—De acuerdo —dijo él, más animosamente, y le dió un beso, para no caer en el abatimiento. E, inmediatamente, con una sonrisa deslumbradora, le preguntó—. ¿Qué me dices de venirse las dos a pasar el fin de semana en mi casa? Así podré ejercer dos días seguidos de padre, y tú podrás tomar nota de qué tal lo hago.
La segunda persona del plural le sonó divinamente a ella, aunque le habría gustado que utilizara más el nombre de Olivia, pero, de momento, también ella tendría paciencia con él.
—Me parece muy bien —y, una vez puestos de acuerdo sobre eso, le pasó la mano por el cuello, pegándose a él.
Pedro no necesitaba más insinuación, así que al momento reanudaron las caricias recíprocas, que Paula disfrutó con la misma intensidad que antes, y aún más alegría, eliminada una de las grandes barreras mentales que sentía. Ojalá tuviera en su mano el acabar con la otra.
A la mañana siguiente, Pedro aprendió una importante lección: cuando se trata con bebés, el éxito puede convertirse en desastre en cuestión de minutos. Creía haber dado un gran paso porque la niña había dormido toda la noche de un tirón, tal y como su padre le había sugerido, dándole a mamá la oportunidad de descansar, amén de la de reencontrarse con la satisfacción que el amor físico entre un hombre y una mujer podía proporcionar. Pensaba que su niña era estupenda, que comprendía perfectamente el sentido de la cooperación y lo obedecía al pie de la letra. ¿Y qué pasó entonces? Pues que, por no haberse despertado para su toma de madrugada, para cuando sintió hambre, al amanecer, los pechos de Paula estaban tan rebosantes de leche que, al primer chupetón de la niña, se derramaron como un grifo en su garganta. La cría no podía tragar aquello, así que lo devolvió a borbotones, poniéndolo todo perdido. Se encargó de limpiar el desastre, y Paula acertó a tumbarse boca arriba, para dar de mamar a la niña en esa postura, con lo que el chorro no la atragantaba. Con eso quedó resuelto el problema de la alimentación de Olivia, pero no el de Paula, ya que la niña no podía beberse toda la leche extra que se había almacenado durante la noche en los pechos de su madre. Por eso, aun después de la toma, a ella le seguían doliendo.
—Tendré que usar un sacaleches —le dijo a Pedro, preocupada—. ¿Podrías buscar una farmacia de guardia y comprarme uno?
—Un sacaleches —repitió él, incrédulo.
Pedro se imaginaba algo parecido a lo que le aplicaban en las ubres a las vacas para ordeñarlas automáticamente. Lo había visto cuando estaba en el colegio, en una excursión didáctica a una granja. ¿Y Paula iba a tener que usar esa cosa tan horrible?
—Sí. Debería haber comprado uno, pero no contaba con que Oli empezase tan pronto a dormir por las noches de un tirón —aquello hizo que él se sintiese culpable.
—En Epping Road hay una farmacia abierta las veinticuatro horas, si no te importa acercarte.
—Claro que no. Tardaré como veinte minutos ¿Estarás bien, Pau? — preguntó ansioso.
—Sí, sí; ahora te traigo el dinero.
—Ya lo pagaré yo.
Aparte de su deseo de ayudarla, sabía que acababa de meter la pata, y se sentía muy culpable. Paula llevaba razón al decir que los seres humanos eran más complicados de lo que él pensaba. Mientras conducía el Range Rover, continuaba culpándose por no haber previsto las consecuencias de su iniciativa con la pequeña Oli. Y qué iba a prever la pobrecita; por fiarse de lo que le había dicho su papá, casi se había ahogado con la leche de su madre. Al parecer, aquello era como cuando se cambia… algo del medio ambiente, por pequeño que sea, y se produce una reacción en cadena, que concluye en desastre. ¡Craso error el suyo! Menos mal que Paula no sabía nada de la conversación que él había tenido con su hija, porque, si no, tendría en esos momentos un punto negro en su contra. Probablemente, a ella le habría parecido egoísta su actitud, al restringir las necesidades de la niña para disponer de más tiempo con ella, y no le faltaría razón, en parte. Pero él no había querido causar ningún daño. Aquello había sido todo un escarmiento, y pensaba ser mucho más prudente en el futuro al tratar de arreglar las cosas. Por suerte era sábado y había poco tráfico en Epping Road a aquellas horas de la mañana. Llegó pronto al centro comercial y dio con la farmacia de guardia. Llamó al timbre y, cuando el farmacéutico acudió, le contó el problema. Sintió bastante alivio al ver que el sacaleches resultaba ser relativamente pequeño y fácil de usar.
—La aconsejo que se lleve también un tarro de crema —dijo el farmacéutico.
—¿Y eso para qué?
—El sacaleches puede irritarle los pezones a su esposa. Ya los tendrá bastante sensibles, y, si se le hacen grietas, le dolerán bastante. Lo mejor es que se aplique una buena crema.
¡Grietas en los pezones! La cosa iba de mal en peor. ¡Qué tremendo error!
—De acuerdo, me llevo un tarro. ¿Puede hacernos falta alguna otra cosa?
—No. Si se cuida, debería mejorar. Si no fuera así, debe consultar a un médico.
—Me encargaré de que se cuide —aseguró Pedro, que detestaba la idea de que, a consecuencia de su actuación, Paula acabase en el médico.
Mientras pagaba y recogía las cosas, pensó que nada era sencillo, que los bebés podían complicar el curso normal de los acontecimientos. Lo había visto con sus amistades, sin darse cuenta de lo complejo que podía llegar a ser. Siempre había pensado que la clave era mantener el control, no permitir que se hicieran con él los pequeños mo… mocosos, pero ya iba viendo que el control no era tan fácil de definir. Iba a tener que dedicarle más interés y reflexión.
Una vez de regreso hacia Lane Cove en el Range Rover, decidió que tenía que hacer realmente bien las cosas, una vez embarcado en la crianza de un bebé. Nada de nuevos ardides sin calcular cuáles podían ser los resultados: no podía permitirse que Paula lo pillase en muchos errores. Después de esa noche, estaba seguro de que las puertas estaban abiertas para él, y no iba a ser él precisamente quien se las cerrase en las narices. Al menos contaba con el fin de semana entero para arreglar su equivocación. Si llegaba a conocer a los padres de ella, pensaba decirles un par de cosas; qué era eso de no haberla deseado y hacerla pasar tan malos ratos. Al menos a él simplemente lo habían ignorado; en comparación, era para considerase afortunado. Ella había llevado peor parte. No era de extrañar que necesitase mucha seguridad. En cuanto a la pequeña Oli, se imaginaba que no tendría grandes problemas con ella. Era buena, y escuchaba a su padre como un buen soldado. Tendría que encontrar un momento para hablar a solas con ella y explicarle que había cambio de estrategia, y debía volver a su antiguo horario de tomas. Y esa noche… bueno, esa noche solamente abrazaría a Paula. A menos que ella quisiera algo más, en cuyo caso no sería él quien la dejara con las ganas. El farmacéutico había dado por sentado que se trataba de su esposa, y estaba decidido a hacer de eso una realidad tan pronto como pudiera. Seguramente a Paula no le llevaría mucho tiempo descubrir que él no era como su padre. Ni como el suyo tampoco. Lo único que le hacía falta era un mayor entendimiento con la pequeña Oli. Los niños tenían un instinto especial para saber lo que les convenía. Era una sencilla cuestión de lógica: una niña necesitaba un padre y, evidentemente, él era el adecuado. Deseaba ansiosamente que todo fuera, en efecto, así de sencillo.
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