—Vigílala, Spike. Si algo va mal, me avisas.
El perro se sentó, y estiró el cuello por encima del moisés para examinarla mejor. Era una lástima que aquel nuevo cachorro estuviese tan tapado, porque olía como si necesitara un buen lametazo. Pedro desempaquetó todo lo que acababa de comprar y lo fue colocando sobre el mostrador que comunicaba con la cocina. Los chicos llevaron las demás cosas: las bolsas de pañales, la ropa y demás utensilios, y la maleta de Paula.
—Esto es todo, Pedro —le aseguró Diego. Tenía diecisiete años y una sonrisa siempre en la cara. Era un chico pelirrojo muy servicial.
—Perfecto. Ustedes, chicos, vayan esterilizando los biberones y las tetinas mientras yo instalo el cambiador.
—¿Por qué hay nueve biberones? —preguntó Leandro, un muchacho de diecinueve años, alto y flaco, que tenía verdadera pasión por enterarse de la causa de todo. Como señal de rebelión contra los estereotipos llevaba el largo cabello castaño recogido en una coleta, y, además, un pendiente—. No me parece que el bebe se los vaya a poder beber todos —añadió, preocupado.
—Cálculo de probabilidades, Diego. Tenemos tres fórmulas diferentes para probar, y tres diferentes tetinas, que dejan pasar más o menos leche. Quiero que cada combinación esté preparada y lista: tres biberones de cada fórmula, cada uno con una tetina diferente. Así podremos averiguar cuál prefiere el bebé, sin hacerla esperar mucho entre cada uno.
—Si hervimos las tetinas en tres cacharros diferentes, no nos equivocaremos con los tamaños —sugirió Diego.
—Buena idea —dijo Pedro, con calidez. No había nada como contar con gente con iniciativa propia para que las cosas salieran adelante—. Encárgate tú de ello, Diego. Cinco minutos para las tetinas y diez para los biberones. Yo voy a traer algunas toallas. Esta cría puede ser una campeona en el lanzamiento de leche si se pone a vomitar.
En su interior se felicitaba por su tono práctico y calmado. Estar preparado para lo peor evitaría el pánico, aunque confiaba en que lo peor no superase sus capacidades. Una vez que hubo comprobado por segunda vez que en la mesita de los pañales tenía todo cuanto podía necesitar, se reunió en la cocina con los muchachos. Olivia continuaba durmiendo y los ayudantes habían comenzado a preparar los distintos tipos de leche. Pronto estuvo lista la hilera de biberones, con cada grupo de tres colocado en un cazo de agua tibia para mantenerlos a la temperatura adecuada. Felicitó a sus muchachos por haber hecho un buen trabajo. Entonces un grito que iba en aumento fue la señal de que había llegado el momento. Spike dió un ladrido en señal de aviso. De nuevo comenzaba la acción. Reprimió una sensación de temor al pensar que toda la preparación del mundo no serviría para nada si la niña sentía que todos los hábitos de su pequeña vida habían quedado alterados. Los perros podían sentir el miedo, y por lo que él sabía los bebés también podían. «Soy una roca», se dijo con firmeza y para demostrar que no se alteraba por nada ordenó que comprobasen si los biberones estaban a la temperatura adecuada mientras él cambiaba a la niña.
—¿Cómo lo hacemos? —preguntó Diego.
—Se echan unas gotas en el antebrazo. La leche no debe estar más fría ni más caliente que su piel.
Sacó a Olivia de la canastilla justo cuando la niña empezaba a congestionarse para soltar un nuevo grito y la sensación de ser tomada en brazos transformó el grito en un sonido gutural e hizo a la niña abrir los ojos.
—Todo va bien —le aseguró, mientras la depositaba en el cambiador—. Papá se va a encargar de todo.
Olivia posó en él sus ojos mientras le cambiaba el pañal mojado. Spike supervisaba la operación levantado sobre las patas traseras y apoyando las delanteras en la mesa para alcanzar a ver bien. Pero su peso hizo moverse un poco la ligera tabla un instante; pronto el perro reequilibró su peso.
—Con cuidado, Spike —le dijo Pedro, controlando con desesperación una oleada de temor.
No quería que la confianza de Olivia en él se viera minada antes de haberle ofrecido el primer biberón. Por suerte, Spike era un motivo de distracción y la niña clavó en él la mirada. Por su parte, Spike olfateaba el aceite para niños, los polvos de talco y el pañal limpio que le estaban poniendo al bebé. Todo le resultaba muy curioso.
—Ya está —dijo triunfante mientras le metía las piernecitas en el pijama—. Ni tu madre lo podría hacer mejor.
Entonces los grandes ojos redondos de la niña se giraron para enfocarlo y Pedro percibió un cambio hostil en la situación, probablemente el germen de una lucha de voluntades. Algo se había alterado en el mundo de Olivia, y no estaba dispuesta a dejarse engañar. Le advirtió mientras le abrochaba los automáticos:
—Lo que viene ahora te va a parecer un poco raro. No hay nada en el mundo que pueda sustituir a mamá, pero en la vida hay cosas que tienes que aceptar, te gusten o no. Tú eliges entre las opciones que te he preparado. Procura comprender que todo esto es por tu bien.
La grave mirada que la niña devolvió a su padre ante aquella elocuente apelación estaba llena de suspicacia. Estaba nervioso ante la prueba, pero le había dicho la mismísima verdad. ¿Qué otra cosa podía hacer? La vida tenía a veces giros imprevistos. Había que adaptarse y continuar adelante. Él no había planeado ser padre, pero allí estaba, haciendo el papel de padre y madre a la vez. Tomó asiento, sosteniendo a Olivia con un brazo, y le puso una toalla bajo la barbilla para recoger las gotas que cayesen mientras cubría sus piernas con otra toalla mayor para prevenir otros posibles resultados.
—La temperatura es correcta, Pedro —le avisó Leandro.
—Muy bien. Vamos con el primer preparado. Tetina estrecha.
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