Matías le dirigió a Paula una mirada sospechosa que la hizo estremecer.
—Es hora de tu masaje —anunció Matías.
—De acuerdo —respondió Pedro y se puso de pie. Paula lo imitó, pues sabía que el vigilante la corría—. Oh, Mati, ella es Paula Chaves, la sobrina de Juan Richards, el dueño de la otra casa de la playa.
—Señorita Chaves—saludó Matías con frialdad.
—April, te presento a Matías Chambers, compañero escultor, conductor de camiones, enfermero, instructor de gimnasia, chofer, y mi mejor compañero.
Paula se sorprendió al escuchar las palabras de Pedro y ver el brillo de afecto en los ojos de Matías. Ese brillo desapareció al mirarla de nuevo a ella.
—Olvidaste mencionar que soy un ex convicto.
—No lo olvidé, Mati—la boca de Pedro formó una línea delgada—, eso ya terminó.
—Me gusta ventilar todo —insistió Matías—, para que la gente no se sorprenda después. ¿Quieres saber por qué estuve allí, jovencita?
—Mati... —lo previno Pedro.
—No me importa saberlo —comentó Paula— si no te importa decírmelo.
—Por robo de mayor cuantía —explicó Matías—. Después, escapé de la custodia legal. Pasé once años en prisión.
Hubo un silencio. Paula mantuvo la mirada fija, y sintió lástima por ese hombre brusco con mirada dura.
—Como dijo Pedro, Matías... ya pagaste tu deuda con la sociedad... —extendió la mano— y el que sea amigo de él, es amigo mío.
La expresión de Matías fue de sorpresa y le estrechó la mano.
—Sí. Algunas personas no lo ven de esa manera —informó. Le soltó la mano y se alejó—. El té está listo, si deseas un poco, jovencita —añadió por encima del hombro.
Pedro extendió una mano y encontró el hombro de Paula. Se inclinó más hacia ella.
—Eso fue encantador, Paula... muy dulce. Créeme, no hay ningún mal en Mati.
Paula ya no pensaba en Matías, pues toda su mente se concentraba, en el toque de la mano de Pedro, y en el murmullo tibio que sentía sobre su cabello. Antes de volver a hablar, Pedro apartó al fin los dedos del hombro de ella.
—Vamos... jovencita. Ayúdame a encontrar mi loción bronceadora. Está por aquí.
—¡Vaya! —exclamó Paula, aliviada porque él se apartó—. Pensé que no deseabas un trato especial. Te has desenvuelto bastante bien solo, y ahora no puedes encontrar un tubo pequeño.
—Eso fue antes de tener a una mujer cerca —señaló Pedro—. Mati me hace valerme por sí mismo. ¿La encontraste? Bien. Toma mi mano y llévame a casa.
El conducirlo hasta la casa resultó una gran experiencia, en particular, cuando Pedro insistió en tener un soporte más firme al subir los escalones, labrados en el farallón. Dijo que todavía estaban húmedos, por lo que colocó un brazo alrededor de la cintura de Paula, y el costado de su seno rozó las costillas de él. De inmediato, una sensación de calor invadió el cuerpo de la joven, y se apartó de él tan pronto como llegaron a la terraza. La intensidad de su respuesta ante un contacto accidental resultó turbadora.
Matías les abrió la puerta y condujo a Pedro hasta un taburete, frente a la barra del desayunador. La casa de Pablo era muy diferente a la de su tío, que era de madera. La casa era amplia y lujosa, fabricada de concreto y cristal, con muebles de piel y todas las comodidades modernas. Paula quedó muy impresionada el año anterior, cuando Pablo la invitó a pasar a su casa. Ahora, la veía como lo que era, una construcción costosa, sin personalidad, la cual reflejaba el gusto de un hombre dispendioso y sin personalidad. Matías llevó dos tazas de té, y Pedro le preguntó a ella:
—¿Quieres una galleta?
—No, gracias.
—Siéntate junto a mí —sugirió Pedro y dió golpecitos al taburete adjunto al suyo—. Hablame más de tí. Primero que nada, ¿Por qué vives con tu tío? ¿En donde está tu familia?
—Viven en Nyngan.
—¡Ah, una chica del campo! Tú vienes del campo, ¿No es así, Mati? —preguntó Pedro. Matías respondió con un gruñido—. ¿Este es tu último año en la universidad? ¿Qué harás cuando termines tus estudios?
Antes de responder, Paula dió un sorbo al té.
—Me espera un empleo en el Herald, como aprendíz de periodista en la sección de negocios.
—Eso es bastante serio para una joven como tú —opinó Pedro.
Una vez más, su tono burlón irritó a Paula.
—No lo creo.
—¡No tienes que engreírte! —sugirió Pedro.
—Entonces, no me hables de esa manera. Hablas como mi padre.
—Bueno, casi tengo la edad suficiente como para ser tu padre. Dinos, Paula, ¿Cuánto tiempo te quedarás aquí?
—Dos semanas.
—Es el mismo tiempo que me queda, antes de tener que regresar a Sydney para mi operación —explicó Pedro—. Creo que nos podríamos quedar aquí dos semanas, ¿No lo crees, Mati?
No hay comentarios:
Publicar un comentario