más altas y creo que es hora de que comamos. Gracias por tu ayuda.
Se volvió hacia la chica, sonriente, y los labios de ella se curvaron en una respuesta automática. Al verla, el rostro de Pedro se transformó. La miró de arriba abajo y sus pupilas se oscurecieron con franca aprobación. Paula sintió que su tranquilidad desaparecía para ser sustituida por una intensa atracción.
Unos cuantos días antes, estaba convencida de que participaba en una batalla perdida al tratar de que Pedro se sintiera atraído por ella. Todos sus trucos habían fallado y, de pronto, cuando no hacía el menor esfuerzo, él no podía dejar de admirarla. La ironía de la situación torció sus labios en lo que quiso ser una sonrisa; había conseguido lo que se había propuesto y no sabía cómo actuar. Todo lo que sabía era que los sentimientos de ira y amargura que la impulsaron a tratar de vengarse, se habían esfumado y que sin ellos se consideraba perdida y vulnerable.
—¿Tienes hambre? —inquirió y su voz tembló un poco—. Te prepararé algo.
Pedro asintió, sin quitar la vista de su cara. De pronto, pareció reaccionar bruscamente y sonrió de forma natural.
—Algo rápido y fácil —le pidió—. Hay pan, queso y fruta. Comeremos fuera. Yo limpiaré mientras tú traes la comida.
En la cocina silenciosa, Paula cortó una larga rebanada de pan francés con movimientos nerviosos. ¿Qué había pasado entre ellos hacía un momento? Nada, en su relación previa con Pedro, la había preparado para esa sensación turbadora que hacía que sus nervios vibraran. «Debe ser a causa del sol», pensó. Hacía calor fuera y un vistazo al reloj le dijo que habían trabajado durante dos horas. No estaba cansada, sin embargo le pareció que el tiempo había volado.
Pedro estaba acostado en el césped cuando ella salió al jardín, llevando una bandeja con viandas. Al ver su cuerpo relajado su pulso se aceleró de tal forma que sus manos temblaron y la bandeja se sacudió. El tintineo de los vasos chocando entre sí, alertó al hombre.
—Ven, déjame ayudarte —se puso de pie. Su mano rozó la de ella al quitarle la bandeja y un cosquilleo delicioso le recorrió el brazo, se sonrojó y tuvo que bajar la cabeza para que su melena ocultara su rostro.
Comieron en silencio, pero en un silencio que Paula encontró tranquilizador y amigable, hasta que Pedro se estiró cuan largo era, sobre el césped, y suspiró de satisfacción.
—Exquisito —murmuró—. Puedes quedarte con la alta cocina francesa, prefiero la comida simple. Y a tí también te gustó, ¿verdad? —agregó y sonrió—. Esta es la primera vez que veo que comes bien desde que te conozco.
Un estremecimiento de inquietud la recorrió. Adormecida por esa nueva relación de paz que reinaba entre ellos, había olvidado la posibilidad de que Pedro pudiera relacionar ese saludable apetito con el recuerdo de la joven Paulina, y se había concentrado en saborear la fruta fresca, el pan crujiente y el cremoso queso.
—Yo… no me dí cuenta de que estaba tan hambrienta —explicó tartamudeando. Se interrumpió de pronto cuando Pedro, interpretando mal su reacción, le agarró suavemente una mano.
—No, Paula —le pidió—, no me digas que te morirás de hambre en la cena para no engordar. ¿Me lo prometes?
¿Qué había pasado con el frío y duro Pedro de dos días antes? Estaba desconcertada. Era como si se hubiera evaporado y lo hubiera reemplazado otro hombre. Con el mismo físico, pero con un carácter tan diferente que no podía ser el Pedro Alfonso que ella había conocido. Y, ¿cuál era su propia reacción ante ese cambio? Se sentía arrastrada por dos corrientes opuestas: el deseo de decir toda la verdad para poder empezar de nuevo, y el miedo de que esa paz se destruyera sin haberse consolidado. Lo vió sonreír y se dió cuenta de que, bajo la influencia de esa nueva manera de ser de Pedro, suave y persuasiva, no se fijaba nunca en lo que estaba haciendo. Ya no tenía ningún cuidado. Era otra vez espontánea y natural… Como Paulina.
Pedro, subido en una escalera de madera, con la cabeza metida entre las ramas de un árbol, cortaba manzanas y las echaba en un cajón que tenía en el suelo. Paula lo observó en silencio y después, sin poder contenerse, avanzó un paso.
—Vas a estropear esas manzanas.
Pedro tardó en responder y como ocultaba su cara entre las ramas, ella no pudo ver su expresión.
