Hacia un calor terrible. Paula permanecía desnuda de pie en el dormitorio, mientras decidía lo que se pondría. Al fin, tomó unos pantaloncillos blancos y una camiseta roja. Odió sentir el contacto de la ropa contra su piel pegajosa. No se molestó en usar la secadora para el cabello, y dejó sueltos sus rizos recién lavados que le llegaban al cuello. No tenía la intención de maquillarse, puesto que Pedro no podía verla, y a Matías no le importaría en lo más mínimo. Por su mente cruzó el pensamiento de que un día no lejano, Pedro ya no estaría ciego. Se acercó al espejo del tocador y se preguntó si habría alguna diferencia si él la mirara.
Todos decían que tenía un cabello atractivo, grueso y negro, con rizos naturales. Lo mejor de su rostro eran los ojos, de un color azul oscuro, y con pestañas largas y negras. Frunció el ceño al observar su boca, la cual no le agradaba desde que la directora de la escuela le comentó que tenía boca de pucheros. Decidió que era una lástima que su cuerpo fuera tan corto. Siempre pensó que necesitaba más estatura, debido a sus curvas generosas. Hizo una mueca y decidió que no lamentaba tener un busto lleno, pero sí demasiadas caderas. De pronto, la dominó una sensación de depresión, y se dejó caer sobre la cama de agua. En el fondo de su corazón, sabía que no era su apariencia lo que alejaba a Pedro, pues él indicó con claridad que era demasiado joven para él. Además, tenía la sensación de que él todavía no se recuperaba de su rompimiento con Virginia. Suspiró y se puso de pie. Tomó una botella de perfume que estaba encima del tocador y se perfumó. Una fragancia exótica, dejada allí por algunas de las novias de su tío.
Cuando llegó, Pedro y Matías descansaban en sillas de extensión, y bebían cerveza. De inmediato, Matías se puso de pie y le indicó que ocupara su silla, mientras iba en busca de una copa del vino blanco preferido por Paula.
—Te perfumaste —comento Pedro de pronto—. Por lo general, no usas perfume.
A Paula le molestó su brusquedad. A la mayoría de los hombres les agrada que una mujer se perfume, y no criticaban ese hecho.
—Lamento que no te agrade —señaló Paula, con irritación—. ¿Me alejo más?
—¡Sería una buena idea!
—¿Qué te sucede esta noche? —lo observó antes de hacer la pregunta.
—Es el calor —se lamentó Pedro y terminó de beber la cerveza—. ¿Puedes creer que Mati quiere jugar póquer después de la cena? Le dije que sería imposible, más asegura que tú y yo podríamos colaborar. Se supone que te sentarás junto a mí, y medirás las cartas que me tocaron.
La idea de sentarse cerca de Pedro toda la noche la hizo sentir una sensación de vacío en el estómago.
—No estoy segura de que eso resulte —comentó Paula. Notó que Pedro fruncía el ceño, por lo que rió y añadió—: Soy buena jugadora de póquer, y discutiríamos sobre las cartas a tirar.
Pedro dejó escapar un sonido de impaciencia. Matías llegó con la bebida de ella, se la entregó y volvió a desaparecer. Paula miró a Pedro, y de manera inconsciente, su mirada se deslizó hasta los musculosos muslos. El recuerdo de lo sucedido por la tarde hizo que sintiera calor en las mejillas.
—¿En qué piensas?
Paula dió un salto ante la pregunta repentina.
—Oh... yo...
—Vamos, sé honesta.
—No creo que en realidad quieras saberlo —respondió Paula y rió.
Dió un trago de vino.
—Estoy deseoso de saberlo —aseguró Pedro.
—¿Lo estás? —no pudo evitar la ironía en su voz.
Pedro la notó de inmediato y la miró. Como el sol se había metido, no tenía puestos los anteojos, y el impacto de su mirada ciega fue enervante.
—Piensas que soy muy anticuado, ¿No es así, Paula?
—Si te queda la chaqueta. La ira se reflejó en el rostro de Pedro.
—Eso se dice con mucha facilidad. ¿Preferirías que actuara como lo hace la generación moderna? ¿Qué cediera ante cada deseo o necesidad que sienta? — preguntó Pedro. Paula sintió una ira inesperada—. ¿Sabes lo que siento esta noche? Mañana regresamos a Sydney y en dos días estaré en ese maldito hospital para que me operen. Odio la inseguridad, las dudas. Odio lo que me hace sentir todo eso. ¡Débil, impotente!
—Oh, Pedro, no deberías...
—¿No debería qué? —la interrumpió —. ¿No debería maldecir? ¿No debería preocuparme? Me estoy volviendo loco de preocupación, sin mencionar... —dejó de hablar y pasó la mano temblorosa por el cabello—. Ansio... distracción. ¿Qué sugieres que haga? ¿Que te invite a vivir una aventura rápida? —asía su vaso de cerveza con fuerza—. Si eres tan sensual como hueles, con seguridad podría dormir después.
—¡La cena está lista! —gritó Matías al asomar la cabeza—. Vengan.
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