—Qué suave eres —y, mientras se balanceaba imperceptiblemente, con ella abrazada, pasaba su mejilla contra el cabello de Paula. Y, como si su movimiento transmitiera la exaltación que sentía, el corazón de ella se puso a hacer piruetas. Pedro respiró profundamente, como si no hubiera notado hasta entonces lo dulce que podía ser el aire—. Y qué bien hueles —añadió, con un suspiro.
—Y tú también —susurró ella.
—Me muero por probarte toda, Pau.
—Sí, por favor.
Le enlazó el cuello con los brazos y se tensó contra él, deleitándose con la resistencia que los músculos de Pedro le ofrecían, llenos de fuerza e irradiando calor. Su mirada era una pura provocación, y sus labios estaban ya entreabiertos. Sentía la necesidad de verse arrastrada a una furiosa vorágine de pasión, de entregarse a un bombardeo de sensaciones, que anularan el sentido común, que todo fuera retrocediendo, dejándolos solo y a ella, hombre y mujer, fundidos en una apoteosis sensual. Salió al encuentro de su boca y lo besó con ansia, con hambre. Sus lenguas bailaban, se adentraban, giraban, cambiaban constantemente de ritmo, siguiéndose la una a la otra, creando una palpitante danza, que era todo un anticipo de la culminación que buscaban. Movió las caderas provocativamente contra las de él, y las manos de Pedro fueron a fijarse en las nalgas de ella, para incitarla a un contacto aún más atrevido. Que era intensamente excitante. Él dejó un momento de besarla.
—Esto va demasiado rápido —dijo, con un gemido.
—No para mí —contestó Paula.
Él la llevó inmediatamente a la cama y le abrió la bata. En contraste con el ímpetu con el que la despojó de la ropa, sus manos, sin perder rapidez, se volvieron tiernas, casi tímidas, al tomarle los pechos, apreciando su peso y todos los cambios que los hacían nuevos para él.
—El hechizo de una mujer —susurró, y empezó a recorrer con su lengua el contorno ampliado de sus aréolas, provocando cuchilladas de placer en Paula, que la inmovilizaran por completo durante unos segundos, antes de que la urgencia por tocarlo a él la reanimara. Le sacó el polo de los pantalones, y con eso basta para que él abandonara su caricia y pasara a despojarse a toda velocidad de su ropa. El placer de la mutua contemplación vino a sumarse al placentero reconocimiento de los cuerpos, al delicioso fuego que despertaba el contacto.
—Nunca he dejado de acordarme de tí —murmuró Paula— pero solo al tocarte te recuerdo de verdad.
—Va a ser de verdad, Pau, y no vas a tener más ocasión de recordar.
Y empezó a cubrirla de besos, inocentes al principio, y que luego tomaban y daban alternativamente, acariciaban y atormentaban. Y ella se enardecía bajo la voluptuosidad de sus labios y su lengua, ofreciéndosele para que hiciera lo que su pasión le dictara. Todos los puntos sensibles de su cuerpo experimentaban breves espasmos, hasta que el beso más íntimo la llevó el éxtasis, exasperando su deseo de sentirlo dentro de ella. Le clavó las uñas en los hombros.
—Penétrame, Pepe. Ya.
Y él se lanzó dentro de ella mientras lo rodeaba con las piernas, lo abarcaba, lo recibía, con el intenso ritmo de la posesión transportándolos a ambos a un mundo en el que ninguno de los dos existía sin el otro y el deseo hallaba respuesta y satisfacción en el salvaje calor de dar y recibir. Oleada tras oleada de exquisito placer convulsionaron el cuerpo de ella, borrando los recuerdos, convirtiendo los sueños en una vibrante realidad que iba más allá de la imaginación. El amor tenía muchas formas, pero aquel tenía el corazón, cuerpo y alma de él. En su clímax final, pudo sentir a la vez el desbordamiento del orgasmo de Pedro; los brazos de Paula lo enlazaron, para sellar así, una vez más, con un beso su unión. Era su hombre, el único que la había hecho sentir esta mezcla increíble de fragilidad y fuerza, el único capaz de despertar una fe en él que la permitía entregarse, reconocer su vulnerabilidad, y trascenderla, alcanzando junto a él un éxtasis que, paradójicamente, la hacía sentirse invencible.
—Pepe… —su nombre se le escapó en un suspiro de felicidad, mientras lo abrazaba estrechamente.
—Tú y yo, Pau —murmuró él, rodeándola a su vez con sus brazos y llevándola consigo al cambiar de postura, tendiéndose boca arriba—. No hay nada que pueda ser tan maravilloso como esto —terminó su frase.
Y ella se sintió mágicamente invulnerable, al percibir el entusiasmo de él.
—Entonces, ¿Te ha gustado? —le preguntó, no porque necesitara que se lo confirmara, pero deseando oírlo.
Y Pedro se echó a reír, con una risa cargada de ecos del placer que sentía.
—Sí, amor mío, me ha gustado. Me ha gustado como no podría gustarme ninguna otra cosa del mundo.
—Para mí ha sido maravilloso.
Y siguieron un rato así, sencillamente gozando del placer de estar juntos. Ella adoraba pasar las piernas a lo largo de las de Pedro. Igual que sentir, bajo el ancho pecho masculino, el suave latido de su corazón. Pasó sus dedos por los sitios que sabía eran especialmente sensibles y fue recompensado por un gruñido de placer. Él le pasó las uñas por la espalda, rascándole ligeramente la piel, y haciéndola sentirse como una gatita felíz. Tenía ganas de ronronear. Era una cosa que él no se cansaba de hacerle, ni ella de que se lo hiciera. Estar desnuda junto a él encerraba una considerable variedad de placeres.
—Me gusta tu loción del afeitado —le dijo.
—Se llama Obsesión —aunque no le veía la cara, Paula le notó la sonrisa—, verás, eso es lo que quiero despertar en tí.
Ella se echó a reír.
—Pues funciona. Y te advierto que el nombre de mi perfume significa «hechizo».
—Y tú me tienes cautivado.
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