—Entonces, ¿por qué no me ayudas? —dijo al fin—. Te las pasaré y tú las pones en la caja.
—Bueno.
Durante un rato trabajaron en silencio, Pedro recogía la fruta y se la pasaba a Paula, que la colocaba con cuidado en el cajón. El calor y la paz del jardín le recordaron los días que había pasado ayudando a Norberto, cuando era mucho más joven, así que se concentró en su tarea y muy pronto sus nervios se calmaron. No sabía cuánto tiempo había pasado cuando por fin Pedro se detuvo y bajó de la escalera.
—Es todo por ahora. Ya no alcanzo las manzanas más altas y creo que es hora de que comamos. Gracias por tu ayuda.
Se volvió hacia la chica, sonriente, y los labios de ella se curvaron en una respuesta automática. Al verla, el rostro de Pedro se transformó. La miró de arriba abajo y sus pupilas se oscurecieron con franca aprobación. Paula sintió que su tranquilidad desaparecía para ser sustituida por una intensa atracción.
Unos cuantos días antes, estaba convencida de que participaba en una batalla perdida al tratar de que Pedro se sintiera atraído por ella. Todos sus trucos habían fallado y, de pronto, cuando no hacía el menor esfuerzo, él no podía dejar de admirarla. La ironía de la situación torció sus labios en lo que quiso ser una sonrisa; había conseguido lo que se había propuesto y no sabía cómo actuar. Todo lo que sabía era que los sentimientos de ira y amargura que la impulsaron a tratar de vengarse, se habían esfumado y que sin ellos se consideraba perdida y vulnerable.
—¿Tienes hambre? —inquirió y su voz tembló un poco—. Te prepararé algo.
Pedro asintió, sin quitar la vista de su cara. De pronto, pareció reaccionar bruscamente y sonrió de forma natural.
—Algo rápido y fácil —le pidió—. Hay pan, queso y fruta. Comeremos fuera. Yo limpiaré mientras tú traes la comida.
En la cocina silenciosa, Paula cortó una larga rebanada de pan francés con movimientos nerviosos. ¿Qué había pasado entre ellos hacía un momento? Nada, en su relación previa con Pedro, la había preparado para esa sensación turbadora que hacía que sus nervios vibraran. «Debe ser a causa del sol», pensó. Hacía calor fuera y un vistazo al reloj le dijo que habían trabajado durante dos horas. No estaba cansada, sin embargo le pareció que el tiempo había volado.
Pedro estaba acostado en el césped cuando ella salió al jardín, llevando una bandeja con viandas. Al ver su cuerpo relajado su pulso se aceleró de tal forma que sus manos temblaron y la bandeja se sacudió. El tintineo de los vasos chocando entre sí, alertó al hombre.
—Ven, déjame ayudarte —se puso de pie. Su mano rozó la de ella al quitarle la bandeja y un cosquilleo delicioso le recorrió el brazo, se sonrojó y tuvo que bajar la cabeza para que su melena ocultara su rostro.
Comieron en silencio, pero en un silencio que Paula encontró tranquilizador y amigable, hasta que Pedro se estiró cuan largo era, sobre el césped, y suspiró de satisfacción.
—Exquisito —murmuró—. Puedes quedarte con la alta cocina francesa, prefiero la comida simple. Y a tí también te gustó, ¿verdad? —agregó y sonrió—. Esta es la primera vez que veo que comes bien desde que te conozco.
Un estremecimiento de inquietud la recorrió. Adormecida por esa nueva relación de paz que reinaba entre ellos, había olvidado la posibilidad de que Pedro pudiera relacionar ese saludable apetito con el recuerdo de la joven Paulina, y se había concentrado en saborear la fruta fresca, el pan crujiente y el cremoso queso.
—Yo… no me dí cuenta de que estaba tan hambrienta —explicó tartamudeando. Se interrumpió de pronto cuando Pedro, interpretando mal su reacción, le agarró suavemente una mano.
—No, Paula —le pidió—, no me digas que te morirás de hambre en la cena para no engordar. ¿Me lo prometes?
¿Qué había pasado con el frío y duro Pedro de dos días antes? Estaba desconcertada. Era como si se hubiera evaporado y lo hubiera reemplazado otro hombre. Con el mismo físico, pero con un carácter tan diferente que no podía ser el Pedro Alfonso que ella había conocido. Y, ¿cuál era su propia reacción ante ese cambio? Se sentía arrastrada por dos corrientes opuestas: el deseo de decir toda la verdad para poder empezar de nuevo, y el miedo de que esa paz se destruyera sin haberse consolidado. Lo vió sonreír y se dió cuenta de que, bajo la influencia de esa nueva manera de ser de Pedro, suave y persuasiva, no se fijaba nunca en lo que estaba haciendo. Ya no tenía ningún cuidado. Era otra vez espontánea y natural… Como Paulina.
