jueves, 6 de julio de 2017

Paternidad Inesperada: Capítulo 38

—Me lo contó un amigo, cuya esposa tenía los pechos escocidos por amamantar a su hijo. Se ponía en el sujetador una compresa de hojas de repollo para aliviarlos. Y funcionaba.

 —¿Cómo? ¿Por qué? —Paula no se lo podía creer.

Pedro se encogió de hombros.

—No tiene explicación científica, pero funciona. Se deja el repollo en el frigorífico y con las hojas se hace una compresa fría. Cuando se calienta al llevarla puesta, se vuelve a poner otra fría. Podríamos haberlo probado, Pau.

«Podríamos». Los dos. Era ella quien los había separado, no él. Tendría que haberle concedido el beneficio de la duda y dejar aparte sus temores.

—Estoy al corriente de montones de cosas que se pueden hacer con los bebés —dijo Pedro, ansioso—. Me lo han ido contando mis amigos. Supongo que era por eso por lo que yo consideraba a los niños pequeños monstruos. Pero es que ninguno se molestaba en contarme las cosas buenas, como las caritas que pone Oli, o lo maravilloso que es verla feliz.

En el corazón de Paula se mezclaban tantas emociones que no sabía cómo expresarlas. Era culpa suya no abrirse a Pedro, no confiar en él. De haber hablado, él habría compartido con ella tanto lo bueno como lo malo. ¿Cómo podía haber sido tan retorcida? Sus ojos se volvieron a llenar de lágrimas.

—No llores, amor mío. Dime qué es lo que puedo hacer. Si hay algo que quieras… —dijo, tomando un pañuelo de papel y enjugando las lágrimas de Paula.

—Lo siento —dijo ella.

—No pasa nada. Llora, si llorar te alivia. Pero no pienses que eres un fracaso como madre —dijo tiernamente—. Cualquier criatura sería afortunada teniéndote a tí por madre. Amamantar no es tan importante; lo que cuenta es el amor. Y Olivia sabe que es amada.

A Paula le dolía la cabeza, el cuerpo y el corazón, pero la calidez con que Pedro hablaba aliviaba su dolor e hizo un esfuerzo para hablar:

—Gracias por acudir al rescate, Pepe. Con Oli, quiero decir…

—Soy su padre —gruñó él—. Me gustaría que te dieras por enterada de una vez, Pau. No estás sola, a menos que de verdad sea eso lo que prefieres — lo dijo con una dolorosa expresión que necesitaba respuesta.

—No lo prefiero —se limitó a decir ella.

Los ojos de él buscaron los de Paula, escrutadores.

—No es suficiente, Pau —dijo con suavidad—. Dices que me quieres, que me darás una oportunidad. Pero recurriste a Violeta y no a mí. Fue ella la que me pidió que acudiera al rescate: tú me dejaste fuera. Otra vez…

 Más que una amarga acusación, era una triste afirmación de los hechos. Pedro tomó aliento y continuó con un atisbo de compasión en la mirada:

—Me doy cuenta de lo que has padecido en tu infancia, Pau, pero también yo tengo cicatrices. Todos llevamos cosas del pasado a nuestras espaldas, de una u otra forma. Mis padres, en cierto modo, me mantuvieron fuera de sus vidas. No me maltrataron, sencillamente me pusieron al margen. La mayor parte del tiempo, no me prestaban atención.

Su tono era objetivo, no pedía compasión, y ni siquiera comprensión. Pero el peso de años de soledad se reflejaba tras aquellas palabras:

—Comprendo por qué me dejaste al margen durante tu embarazo, aunque tu decisión no tuviese mi amor en cuenta. Pero esa decisión me convertía en alguien indigno de tu consideración. Como hoy. ¿Cómo crees que me hace sentir saber que decidiste no recurrir a mí, y guardártelo todo para tí?

 Ella  no lo había contemplado desde aquel punto de vista. No había querido molestarlo. Eso también era mostrarle consideración.

—Siempre te he tenido muy presente, Pepe.

—Sí, pero no de manera positiva. Yo deseaba estar involucrado, no que me dejases a un lado. Y si tú estás dispuesta a pasar por un trance como éste, antes que abrirte a mí, me pregunto si hago lo correcto al empeñarme en volver a entrar en tu vida.

—No. Yo te quiero, Pepe —exclamó ella—. Te quiero mucho, y por eso me dan miedo las cosas que puedan hacer que te apartes de mí.

—Solo tú puedes apartarme de tí —dijo con una voz que ahora vibraba de emoción—. Yo no hago más que llamar a tu puerta, y eres tú quien abre y vuelve a cerrar. Y el que me la cierres no me hace sentir querido, Pau. Yo ni siquiera trato así a mi perro.

Paula se sintió abrumada ante la descripción de la forma en que lo  había tratado. No tenía excusa. Lo había estado mirando todo desde un punto de vista prejuiciado, sin ver nada más. Con creciente horror comprobaba que le había estado haciendo lo mismo que sus padres le hiciesen a ella: rechazarlo, disminuir su autoestima, concentrarse exclusivamente en sus propios sentimientos, sin tener en cuenta cómo podían afectarle a él las cosas. Que fuese un hombre no lo convertía en inmune a las mismas heridas que ella había ya conocido.

—Probablemente no debería haber sacado esto a relucir —dijo Pedro—estando tú tan mal. No es momento ni lugar.

—Sí lo es, Pepe—susurró ella, oprimiéndole la mano—. Tú necesitabas decirlo y yo oírlo.

—Con tal de que te quedes tranquila —le dijo él, con un amago de sonrisa—, sabiendo que Oli se encuentra segura conmigo.

—Ya estoy tranquila. Muchas gracias. Gracias por tantas cosas.

No era suficiente. Paula podía sentir la tensión del momento y cómo Pedro se había replegado, refugiándose en silencio, pero con determinación, en una postura de autosuficiencia que había aprendido a desarrollar antes de que se llegasen a conocer. Probablemente, sería el mismo terreno seguro donde se había guarecido mientras duró su embarazo y la separación de ambos.

—Te he traído tus cosas de aseo y ropa limpia para cuando salgas de aquí —dijo él.

 Retiró su mano de ella y, al hacerlo, Paula fue todavía más consciente con esa separación física de los resultados de sus reticencia para con él. La barrera defensiva que ella había levantado lo obligaba a él a alzar la suya también.

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