—¿Ciego? —repitió, muy impresionada—. ¡No puede ser! Quiero decir que él... él...—su voz se quebró cuando la noticia que le dio su tío se arraigó en su mente. Eso explicaba los anteojos oscuros; el hecho de que él no la notara cuando corrió por la playa; el no mirarla; así como esa respuesta confusa de "sí y no", cuando le preguntó si era escultor—. ¡Oh, tío Juan, qué terrible para él! —gimió. Era terrible quedar en un mundo de oscuridad, pero para un hombre como Pedro, era una tortura.
—Sí, es muy frustrante —aceptó el hombre—. Al menos, se recuperará, a la larga.
A la larga... ¡Unas palabras muy difíciles de aceptar para Pedro! Durante los minutos que lo trató, Paula presintió que la paciencia no era una de sus virtudes. Respecto a esculpir... recordó que el artículo de su tío mencionaba que Pedro era un hombre solitario, que vivía y respiraba su arte, y que se sentía perdido cuando no trabajaba. Juan interrumpió sus pensamientos al despedirse.
—Tengo que irme, Pau. Alguien llama a la puerta. Diviértete, y dale mis mejores deseos a Pedro. Tengo entendido que lo operarán en un futuro no distante.
—De acuerdo, lo haré—prometió Paula.
Una hora después, estaba sentada ante la pequeña barra de la cocina, una tostada se enfriaba frente a ella, mientras su mente continuaba preocupada con la sorprendente noticia. ¡Ciego! Pobre Pedro. Todo lo que sufrió... y todavía sufría. Sintió una gran compasión. Por fortuna, la ceguera no sería permanente. A no ser... Una duda pasó por su mente, e hizo que se sintiera enferma. ¡Con seguridad los médicos no le darían una falsa esperanza! Apartó ese pensamiento, pues se negaba a ser pesimista. Pedro recuperaría la vista. ¡La recuperaría! No soportaba pensar en la alternativa. Frunció el ceño al preguntarse por qué él no le habló de su ceguera. Comprendió que no quería piedad, puesto que un hombre como él no la soportaría.
Sintió mucha lástima y pesar por Pedro y le avergonzó la forma como intentó atraer su atención. Sus fantasías románticas parecían juveniles y egoístas ante lo que enfrentaba el hombre. Lo último que necesitaba era que una mujer se interesara en él. Recibiría con agrado a una amiga, pero nada más. Suspiró y en seguida encogió los hombros. Pensó que debería ser honesta consigo. ¿No era eso lo único que deseaba en ese momento de su vida? ¿No se alegraba porque se presentó algo que puso un alto a esos sentimientos que iban en aumento?
—¡Correcto! —exclamó al levantarse.
Prometía ser un día cálido, ideal para nadar. La ensenada resultaba un sitio perfecto para nadar, ya que el risco que se extendía entre los dos cabos rompía las olas, por lo que el agua del interior apenas si se movía. Paula siempre prefirió la ensenada a la playa abierta, siempre llena de gente. En cambio, nadie visitaba la caleta. Después del desayuno, se dirigió de inmediato al mar, pues no tenía la intención de visitar el otro extremo de la playa. Comprendía que Pedro deseaba aislamiento, no obstante, pensaba que el estar a solas todo el tiempo no resultaba saludable para la mente. Después del retraimiento inicial, él parecía apreciar su compañía. Al principio sintió el agua fresca, mas pronto se acostumbró, y cuando se cansó de nadar, se volvió para flotar sobre su espalda. Cerró los ojos y extendió los brazos. Los rayos del sol calentaban su cuerpo frío. Era algo que relajaba mucho, y permaneció en esa postura más tiempo del que pensó, ya que cuando al fin levantó la cabeza, se sorprendió al ver que se encontraba en el otro extremo de la playa.
—¡Hey, Paula! —le gritó Pedro desde la playa—. Matías dijo que debes tener cuidado con la corriente, podría arrastrarte hacia las rocas.
Pedro tenía las manos colocadas alrededor de la boca. Paula le gritó que estaba bien, pero de pronto sintió la corriente alrededor de sus tobillos, cuando se enderezó. Controló el pánico y empezó a nadar hacia la playa, sin dejar de luchar contra la corriente traicionera. Avanzaba despacio y al llegar a la arena seca, se dejó caer, exhausta y con la respiración agitada.
Al instante, Pedro llegó a su lado, se inclinó y la abrazó, al tiempo que preguntaba:
—¿Paula? ¿Te encuentras bien? ¿Paula? ¡Dí algo!
—Estoy bien —respondió ella con voz temblorosa.
Sintió la piel de gallina porque Pedro le frotó los brazos.
—Estás helada —comentó Pedro. Los dientes de Paula castañetearon, mas no había nada frío en las sensaciones que la estremecían porque él la tocaba. ¡Y ella que pensó que la compasión que sentía por su condición ahogaría la atracción sexual! La evidencia de lo contrario hizo que su corazón diera un vuelco—Chiquilla tonta —la reprendió—. Mi toalla está allá.
La guió por la arena, hacia la toalla de brillante color. La recogió y colocó sobre los hombros de ella, apartó los mechones de cabello mojado de los ojos, y los colocó detrás de las orejas. Lo único que pudo hacer la chica, fue mirarlo con la boca abierta.
—Pensé que estabas ciego.
Pedro se tensó y apretó los dientes. Los músculos de la parte inferior de sus mejillas brincaban.
—Lo averiguaste. Sientes lástima. Empezaba a disfrutar tu falta de compasión.
—Pero... viste la toalla sobre la arena —manifestó Paula- estoy segura de que lo hiciste.
—En cierta forma —aceptó Pedro—. Puedo distinguir la luz de la oscuridad, hasta cierto punto, así como los colores brillantes. Aquí, bajo el sol, puedo ver tu silueta de forma vaga. Tu figura muy baja, debo añadir…
Ese era el punto débil de Paula... su estatura. Sus hermanos gemelos eran más altos que ella a la edad de once años, y nunca dejaban de bromear con ella por eso.
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