Mi Bella Tramposa: Capitulo 33
—¿Fue Norberto el hombre que te hirió?
La inesperada pregunta interrumpió la conversación superficial que habían mantenido durante la cena. Por un segundo Paula no estuvo segura de haber oído bien. ¿Herirla? Norberto le daría el mundo entero, si se lo pidiera. Entonces, el sentido de la pregunta se le aclaró y negó con la cabeza.
—No —sintió alivio al comprender que sus palabras impensadas no la habían traicionado por completo—. No, no fue Norberto.
Demasiado tarde comprendió que su respuesta sincera la sometería a un nuevo interrogatorio.
—Entonces, ¿quién fue? ¿Qué te hizo, Paula?
Atrapada en una trampa que ella misma había tenido, no pudo encontrar la respuesta adecuada. Si hubiera tenido valor, había aprovechado la oportunidad para confesarle la verdad. Su tonto plan de venganza se había hecho añicos y, si Pedro supiera quién era y por qué estaba allí, le daría su bolso y la dejaría partir. Los nervios le fallaron y al mismo tiempo le llegó la inspiración.
—Se llamaba Facundo Pieres—trató de mantener firme la voz, pero sólo logró un susurro vacilante—. Era diez años mayor que yo… frívolo, elegante, con mucha experiencia. Pensé que me amaba y lo que lo atraía era que fuera la modelo del año, la estrella del mundo de la moda. Quería que lo vieran conmigo y me exigió una relación física, como no acepté, me dejó —consciente del dolor que reflejaba su voz, forzó una sonrisa que, a juzgar por la expresión del hombre, resultó poco convincente—. Es la misma historia de siempre. Sucede a cientos de muchachas y seguirá ocurriendo en el futuro.
—Pero quizás otras muchachas reaccionan con menos sensibilidad.
El tono de Pedro hizo que Paula se quedara inmóvil en su asiento. Aunque había hablado con voz suave, llena de simpatía, había algo en las profundidades de sus ojos que la hizo observarlo con atención hasta descubrir un brillo de ira en las pupilas grises. ¡Ira! ¡Pedro estaba furioso por la manera en que Facundo la había tratado! La mente de Paula giró, al tratar de asimilar ese nuevo e inesperado acontecimiento. ¿También él despreciaba a ese tipo de hombre? Y, ¿qué quería decir al afirmar que otras mujeres reaccionarían con menos sensibilidad a la misma experiencia? —Paula… —se inclinó hacia ella, muy serio.
—Todo sucedió hace mucho tiempo —lo interrumpió ella, asustada de pronto por lo que él pudiera decir—. Es mejor olvidarlo.
«Sin embargo, Pedro pronunció esas crueles palabras muchos años antes», le susurró una vocecilla indiscreta, «antes de que conocieras a Facundo, y no las has olvidado».
Una leve caricia en su brazo atrajo la atención de su sorprendida mirada hacia los dedos bronceados de Pedro, que resaltaban contra la blancura de su piel. Estaba demasiado cerca y esos ojos grises la interrogaban con insistencia.
—No debes sufrir por hombres como Pieres, Paula—musitó y su dulzura la conmovió de una manera que ni su ira, ni sus sátiras burlonas habían conseguido antes. No podía soportar la simpatía que le demostraba, no en ese momento.
Cuando los dedos de Pedro empezaron a cerrarse sobre los suyos, apartó su mano como si la hubiera quemado y se lanzó a hablar para llenar el silencio que los envolvía:
—Creo que me gustaría oír un poco de música, ¿a tí, no? —indagó, trémula.
Se inquietó cuando vió que la frente de Pedro se fruncía, pero un momento después se borró ese gesto y su voz continuó siendo tranquila, como si quisiera calmar a un pajarillo asustado al que se proponía domesticar.
—¿Qué te gustaría oír?
Paula se dió cuenta de que no podía recordar el nombre de ninguna canción ni de un compositor.
—Oh, cualquier cosa… lo que tú escojas.
Se arrepintió de sus palabras poco después, pues escuchó las notas de una canción que conocía muy bien. Había comprado el disco cuando tenía diecisiete años y en aquellas primeras semanas después de que Gonzalo le enseñara la fotografía de Pedro, con frecuencia se encerraba en su habitación para mirarla, mientras escuchaba la melodía y murmuraba «Pedro Alfonso» una y otra vez. Ese recuerdo fue demasiado para sus emociones y, sin importarle la sorpresa de Pedro, ni su exclamación de angustia, se puso de pie y subió por la escalera corriendo. Pedro no se lo impidió.
