martes, 25 de julio de 2017

Una Esperanza: Capítulo 17

—No lo creo, Pedro. Estoy bastante cansada. Te veré mañana por la tarde. ¿De nuevo a las tres? ¿Y en la playa?

—¿Traerás otro libro de Dick Francis?

—Por supuesto que traeré algo —indicó Paula. Pensó que sería más seguro si tenía algo concreto que hacer—. Adiós —se acercó y le dio un beso en la mejilla. Pensó que era lo más atrevido que podía hacer—. Buenas noches, duerme bien.

—Tú también —señaló Pedro.

Por supuesto, Paula no durmió bien. No pudo dormirse hasta cerca del amanecer.

- ¡Pensé que no vendrías! —le reprochó Pedro, cuando a la tarde siguiente bajó a la playa, cerca de las cuatro—. ¿Trajiste otro libro?

—No.

—¿Por qué no? —quiso saber Pedro.

 —La ausencia hace que el corazón sienta más afecto —opinó Paula.  Pensó que nunca dijo algo más verdadero. Durante las horas que estuvo alejada de Pedro, no dejó de pensar en él—. Dick Francis aparecerá cada segundo día.

Pedro  gimió al escucharla.

—Hubieras sido un comandante perfecto de la SS, Paula Chaves.

—Entonces, obedece órdenes. Hoy haremos un crucigrama —llevaba un periódico viejo, un diccionario y una sombrilla de playa. Hacía demasiado calor para sentarse bajo el sol, y tampoco se torturaría todos los días untándole a Pedro la loción bronceadura.

Con eficiencia arregló todo, e hizo que él se sentara en la sombra. Al terminar los arreglos, añadió con voz firme:

—Uno, horizontal: robado cerca del Ecuador... tres letras...


 Resultaron ser dos semanas muy agradables. Paula y Matías conspiraron para apartar la mente de Pedro del cercano trauma. Leyeron libros de Dick Francis, hicieron crucigramas, nadaron, tomaron el sol y pescaron. Matías les cocinó toda clase de comidas interesantes, y una vez más sorprendió a Paula, quien descubrió que aunque analfabeto, era un hombre de muchos talentos, con una gran capacidad para la bondad y el cariño. Pronto fueron buenos amigos.

Sus sentimientos hacia Pedro no estaban todavía muy claros en su mente. También eran buenos amigos, de eso no cabía duda. Resultaba obvio que a él le agradaba tenerla cerca, a pesar de que continuaba con sus bromas y la trataba de una manera que la irritaba. Daba tanto como recibía, pero a cada momento le resultaba más difícil controlar el lado sexual de sus sentimientos. Hasta entonces, logró controlar su pasión, excepto en sus sueños; sin embargo, de vez en cuando la traicionaba su cuerpo y lo miraba con ansiedad fiera.


Agradeció que Matías no estuviera presente durante el incidente que ocurrió durante la última tarde de su estancia en la playa. Fue a la ciudad a comprar comida china para la última cena juntos. Como se sentía demasiado calor, Paula y Pedro fueron a nadar. Cuando salieron del mar, alrededor de las cuatro, todavía hacía calor para recostarse bajo el sol, por lo que ambos fueron hacia la casa.

Pedro iba por delante, y tal vez olvidó que las plantas de sus pies todavía estaban húmedas y que los escalones de piedra podrían resultar resbalosos. Paula marchaba detrás de él, cuando unos escalones arriba, Pedro resbaló. Cayó hacia atrás, agitando brazos y piernas, chocó con Paula, y ambos rodaron hacia abajo. Por voluntad o accidente,  pudo asir los brazos de ella y hacerla girar, de manera que que él y no ella quien recibió el golpe de la caída, y su espalda chocó contra la arena, al tiempo que Paula le quedaba encima. Ella aterrizó sobre él, sus senos quedaron oprimidos contra el vientre de Pedro, sus labios junto a un pezón masculino, una de sus manos alrededor de su cuello, y la otra entre los muslos. Por un segundo quedaron inmóviles. Paula no se atrevía a mover la mano de esa posición embarazosa.

—¿Te encuentras bien? —preguntó al fin Pedro.

 —Sí... ¿Y tú? —su voz sonó ronca.

—Bien... creo... —respondió Pedro.

Paula sintió las mejillas hirviendo al levantar la cabeza y ver dónde estaba colocada su mano. El costado de ésta quedó contra el traje de baño, y al retirar la mano temblorosa, no pudo evitar que sus dedos índice y pulgar rozaran la prenda húmeda, en una caricia íntima. El gemido que se escuchó fue de Pedro, no de ella. El cuerpo varonil se excitó con sorprendente rapidez y murmuró:

—¡Demonios!

Mortificada, Paulase puso de pie, sin saber hacia dónde mirar o qué hacer. El corazón le latía con fuerza, y sentía la garganta seca. Decidió que lo mejor sería ignorar lo sucedido, y fingir que no lo notó.

—Toma... mi mano —ofreció de inmediato. Pedro le asió la mano con firmeza, pero cuando dudó, preguntó—: ¿Estás seguro de que te encuentras bien?

Pedro emitió un sonido que podría ser de impaciencia o frustración.

—No fue un daño permanente —indicó él y se puso de pie.

Paula  sintió alivio al notar que al levantarse, su cuerpo había vuelto casi a la normalidad.

—Tal vez sea mejor que te ayude a subir —sugirió Paula—. No lo deseaba, pero sabía que debía hacerlo. Su corazón todavía no calmaba sus latidos.

—No, gracias. Puedo lograrlo solo —aseguró Pedro.

Estaba enfadado y avergonzado. En otra ocasión, con otra mujer, por ejemplo, Virginia, su excitación sería algo deseado, mas con Paula, era un enfado.

Ése pensamiento deprimió a la chica. Al mirarlo a la cara, comprendió algo que resultaba todavía más devastador. Amaba a Pedro, lo amaba con todo el amor que podía dar su corazón joven. No podía negarlo. Era algo que la consumía y que hacía parecer sin importancia y valor cualquier otra cosa que sintiera por otro hombre. Él comprender lo anterior, llevó a su corazón un dolor verdadero que lo contraía y que la hacía desear llorar. ¿Cómo pudo permitir que sucediera? Pedro nunca la amaría. ¡Nunca! No sólo eso, sino que enamorarse era lo último que deseaba para ella. Lo observó cuando se volvió para colocar un pie en el primer escalón, el conocimiento de su amor hacía que deseara tocarlo más que nunca. Pensó que sería maravilloso hacer el amor con alguien a quien se amaba... poder besarse, abrazarse, acariciarse... En ese momento, agradeció no haber entregado su virginidad a alguien como Pablo. Sentía un gran pesar al saber que nunca tendría la oportunidad de entregarse al hombre que amaba, a ese hombre que se alejaba de ella, que al día siguiente regresaría a Sydney y a una vida en la que no era probable que hubiera un lugar para ella, ni siquiera como amiga.

—¡Pedro! —gritó Paula cuando él llegó a la terraza.  Él se detuvo, para volverse despacio—. No subiré en este momento. Me gustaría lavar mi cabello esta tarde. Matías quiere que esté aquí a las siete, a más tardar. No me necesitas ahora, ¿O sí?

Pedro no respondió durante un par de segundos, lo cual le  puso de punta los nervios. Oró para que no la necesitara en ese momento.

—No... Vete —respondió al fin—. Te veré después.

Paula se detuvo aliviada, pero al mismo tiempo, miserable. Se volvió y con rapidez caminó por la arena caliente.

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