jueves, 13 de julio de 2017

Una Esperanza: Capítulo 5

—Me tomó todo el día conducir desde Sydney —comentó Paula—. Es la casa de mi tío. Vivo con él mientras…

—En realidad, señorita Chaves, yo...

—Oh, llámeme Paula —sugirió.

—Paula —apretó los dientes—. Si no le importa, preferiría no escuchar acerca de su manera de vivir. Lo único que deseo es estar solo.

La tolerancia de Paula tenía un límite, una línea que no permitía que los demás cruzaran... y ese hombre acababa de cruzarla. Levantó la barbilla con desafío.

—Me parece muy bien —indicó Paula con voz fría—. ¿Quién querría hablar con un hombre tan rudo como usted? —se volvió y empezó a alejarse.

Sus pies pisaban la arena con enfado.

—Señorita Chaves... Paula. ¡Deténgase! —gritó él. Ella continuó su camino—. Por favor...

Paula se detuvo con cierto pesar.

—¿Diga? —la ira todavía se reflejaba en su rostro. No debió acercarse a ese individuo. Ningún hombre guapo de los que conocía dejaba de ser arrogante y obstinado.

El encogió los hombros, y los rayos del sol brillaron sobre su cabello.

—¿Qué puedo decir? —preguntó él—. Fui muy descortés —su sonrisa era atractiva—. ¿Aceptaría una disculpa, pedida con humildad? —Paula permaneció en silencio—. Regrese y siéntese —su voz tenía esa cualidad seductora que ella sabía poseería. A pesar de su enfado, fue hacia él. El hombre le indicó que se sentara a su lado y levantó la mirada hacia ella—. Vamos, siéntese. La arena está tibia y resulta agradable.

—Oh... de acuerdo.

El repentino cambio de conducta borró por completo la ira de Paula. Era posible que él fuera la excepción a la regla. Obedeció y se sentó en la arena, al tiempo que una sonrisa aparecía en su rostro. No tardó mucho en comprender que desperdiciaba sus sonrisas, pues el hombre que estaba a su lado no respondía, ni la miraba. Él levantó las rodillas y rodeó sus espinillas con los brazos, con la vista fija en el mar. A ella le hirió su indiferencia.

—No he estado bien —explicó él, como si eso disculpara todo.

Paula recorrió con la mirada los músculos y la piel saludable.

—Tiene muy buena apariencia —opinó Paula, sin pensar. De inmediato se ruborizó. El no pareció notarlo.

—¿En realidad? —su voz tenía una inflexión extraña, un poco escéptica. Hubo un momento de silencio—. Martín me dijo que Juan Richards es el dueño de la otra casa que está en esta playa —continuaba sin mirarla—. Lo conocí, es un crítico de arte.

—El tío Juan hace algunas reseñas artísticas —explicó Paula—, mas no lo llamaría crítico de arte. Es un periodista que trabaja por su cuenta, y que escribe sobre toda clase de cosas, desde deportes, hasta concursos de cocina. Escribió un artículo sobre su amigo.

Volvió la cabeza hacia Paula, al tiempo que aparecían arrugas en su frente amplia.

—¿Mi qué?

—Su amigo —repitió Paula—. Pedro Alfonso...

Él frunció todavía más el ceño. Paula deseó que se quitara los anteojos, para poder intentar adivinar lo que pensaba.

—Pero yo... —empezó a decir él. Dudó e inclinó hacia un lado la cabeza, perplejo—. ¿Qué la hace decir eso?

Paula parpadeó sorprendida.

—Bueno, pensé... El tío Juan dijo... quiero decir... Es amigo de Pedro Alfonso, ¿No es así?

Dejó de fruncir el ceño y rió. Su risa sonaba burlona.

 —En ocasiones —respondió él al fin.

 —Entonces, ¿Él no está aquí? —insistió Paula, confundida.

—Oh, sí, Pedro y yo vamos a todas partes juntos. Somos muy viejos amigos.

—Comprendo —murmuró Paula, sin comprender nada—. ¿Ambos son escultores?

—Sí y no.

—¿Y qué significa eso? —quiso saber ella.

Él sonrió, o al menos, lo hizo su boca.

Paula estaba segura de que, aunque no podía ver sus ojos, éstos no reían.

—No importa: Sí, también soy escultor... o al menos, lo seré algún día... —sus labios formaron una línea.

Paula supuso que era un protegido de Pedro Alfonso, que todavía aprendía su oficio, y que lo torturaban las dudas respecto a su habilidad. Su tío tenía muchos amigos, aspirantes a artistas, que eran de esa manera: atormentados, intensos, y llenos de inseguridades, hasta que llegaba el éxito. Entonces, se volvían arrogantes. Recordó que Pedro no le pareció arrogante. De reojo miró a su compañero. No parecía probable que ese individuo no se afectara si lograba el éxito. Podía imaginar cómo lo buscarían las mujeres, halagándolo, haciéndole proposiciones...

Volvió un poco la cara hacia Paula, quien deslizó la mirada desde la boca hasta los anteojos oscuros. ¡Cómo deseaba que se los quitara! A pesar de la cercanía, no podía verle los ojos. Él dejó pasar un momento antes de volver a hablar.

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