Varias horas después, Paula todavía estaba despierta, con la vista fija en el techo de su cuarto a oscuras, mientras en su mente se repetía el recuerdo de su primer encuentro con Pedro y las palabras que había pronunciado al día siguiente bajo su ventana, como si se tratara de una película loca, sin principio, ni fin.
Había sucedido hacía mucho tiempo. ¿Por qué no era capaz de olvidar ese episodio, como había hecho con el de Facundo? Decirle a Pedro lo que había pasado entre ella y ese hombre no le había causado dolor; entonces, ¿por qué aquellos comentarios continuaban supurando dentro de ella, como una herida infectada que la había obligado a buscar una venganza infantil? ¿Por qué unas cuantas palabras tenían el poder de herirla mucho más que el egoísta comportamiento de Facundo?
Se dijo que le dolían porque amaba a Pedro pero en el momento en que se daba esa explicación, supo que no era correcta. A los diecisiete sólo había experimentado un capricho de colegiala, poderoso mientras duró, pero en última instancia temporal e inconsecuente. ¿Así que?…Y después, en un momento de claridad deslumbradora, supo la verdad.
Las palabras de Pedro la habían herido porque las esperaba. Porque siempre se había sentido fuera de sitio con su propio cuerpo. Las burlas de sus compañeros de escuela habían reforzado ese sentimiento y, cuando descubrió los atractivos del sexo opuesto, la imposibilidad de usar los vestidos de moda, además de las bromas de que había sido objeto, le habían producido un terrible complejo de inferioridad que había tratado de ocultar detrás de una máscara de maquillaje y una permanente mal hecha y poco atractiva. En el fondo, nunca había esperado que Pedro la viera como algo más que una adolescente gorda y fea. Si la hubiera aceptado, no hubiera sabido qué hacer. Sus palabras la habían destruido no porque le parecieron injustificadas, sino porque la enfrentaban con algo que ya sabía de antemano.
¿Qué haría con sus planes de venganza, ahora que veía el pasado con una luz nueva y diferente? Para su sorpresa, descubrió que después de haberse agitado en la cama durante tanto tiempo, por fin empezaba a tener sueño. Lo último que se le ocurrió antes de dormir fue que quizá debería estarle agradecida a Pedro, en lugar de odiarlo. Como resultado de la humillación, había reaccionado y se había propuesto modificar su apariencia. De hecho, nunca hubiera alcanzado tanto éxito en su carrera profesional si no hubiera sido por Pedro Alfonso.
La inesperada pregunta interrumpió la conversación superficial que habían mantenido durante la cena. Por un segundo Paula no estuvo segura de haber oído bien. ¿Herirla? Norberto le daría el mundo entero, si se lo pidiera. Entonces, el sentido de la pregunta se le aclaró y negó con la cabeza.
—No —sintió alivio al comprender que sus palabras impensadas no la habían traicionado por completo—. No, no fue Norberto.
Demasiado tarde comprendió que su respuesta sincera la sometería a un nuevo interrogatorio.
—Entonces, ¿quién fue? ¿Qué te hizo, Paula?
Atrapada en una trampa que ella misma había tenido, no pudo encontrar la respuesta adecuada. Si hubiera tenido valor, había aprovechado la oportunidad para confesarle la verdad. Su tonto plan de venganza se había hecho añicos y, si Pedro supiera quién era y por qué estaba allí, le daría su bolso y la dejaría partir. Los nervios le fallaron y al mismo tiempo le llegó la inspiración.
—Se llamaba Facundo Pieres—trató de mantener firme la voz, pero sólo logró un susurro vacilante—. Era diez años mayor que yo… frívolo, elegante, con mucha experiencia. Pensé que me amaba y lo que lo atraía era que fuera la modelo del año, la estrella del mundo de la moda. Quería que lo vieran conmigo y me exigió una relación física, como no acepté, me dejó —consciente del dolor que reflejaba su voz, forzó una sonrisa que, a juzgar por la expresión del hombre, resultó poco convincente—. Es la misma historia de siempre. Sucede a cientos de muchachas y seguirá ocurriendo en el futuro.
—Pero quizás otras muchachas reaccionan con menos sensibilidad.
El tono de Pedro hizo que Paula se quedara inmóvil en su asiento. Aunque había hablado con voz suave, llena de simpatía, había algo en las profundidades de sus ojos que la hizo observarlo con atención hasta descubrir un brillo de ira en las pupilas grises. ¡Ira! ¡Pedro estaba furioso por la manera en que Facundo la había tratado! La mente de Paula giró, al tratar de asimilar ese nuevo e inesperado acontecimiento. ¿También él despreciaba a ese tipo de hombre? Y, ¿qué quería decir al afirmar que otras mujeres reaccionarían con menos sensibilidad a la misma experiencia? —Paula… —se inclinó hacia ella, muy serio.
