sábado, 29 de julio de 2017

Una Esperanza: Capítulo 25

Matías comentó a Paula que la mayoría de las llamadas amistades de Pedro se alejaron al quedar él ciego. Pablo  le prestó su casa en la playa, pero después de todo, sólo era un socio en los negocios. Por lo tanto, si ella lo  abandonaba, se sentiría culpable; no obstante, al permanecer cerca de él sufría constantemente.

Regresó a la cocina, lavó la taza y la dejó escurrir en el fregadero, después salió a la terraza posterior. Permaneció de pie un momento y parpadeó bajo el fuerte brillo del sol. Cuando sus ojos se acostumbraron a la claridad, dejó correr la mirada por el enorme jardín, muy diferente al pequeño patio de la casa de su tío. Casi podía imaginar un partido de cricket sobre el extenso prado. Se sentó en los escalones, a la sombra del alero. Era una casa hermosa, adecuada para que vivieran allí muchos niños. Siempre deseó tener muchos hijos, a pesar de también querer seguir una carrera. De alguna manera, siempre pensó que podría atender las dos cosas. La embargó la desdicha ya que no creía posible volverse a enamorar, después de Pedro… Sopló la brisa y agitó su cabello. Levantó la mirada hacia las nubes negras que se juntaban en el horizonte. El cambio de clima anunciado para esa tarde parecía adelantarse. Notó la ropa lavada que colgaba en el tendedero, se puso de pie y la descolgó. La colocó en el carrito que estaba junto. De pronto escuchó que él le gritaba.

—¡Paula! ¿En dónde estás?

Se volvió al escuchar la voz de Pedro, quien salió a la terraza posterior y apoyaba una mano en un poste, mientras con la otra sostenía una toalla alrededor de la cintura. Parecía más guapo recién afeitado y duchado. Su rostro bronceado brillaba con las gotas del agua.

—Estoy aquí, Pedro. Descuelgo la ropa del tendedero.

—No encuentro mis pantaloncillos. ¿Los recogiste? Anoche quedaron en el suelo, junto a mi cama.

—Puedo imaginarlo —murmuró Paula entre dientes—. Parece que Matías los metió en la lavadora —habló más fuerte—. Te los llevaré, ya casi están secos.

Cuando se detuvo en el primer escalón y le entregó los pantaloncillos de color brillante, él parecía mirarla.

—Escuché el primer comentario —informó Pedro con voz cortante—. ¡Sabrás que puse los pantaloncillos allí  para saber con exactitud dónde estaban! ¿Piensas que me gusta estar así, dependiendo de los demás para que me hagan las cosas? ¡Lo odio!

Antes de responder, Paula contó hasta el diez.

—Lo comprendo —habló con calma—. Mañana ya no tendrás que preocuparte por eso.

—Tal vez —murmuró él—. Tal vez...

La duda que escuchó en su voz, conmovió el corazón de Paula; sin embargo, habló con firmeza.

—Tienes qué ser positivo, Pedro. Los médicos tienen confianza, ¿No es asi?

—¿Acaso no siempre la tienen?

Paula pensó en su madre y recordó que los médicos le dijeron que no era probable que el tumor de su seno fuera canceroso, pero... ¿Y si lo hubiera sido? ¿No serían culpables por darle falsas esperanzas? Sabía que no le haría ningún bien a Pedro si le comentaba lo anterior.

—¿Preferirías que fueran negativos? —inquirió Paula—. No lo creo. Además, estoy bastante segura de que los médicos no dirían que tu operación tiene casi el cien por ciento de posibilidades de ser un éxito si no las tuviera. Es importante que te presentes a esa operación con una actitud optimista. La mente es poderosa, puede hacer que uno se sienta enfermo cuando no hay motivo físico para estarlo. En una ocasión tuvimos un perro, y le quitaron las amígdalas. Al día siguiente estaba bien, simplemente, porque no sabía que podría ser de otra manera. Si entras en la sala de operaciones pensando que no será un éxito, es probable que entonces no lo sea.

Al terminar el sermón, Pedro no habló por un momento, después sacudió la cabeza.

—Será mejor que tengas cuidado, Paula. Si continúas hablando con tanta sensatez, podría olvidar lo joven que eres —se volvió y entró en la casa.

Paula sintió de pronto la boca seca, y observó cómo se alejaba. No estuvo segura si sintió alivio al escuchar la voz de Harry, quien los llamó desde el frente de la casa. Las palabras y el tono de voz de Hugh llevaban una amenaza íntima que le puso la piel de gallina. Fue en busca del cesto de la ropa limpia y lo llevó al interior de la casa, decidida a distraer planchando su mente y su cuerpo. No podía dejar de pensar en lo que podría suceder si volvían a quedarse a solas, en particular, después que Pedro recuperara la vista. No era una chica vana, mas sí honesta, y sabía que los hombres la encontraban sexualmente atractiva. Si él estaba tan frustrado como decía, ¿Una vez más podría resistir lo que ella quisiera ofrecerle? Lo dudaba. Ese pensamiento no ayudó mucho a su tranquilidad mental, o a su resolución anterior de permitir que él se alejara.

—Tienes el ceño fruncido, jovencita —comentó Matías, al llegar, mientras Paula preparaba todo para planchar.

—Pensaba en el día de mañana —murmuró, agradecida porque Pedro se retiró a su habitación. Antes de responder, Matías suspiró.


—Hablando de mañana...

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