martes, 25 de julio de 2017

Una Esperanza: Capítulo 19

De inmediato, Paula se puso de pie y entró en la casa. Tenía el rostro pálido y temblaba en su interior. La tensión al principio de la cena era palpable, y  bebió más vino del que debía. Pedro tampoco se midió, y al terminar la cena, estaba más cínico que de costumbre.


Matías frunció el ceño y miró a Paula, en seguida sugirió que empezaran el juego de póquer tan pronto como quitara los platos sucios. Así lo hicieron, pero sucedió lo que ella temía, al estar sentada tan cerca de Pedro. Sus muslos desnudos quedaron juntos, y  tenía que murmurarle al oído, para evitar que Matías se enterara de las cartas que tenían. Durante la tercera mano, Pedro y Paula no estuvieron de acuerdo respecto a las cartas que descartarían. Ella se salió con la suya, y conservó un par de reyes, en lugar de intentar completar un flux. Por desgracia, la primera carta que dió fue un trébol, la carta que necesitaba, de haber cedido a los deseos de Pedro. No hubo más reyes.


—¿Ves lo que consigo por escuchar a una mujer? —se lamentó Pedro—. Creo que debería colocarla sobre mis rodillas y golpearle el trasero.


Matías arqueó las cejas.


—Creo que has bebido demasiado, compañero —opinó Matías.


—¿Quién... yo? Mí compañera es la que está ebria.


Paula  suspiró y se puso de pie. Tenía el cuerpo tenso debido a la emoción
contenida.


—Creo que será mejor que dejemos el juego. ¿Qué tal si preparo café? —preguntó Paula.


Matías bostezó.


—Para mí no, gracias —respondió Matías—. Creo que me iré a dormir. El vino me hace cosas extrañas —esto último resultó evidente, cuando casi chocó con la puerta de su habitación.


—¿Tú quieres café, Pedro? —él respondió con un gemido negativo—. En ese caso, yo tampoco quiero tomar café. Iré a nadar, y después a casa. Mañana nos espera un viaje largo.


Pedro guardó silencio.  Paula movió la cabeza y salió, apenas si podía controlar sus emociones. Al llegar a la playa, se quitó toda la ropa y entró desnuda en el mar. Nadó en el agua oscura como una persona poseída.
Después de unos minutos, Pedro la sorprendió al aparecer a la orilla del agua.


—¡No deberías nadar sola, Pau! —gritó Pedro—. Podrías sufrir un calambre, y no podría salvarte. Matías está dormido.


—¡Vete al infierno, Pedro!

—No puedo, pues ya estoy allí —respondió Pedro.


La desdicha que escuchó en Pedro apagó su  ira. Se preguntó lo que hacía. ¿Acaso ese hombre no tenía ya suficientes problemas? De acuerdo bebió demasiado y fue rudo... ¿Y eso qué?
Paula suspiró y nadó hacia la orilla. Al menos, ya estaba sobria. Su cuerpo desnudo salió del agua y después de un momento de duda, caminó hacia Pedro. La luz de la luna iluminaba su desnudez, y tuvo que repetirse varias veces que él no podía ver. Sintió nerviosismo, debido a que Pedro parecía tener la mirada fija en sus senos. Él presintió su presencia y añadió:

—Ah, aquí estás. Supongo que esperas una disculpa.

—No, en realidad.

—¿Qué esperas en realidad? —preguntó Pedro.

Paula tragó saliva.

—Estás parado sobre mi ropa —le indicó.

Pedro quedó quieto un momento, después, se inclinó y recogió la ropa. Paula se estremeció y observó cómo tocaba cada prenda... los pantaloncillos, la playera, las bragas del bikini.

—Parece que no usas demasiada ropa —señaló Pedro con voz ronca.

Paula dió un paso hacia adelante y extendió la mano poco firme.

—¿Quieres darme mi ropa, por favor? —tenía la piel de gallina, y sentía un nudo en el estómago—. Por favor, Pedro...

Pedro permaneció de pie, sin moverse ni pronunciar palabra. ¿Qué fue lo que hizo a Paula actuar de esa manera? ¿Quién lo sabía? Todos los seres humanos eran buenos y malos, claros y oscuros... y el amor la hacía atreverse... Con dedos temblorosos, le quitó la ropa de las manos, y la dejó caer en la arena, antes de dar el paso final entre ellos. Pedro contuvo la respiración, lo cual la excitó. Habló en un murmullo, con voz reservada para las sirenas. Era una voz ronca, baja, dulce e invitante. Lo abrazó por el cuello, y el contacto de sus pezones contra el pecho de él la hizo estremecer, mas no de frío. Se movió contra él, y la recorrió una corriente de placer. Pedro gimió, y por un momento muy breve la abrazó, pero de pronto le apartó los brazos.

—No, Paula. No...

—¿Por qué no? —lo abrazó por la cintura—. Quiero tocarte. ¿No deseas tocarme?

—¡Oh, cielos! ¡Esto es una locura!

—Entonces, permite que sea una locura —pidió Paula y depositó besos húmedos sobre su pecho, al tiempo que deslizaba las manos por su espalda con sensualidad.

—¡No sabes a lo que invitas! —manifestó Pedro.

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