—Todo sucedió hace mucho tiempo —lo interrumpió ella, asustada de pronto por lo que él pudiera decir—. Es mejor olvidarlo.
«Sin embargo, Pedro pronunció esas crueles palabras muchos años antes», le susurró una vocecilla indiscreta, «antes de que conocieras a Facundo, y no las has olvidado».
Una leve caricia en su brazo atrajo la atención de su sorprendida mirada hacia los dedos bronceados de Pedro, que resaltaban contra la blancura de su piel. Estaba demasiado cerca y esos ojos grises la interrogaban con insistencia.
—No debes sufrir por hombres como Pieres, Paula—musitó y su dulzura la conmovió de una manera que ni su ira, ni sus sátiras burlonas habían conseguido antes. No podía soportar la simpatía que le demostraba, no en ese momento.
Cuando los dedos de Pedro empezaron a cerrarse sobre los suyos, apartó su mano como si la hubiera quemado y se lanzó a hablar para llenar el silencio que los envolvía:
—Creo que me gustaría oír un poco de música, ¿a tí, no? —indagó, trémula.
Se inquietó cuando vió que la frente de Pedro se fruncía, pero un momento después se borró ese gesto y su voz continuó siendo tranquila, como si quisiera calmar a un pajarillo asustado al que se proponía domesticar.
—¿Qué te gustaría oír?
Paula se dió cuenta de que no podía recordar el nombre de ninguna canción ni de un compositor.
—Oh, cualquier cosa… lo que tú escojas.
Se arrepintió de sus palabras poco después, pues escuchó las notas de una canción que conocía muy bien. Había comprado el disco cuando tenía diecisiete años y en aquellas primeras semanas después de que Gonzalo le enseñara la fotografía de Pedro, con frecuencia se encerraba en su habitación para mirarla, mientras escuchaba la melodía y murmuraba «Pedro Alfonso» una y otra vez. Ese recuerdo fue demasiado para sus emociones y, sin importarle la sorpresa de Pedro, ni su exclamación de angustia, se puso de pie y subió por la escalera corriendo. Pedro no se lo impidió.
Varias horas después, Paula todavía estaba despierta, con la vista fija en el techo de su cuarto a oscuras, mientras en su mente se repetía el recuerdo de su primer encuentro con Pedro y las palabras que había pronunciado al día siguiente bajo su ventana, como si se tratara de una película loca, sin principio, ni fin.
Había sucedido hacía mucho tiempo. ¿Por qué no era capaz de olvidar ese episodio, como había hecho con el de Facundo? Decirle a Pedro lo que había pasado entre ella y ese hombre no le había causado dolor; entonces, ¿por qué aquellos comentarios continuaban supurando dentro de ella, como una herida infectada que la había obligado a buscar una venganza infantil? ¿Por qué unas cuantas palabras tenían el poder de herirla mucho más que el egoísta comportamiento de Facundo?
Se dijo que le dolían porque amaba a Pedro pero en el momento en que se daba esa explicación, supo que no era correcta. A los diecisiete sólo había experimentado un capricho de colegiala, poderoso mientras duró, pero en última instancia temporal e inconsecuente. ¿Así que?…Y después, en un momento de claridad deslumbradora, supo la verdad.
Las palabras de Pedro la habían herido porque las esperaba. Porque siempre se había sentido fuera de sitio con su propio cuerpo. Las burlas de sus compañeros de escuela habían reforzado ese sentimiento y, cuando descubrió los atractivos del sexo opuesto, la imposibilidad de usar los vestidos de moda, además de las bromas de que había sido objeto, le habían producido un terrible complejo de inferioridad que había tratado de ocultar detrás de una máscara de maquillaje y una permanente mal hecha y poco atractiva. En el fondo, nunca había esperado que Pedro la viera como algo más que una adolescente gorda y fea. Si la hubiera aceptado, no hubiera sabido qué hacer. Sus palabras la habían destruido no porque le parecieron injustificadas, sino porque la enfrentaban con algo que ya sabía de antemano.
¿Qué haría con sus planes de venganza, ahora que veía el pasado con una luz nueva y diferente? Para su sorpresa, descubrió que después de haberse agitado en la cama durante tanto tiempo, por fin empezaba a tener sueño. Lo último que se le ocurrió antes de dormir fue que quizá debería estarle agradecida a Pedro, en lugar de odiarlo. Como resultado de la humillación, había reaccionado y se había propuesto modificar su apariencia. De hecho, nunca hubiera alcanzado tanto éxito en su carrera profesional si no hubiera sido por Pedro Alfonso.
jueves, 19 de noviembre de 2015
Mi Bella Tramposa: Capítulo 32
Con dulzura le quitó la mano, separándola de su cara sonrojada y el suave contacto fue como una descarga eléctrica en cada uno de sus nervios.
