jueves, 27 de julio de 2017

Una Esperanza: Capítulo 23

—Lo sé —indicó su tío—. Tengo un par de libros narrados en cintas, en algún sitio de mi escritorio. Podrías llevárselas a Pedro mañana por la mañana. No tienes que regresar a la universidad hasta la próxima semana. ¿Dónde dijiste que vive? Mosman... No es un buen sitio para ir en transporte público. Te prestaré otra vez el coche.

Paula conducía el Datsun Bluebird por el carril izquierdo, para no quedar atrapada entre los coches que giraban a la derecha en la siguiente intersección. El semáforo tenía la luz verde, por lo que continuó su camino. Tenía la guía de calles abierta, sobres el asiento del pasajero, en caso de perderse, pero el camino hacia la casa de Pedro  quedó grabado en su mente, después de observar durante una hora el mapa, la noche anterior. Avanzaba despacio y con facilidad localizó la calle de él a la derecha, y la tomó. Arboles grandes y viejos daban sombra a los senderos y notó que la mayoría de las casas, a pesar de estar en buen estado, eran tan viejas como los árboles. Mosman no era un suburbio nuevo, y desde hacía varias décadas se encontraba en Port Jackson. Las casas eran pasadas de generación en generación.

Durante una de las charlas en la playa, Pedro comentó que la herencia de sus padres le proporcionó la casa familiar, así como suficientes inversiones que le permitían una entrada modesta de dinero. Los nervios la dominaron cuando al fin vió el número veintidós. La casa tenía un alto muro de ladrillo blanco, que la ocultaba por completo. Lo único que pudo ver, al estacionar el coche junto a la acera, fueron las copas de varios árboles y el tejado. Una reja de hierro, angosta, se encontraba en el centro de la pared. Llamó la noche anterior para avisarle que iría, y el motivo de su visita. Respondió Matías y pareció alegrarse al escucharla.

—Maravilloso —comentó Matías—. Puedes quedarte con él mientras voy de compras. Pedro necesita pijamas, y un cepillo de dientes nuevo, para su estancia en el hospital.

Paula bajó del coche y fue hacia la reja. Tocó el timbre tres veces, y a medida que transcurrieron los segundos, se inquietó. Era un día caluroso y húmedo, por lo que sacó su blusa multicolor de la cintura del pantalón, para permitir que el aire entrara hasta su piel pegajosa. La aparición repentina de la cabeza calva de Matías, junto a los barrotes, estuvo a punto de causarle un ataque cardíaco.

—Hola —la saludó. Abrió la reja. Vestía pantalón corto azul marino y camiseta. Su rostro duro se suavizó con la sonrisa de bienvenida—. Hace calor —secó el sudor de su frente con un pañuelo—. Durante toda la mañana podé el césped, e intenté poner orden en el lugar.

Paula observó el enorme jardín al ir hacia la casa, y notó el césped recién cortado. Matías atendía con meticulosidad todos los detalles, tanto en la casa de la playa como allí. Comprendió que sin duda estuvo trabajando desde que regresaron el día anterior.

—Todo está muy bien, Matías—opinó Paula, y observó la vieja casa de un piso y ladrillo blanco. Al frente tenía una terraza, con ventanas a cada lado de la atractiva puerta principal. Esos cristales de color rara vez se veían en esos días, sin mencionar la elegante aldaba de metal—. ¿Dónde está Pedro?

—¿Puedes creer que todavía duerme? —Matías  abrió la puerta.

A la vista quedó un gran vestíbulo con techo alto.

—¿A las once? —preguntó Paula.

Matías suspiró y sacudió la cabeza.

—Anoche no durmió bien —explicó—. A las tres, todavía lo escuché caminar de un lado al otro, por lo que cuando al fin se durmió, no quise despertarlo. No obstante, tendrá que levantarse pronto. La admisión en el hospital es esta tarde, entre las dos y las tres.

—Comprendo —murmuró Paula. Sintió un nudo en el estómago al pensar lo que enfrentaría Pedro—. Llévame a la cocina, Matías. Lo despertaré con café, mientras vas a hacer esas compras.

—Eres una salvavidas, jovencita. ¡Una verdadera salvavidas!

Siguió a Matías. A pesar de la calidad de la casa, notó con sorpresa que las paredes necesitaban pintura, y que el pasillo de alfombra vio mejores días. Aceptó que era típico en Pedro no pensar en gastar dinero en el mantenimiento de su casa. ¡Tenía otras prioridades, tales como grandes bloques de mármol! Varias puertas cerradas bloqueaban la vista de las habitaciones, a cada lado del pasillo. Llegaron a la enorme y anticuada cocina. No se sorprendió al ver que estaba muy limpia, puesto que Matías se encontraba a cargo. Sospechaba que Pedro sería un soltero muy desordenado, si no tenía quién lo atendiera.

—¿Dónde guardas el café? —inquirió.

Dejó su bolso en la mesa, y se acercó al trastero.

Matías abrió uno de los gabinetes alineados junto a la pared.

—Y aquí está la loza —indicó, al abrir otra puerta.

—Gracias, ya puedes irte. Me las arreglaré.

—No prestes atención si Pedro está de malhumor —sugirió.

—No.

Matías la miró con agradecimiento y se fue. Sonrió, mientras llenaba la vieja  jarra con agua. Pensó que mientras más malhumorado estuviera Pedro, mejor, puesto que le resultaría difícil sentir ternura y amor hacia un cascarrabias. Diez minutos después, con una taza de humeante café en las manos, caminó por el pasillo, en busca de la habitación de él. Su corazón latió con rapidez al pensar que invadiría un dominio íntimo. A medida que abría las puertas y no lo encontraba, su intranquilidad aumentaba.

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