martes, 4 de julio de 2017

Paternidad Inesperada: Capítulo 34

Con ánimo resuelto, salió del salón para dirigirse al dormitorio. Olivia  lloraba aún. La tomó de los brazos de la secretaria y se la colocó apoyada en un hombro, con lo que su orejita estaba muy cerca de su boca. Luego, poniendo una voz suave, dijo:

—Escúchame, niña.

Los llantos se detuvieron momentáneamente en un hipido, y Pedro la palmeó con suave aprobación en la espalda mientras le explicaba:

—Tenemos que llegar a un arreglo. Recuérdalo: estamos juntos en esto, tú y yo. Hicimos el daño, y ahora mamá está fuera de juego. Es más: tenemos que salir de esto con buena nota. Un claro eructo explotó cerca de su  cuello.

—Eso está bien —la animó—. No te pongas ahora a llorar otra vez, que solo servirá para que tragues más aire. Puede que después de haber estado tomando el pecho de mamá, un biberón no sea lo que más te…

Un berrido agudo le comunicó  alto y claro que esa información no era bien recibida. Se le erizó el vello de la nuca. El terror lo invadió, trató por todos los medios de rectificar su error, y fracasó miserablemente. Las palmaditas no calmaban a Olivia. Mecerla tampoco servía de nada. No prestaba la más mínima atención a sus aseveraciones de que todo iría bien si confiaba en él. Pataleaba y movía los puñitos cenados, tenía el rostro permanentemente contraído para berrear, y su cuerpo se revolvía ante cualquier intento de apaciguarla. Con un nuevo impulso de determinación,  hizo por despejar su mente ante la invasión de aquel ruido paralizante. No había más que una salida para esa situación. Sus amigos le habían dicho que un vehículo en marcha actuaba como un tranquilizante para un niño. Tenía que llevarla  al Range Rover, y salir a la carretera. Si no se calmaba, era imposible que llegara a tomarse un biberón. Y todavía le faltaba dar con la fórmula que le agraciase a su hija, y que no contaba con tener la suerte de acertar a la primera. El farmacéutico le había aconsejado que se llevara tres leches diferentes, para tener alternativas que ofrecerle a la niña. Y también había que probar con diferentes tetinas. Preparar y administrar biberones era un asunto complicado en el que necesitaba toda la cooperación de Olivia si quería buenos resultados. Puso a la enrabietada criatura en el moisés, y la sujetó bien fuerte con la manta. Aunque la niña hizo lo posible por destaparse, afortunadamente no se demoró en salir. La eficiente secretaria de Violeta  le preparó la maleta de Paula mientras él llevaba todas las cosas de la niña al coche.

—Buena suerte —le dijo, muy sentidamente.

 Pedro la saludó con la mano desde la ventanilla al arrancar. Pensaba que iba a necesitar toda la buena suerte de que pudiera disponer, pero también pensaba que admitirlo así hubiera sido una señal de debilidad. Y era el momento de mostrar una fuerza inalterable. Tenía que demostrar a Paula que era una sólida roca en la que se podía apoyar. Y Olivia también.

Mientras ponía rumbo a su casa tuvo que esforzarse por ignorar el llanto de la niña en el asiento de atrás. Le llevó un buen tramo del camino serenarse. Pero  acabó bendiciendo en su interior a los amigos que le habían contado el truco del coche en movimiento. Aprovechando aquel momento de paz,  empezó a planear el siguiente paso crucial. Ya tenía advertido a sus dos aprendices que iba a llevar a casa a su familia, y que le hacía falta su ayuda. Así que llamó a su casa desde el coche y habló con el mayor de ellos, Leandro, que fue quien atendió el teléfono.

—Llegaré en cuestión de minutos —le informó Pedro—.  Paula ha tenido que ir al hospital, así que estoy solo con la cría. Necesito que me ayuden a sacar del coche todas las cosas de la niña y las metan en casa tan pronto como se pueda, así que estén  atentos a mi llegada.

 —Lo estaremos, Pedro. ¿Alguna otra cosa?

Pedro pensó deprisa.

- Sí. Busquen los cacharros más grandes que haya en la cocina, llenenlos de agua caliente y ponganlos a hervir al fuego. Es la manera más rápida de esterilizar las tetinas y los biberones.

—Muy bien.

—Por ahora, eso es todo.

Emplear a sus aprendices para aquella ocasión no era evadir su responsabilidad, se dijo. Él seguía siendo quien estaba al cargo, y, además, no había manera de saber cuándo se despertaría Olivia para pedir alimento. Había que ser rápido para complacerla. Si era posible. Leandro y Diego rondaban los veinte años, pero Pedro sabía que eran dignos de confianza, y meticulosos a la hora de seguir sus instrucciones. Compartían con el una innata predisposición a hacer bien las cosas, lo cual era un requisito importante para dedicarse a la restauración. Cualquiera que trabajase con él había de tener a orgullo hacer bien el trabajo. Se alegraba de que toda su batería de cocina fuese de acero inoxidable. Así no corrían riesgos. Ya le había dicho el farmacéutico que no usase cacharros de aluminio para la esterilización. Por supuesto, una vez que hubiera superado con éxito las primeras tomas, emplearía la solución esterilizante y las otras cosas que había comprado, pero eso llevaba seis horas. Había que salir primero de aquel trance, y después ya se establecería una rutina. Y tenía que seguir pensando de manera positiva. El desembarco se desarrolló con tanta eficacia como él esperaba.

—La llevaremos al comedor —dijo, mientras los chicos se apresuraban ya con las cosas de la niña: bañera, cambiador, pañales, los paquetes de la farmacia.

Mientras Pedro transportaba la canastilla con la niña, Spike se colocó automáticamente al otro lado, para vigilar al cachorro. El comedor comunicaba con la cocina. Allí solían almorzar por lo general los chicos. Tenía una sólida mesa de roble, rodeada de media docena de sillas. La televisión y un cómodo sillón reclinable completaban el mobiliario allí presente. Había espacio de sobra para desplegar la mesita, con los pañales y toda la parafernalia que la acompañaba. Soltó el moisés cerca de la televisión, apartada de donde iban a moverse ellos.

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