—No había planeado besarte, pero te ví tan hermosa —le confesó en voz baja—, que no pude evitarlo.
Eso era más de lo que la chica podía soportar. Aún azorada por el beso y su propia reacción, le parecía que esos ojos grises estudiaban su cara con demasiada insistencia para que se sintiera cómoda. Bruscamente, liberó su brazo de la suave presión de Pedro.
—Estaba haciendo café —dijo secamente—. ¿Quieres una taza?
Agradeció los breves momentos en que se distrajo poniendo las tazas en los platos y sirviendo el café. Necesitaba tiempo para recobrarse de la impresión. Algo había pasado, algo que no entendía. Sólo sabía que se sentía como si le hubieran puesto cabeza abajo y la hubieran vaciado de su contenido; y, por mucho que lo intentara, no podía recuperar el odio que había sentido por Pedro el día anterior y, sin esa emoción, no sabía cómo actuar.
Al final, él le facilitó las cosas. Inició una conversación trivial que ella podía seguir sin dificultad y su tensión empezó a desvanecerse mientras le explicaba lo que había hecho en el jardín, intercalando uno o dos comentarios graciosos.
Esa actitud, marcó la pauta del resto del día. Pedro se comportó con cortesía, ofreciéndole su agradable y amistosa compañía, que Paula aceptó agradecida. No trató de persuadirla de que hiciera nada, sino que la dejó sola, dedicándose a arreglar el jardín y permitiéndole hacer lo que quisiera.
Para Paula, las tranquilas horas en el campo contrastaban con la agitación y el ruido de su vida profesional, las prisas para llegar de una cita a otra y la tensión de pasar de un experto del maquillaje a un estilista del peinado para ser fotografiada cientos de veces, hasta que el fotógrafo quedaba satisfecho. A medida que el tiempo pasaba, se daba cuenta de lo que se sentía al descansar y poco a poco empezó a ver su carrera con nuevos ojos. El éxito la había esclavizado, dejándole muy poco espacio para los detalles pequeños y personales de su vida, y por fin comprendió que un sin número de veces se había considerado a sí misma una marioneta que sólo se movía si alguien tiraba de las cuerdas.
Por fin comprendía del todo por qué Pedro se refugiaba en la cabaña, por qué se alejaba de Londres, de los hoteles Alfonso y de las exigencias de su trabajo. Con ese nuevo punto de vista, sintió una súbita e inexplicable necesidad de ver a Pedro y, sin considerar qué la motivaba, salió al jardín, en la parte posterior de la casa.
Pedro estaba trabajando en un área con plantas muy crecidas, entre dos enormes manzanos cargados de fruta, que se alzaban contra el muro más lejano del jardín. Se había quitado la camisa y Paula lo observó en silencio. Estaba despeinado, su espalda brillaba por el sudor y no daba la imagen del hombre de negocios a la que estaba acostumbrada.
«Sé tú misma», le había dicho, y ella se había enfadado. Pero, ¿no había realmente una parte de sí que había sofocado para que Paula Chaves, la modelo famosa, triunfara? Con un sentimiento de tristeza, que se agrandaba cada vez más, admitió que en otras circunstancias no se hubiera quedado allí, observando a Pedro, sino que lo hubiera ayudado. Pero había elegido un papel diferente y debía seguir actuando. Comportarse de otra manera implicaba arriesgarse a que él la comparara con Paulina y se diera cuenta de que lo había engañado. Sospechar que quizá Pedro hubiera preferido, por lo menos como compañera, a la Paulina de antaño, sólo agudizó su inseguridad.
«Sé tú misma». Con un suspiro francamente envidioso, Paula pensó que él lo tenía fácil. Vestido con un viejo pantalón vaquero y zapatos sucios, no perdía el aura de poder y energía que siempre lo rodeaba. Su físico saludable no requería de ropa cara ni de los trucos que los mortales de menos categoría usaban para destacar. Volvió a suspirar. Con gusto cambiaría cada prenda de su guardarropa por la oportunidad de vestirse con comodidad, estar con Pedro y compartir con él la otra parte de sí misma.
Aunque fue muy leve, Pedro oyó el suspiro de la joven y se volvió rápidamente. Al verla, parada en la mitad del camino, se pasó una mano por el pelo húmedo para quitárselo de la frente y, sin hablar, le sonrió, deseando poder calmar la inquietud que reflejaban aquellos ojos verdes.
A Paula le pareció que su corazón había cesado de latir. Era ilógico, irracional, pero le parecía que nunca había visto sonreír a Pedro, como si, al igual que los besos que le había dado, él siempre se hubiera mantenido a distancia. Esa sonrisa en cambio, era cálida y le daba la bienvenida, iluminando sus ojos, al mismo tiempo que su rostro. Por un momento, Paula creyó que el sol brillaba en todo su esplendor.
—Yo… venía a preguntarte si querías beber algo —tartamudeó de prisa, avergonzada de que la sorprendiera observándolo a sus espaldas—. Hace mucho calor. Debes tener sed.
—Tengo sed —le agradeció que aceptara ese pretexto, con su voz suave y agradable. Algo en sus ojos la hizo agitarse inquieta—. Hay una cerveza en la nevera que me sentaría de perlas.
Sólo tardó unos segundos en llevarle la bebida, y después podía haber vuelto a la casa, pero no tuvo ganas de dejar a Pedro y se quedó a su lado mientras bebía hasta que dejó a un lado el vaso vacío, con un suspiro de satisfacción. Había un poco de barro en su mejilla y Paula levantó la mano y se lo limpió, antes de darse cuenta de lo que hacía; desconcertada por ese impulso inesperado, la bajó.
—¿Qué harás aquí? —preguntó, indicando con la cabeza el área en la que Pedro trabajaba—. Sería el sitio ideal para hortalizas.
—Es cierto, pero temo que no puedo planear algo tan ambicioso. No vengo con la frecuencia necesaria para vigilarla y las malas hierbas las invadirían.
—Es una lástima. Norberto siempre…
Se calló, asustada por lo que había revelado sin advertirlo y, bajando la cabeza, murmuró:
—Me llevaré esto y lo lavaré —cogió el vaso vacío y huyó hacia la casa.
Al entrar en la cocina, se dio cuenta de que la expresión de los ojos de Pedro era la misma de la noche de la exhibición de modas, cuando la había tomado en sus brazos y el deseo había agrandado sus pupilas.
¿Por qué había surgido de repente? ¿Por qué ahora, si no había demostrado ningún interés en las semanas transcurridas entre la cena de Luciana y esas vacaciones? Un estremecimiento helado le recorrió la espalda al pensar que estaba atrapada en esa casa con Pedro, sola e indefensa. Antes, su único temor era que él descubriera su verdadera personalidad; pero de pronto empezaba a sentirse amenazada de una forma diferente.
—No había planeado besarte, pero te ví tan hermosa —le confesó en voz baja—, que no pude evitarlo.
Eso era más de lo que la chica podía soportar. Aún azorada por el beso y su propia reacción, le parecía que esos ojos grises estudiaban su cara con demasiada insistencia para que se sintiera cómoda. Bruscamente, liberó su brazo de la suave presión de Pedro.
—Estaba haciendo café —dijo secamente—. ¿Quieres una taza?
Agradeció los breves momentos en que se distrajo poniendo las tazas en los platos y sirviendo el café. Necesitaba tiempo para recobrarse de la impresión. Algo había pasado, algo que no entendía. Sólo sabía que se sentía como si le hubieran puesto cabeza abajo y la hubieran vaciado de su contenido; y, por mucho que lo intentara, no podía recuperar el odio que había sentido por Pedro el día anterior y, sin esa emoción, no sabía cómo actuar.
Al final, él le facilitó las cosas. Inició una conversación trivial que ella podía seguir sin dificultad y su tensión empezó a desvanecerse mientras le explicaba lo que había hecho en el jardín, intercalando uno o dos comentarios graciosos.
Esa actitud, marcó la pauta del resto del día. Pedro se comportó con cortesía, ofreciéndole su agradable y amistosa compañía, que Paula aceptó agradecida. No trató de persuadirla de que hiciera nada, sino que la dejó sola, dedicándose a arreglar el jardín y permitiéndole hacer lo que quisiera.
Para Paula, las tranquilas horas en el campo contrastaban con la agitación y el ruido de su vida profesional, las prisas para llegar de una cita a otra y la tensión de pasar de un experto del maquillaje a un estilista del peinado para ser fotografiada cientos de veces, hasta que el fotógrafo quedaba satisfecho. A medida que el tiempo pasaba, se daba cuenta de lo que se sentía al descansar y poco a poco empezó a ver su carrera con nuevos ojos. El éxito la había esclavizado, dejándole muy poco espacio para los detalles pequeños y personales de su vida, y por fin comprendió que un sin número de veces se había considerado a sí misma una marioneta que sólo se movía si alguien tiraba de las cuerdas.
Por fin comprendía del todo por qué Pedro se refugiaba en la cabaña, por qué se alejaba de Londres, de los hoteles Alfonso y de las exigencias de su trabajo. Con ese nuevo punto de vista, sintió una súbita e inexplicable necesidad de ver a Pedro y, sin considerar qué la motivaba, salió al jardín, en la parte posterior de la casa.
Pedro estaba trabajando en un área con plantas muy crecidas, entre dos enormes manzanos cargados de fruta, que se alzaban contra el muro más lejano del jardín. Se había quitado la camisa y Paula lo observó en silencio. Estaba despeinado, su espalda brillaba por el sudor y no daba la imagen del hombre de negocios a la que estaba acostumbrada.
«Sé tú misma», le había dicho, y ella se había enfadado. Pero, ¿no había realmente una parte de sí que había sofocado para que Paula Chaves, la modelo famosa, triunfara? Con un sentimiento de tristeza, que se agrandaba cada vez más, admitió que en otras circunstancias no se hubiera quedado allí, observando a Pedro, sino que lo hubiera ayudado. Pero había elegido un papel diferente y debía seguir actuando. Comportarse de otra manera implicaba arriesgarse a que él la comparara con Paulina y se diera cuenta de que lo había engañado. Sospechar que quizá Pedro hubiera preferido, por lo menos como compañera, a la Paulina de antaño, sólo agudizó su inseguridad.
«Sé tú misma». Con un suspiro francamente envidioso, Paula pensó que él lo tenía fácil. Vestido con un viejo pantalón vaquero y zapatos sucios, no perdía el aura de poder y energía que siempre lo rodeaba. Su físico saludable no requería de ropa cara ni de los trucos que los mortales de menos categoría usaban para destacar. Volvió a suspirar. Con gusto cambiaría cada prenda de su guardarropa por la oportunidad de vestirse con comodidad, estar con Pedro y compartir con él la otra parte de sí misma.
Aunque fue muy leve, Pedro oyó el suspiro de la joven y se volvió rápidamente. Al verla, parada en la mitad del camino, se pasó una mano por el pelo húmedo para quitárselo de la frente y, sin hablar, le sonrió, deseando poder calmar la inquietud que reflejaban aquellos ojos verdes.
A Paula le pareció que su corazón había cesado de latir. Era ilógico, irracional, pero le parecía que nunca había visto sonreír a Pedro, como si, al igual que los besos que le había dado, él siempre se hubiera mantenido a distancia. Esa sonrisa en cambio, era cálida y le daba la bienvenida, iluminando sus ojos, al mismo tiempo que su rostro. Por un momento, Paula creyó que el sol brillaba en todo su esplendor.
—Yo… venía a preguntarte si querías beber algo —tartamudeó de prisa, avergonzada de que la sorprendiera observándolo a sus espaldas—. Hace mucho calor. Debes tener sed.
—Tengo sed —le agradeció que aceptara ese pretexto, con su voz suave y agradable. Algo en sus ojos la hizo agitarse inquieta—. Hay una cerveza en la nevera que me sentaría de perlas.
Sólo tardó unos segundos en llevarle la bebida, y después podía haber vuelto a la casa, pero no tuvo ganas de dejar a Pedro y se quedó a su lado mientras bebía hasta que dejó a un lado el vaso vacío, con un suspiro de satisfacción. Había un poco de barro en su mejilla y Paula levantó la mano y se lo limpió, antes de darse cuenta de lo que hacía; desconcertada por ese impulso inesperado, la bajó.
—¿Qué harás aquí? —preguntó, indicando con la cabeza el área en la que Pedro trabajaba—. Sería el sitio ideal para hortalizas.
—Es cierto, pero temo que no puedo planear algo tan ambicioso. No vengo con la frecuencia necesaria para vigilarla y las malas hierbas las invadirían.
—Es una lástima. Norberto siempre…
Se calló, asustada por lo que había revelado sin advertirlo y, bajando la cabeza, murmuró:
—Me llevaré esto y lo lavaré —cogió el vaso vacío y huyó hacia la casa.
Al entrar en la cocina, se dio cuenta de que la expresión de los ojos de Pedro era la misma de la noche de la exhibición de modas, cuando la había tomado en sus brazos y el deseo había agrandado sus pupilas.
¿Por qué había surgido de repente? ¿Por qué ahora, si no había demostrado ningún interés en las semanas transcurridas entre la cena de Luciana y esas vacaciones? Un estremecimiento helado le recorrió la espalda al pensar que estaba atrapada en esa casa con Pedro, sola e indefensa. Antes, su único temor era que él descubriera su verdadera personalidad; pero de pronto empezaba a sentirse amenazada de una forma diferente.
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