sábado, 1 de julio de 2017

Paternidad Inesperada: Capítulo 30

—Ah… —sin prisa, Paula se arrimó a él, estirándose, pegándosele aún más, disfrutando de cada segundo de compartir el lecho con él—. Me podría quedar aquí para siempre —murmuró.

—Ayudaría mucho que te casaras conmigo —aprovechó para decir Pedro.

 Como si ella no lo supiera.

—No es tan fácil, Pepe—le dijo, con pesar.

—Ya verás cómo haremos que sea fácil, Pau. Tenemos a Violeta para organizarlo todo. Yo le pagaré encantado.

—No me refería a las gestiones.

—¿Y entonces a qué? —al preguntárselo, Pedro la hizo darse la vuelta, y él, por su parte, se tendió a su lado, para poder verle la cara y ver su expresión—. Dime cuál es el problema, Pau —insistió, con delicadeza.

Había que contar la verdad, y era lo que ella prefería. Si entre ellos iba a existir intimidad, tenía que haber también sinceridad. Tenía que confiar en que Pedro la entendería, y se haría cargo de la historia que ella arrastraba.

—Esto viene de muy lejos, Pepe—le dijo.

 —Te escucho.

 Y ella se lo contó todo, sin omitir nada. Las constantes riñas entre sus padres, el resentimiento de ambos al verse atrapados por la responsabilidad de cuidar de una criatura que ninguno de los dos deseaba, la repugnancia que  sentía a pedirles nada, la mortificación de tenerse que esconder ante cada pelea, el tratar de ser lo menos visible que pudiera, la radical soledad de quien no se siente aceptada, ni siquiera por su abuela, que la acogió por obligación; El recuerdo de la actitud de su madre y de su abuela no la afectaba tanto. Sabía que de ella su hija no iba a recibir sentimientos negativos. Pero la parte del padre, el dolor de verse rechazada por él, eso seguía vivo y presente en su memoria.

—A mi padre le estorbé siempre, Pepe. Cada cosa que hacía conmigo le parecía un fastidio. Me consideraba una molestia.

—¿Te llegó a pegar? —le preguntó Pedro.

—Alguna bofetada me dió, pero no fue eso lo que me hizo daño. El daño venía de su actitud hacia mí. Sencillamente, le habría gustado verse libre de mí.

—No debería haberse casado con tu madre. Ahí se equivocó. Y tú, desde luego, habrías sido mucho más feliz viviendo con otra familia que quisiera adoptarte, Pau.

 Ella suspiró profundamente. Al parecer, Pedro no se daba cuenta de que todo lo que decía debía aplicárselo a sí mismo.

 —Pedro, tú tampoco querías tener hijos.

Él puso cara de pocos amigos al oírlo.

—¿Tú crees que yo me comportaría así con nuestra hija?

—No quiero que Olivia llegue jamás a sentir lo que a mí me hicieron sentir, Pepe—le dijo, muy seria—. Ya sé que tú tienes buena intención, y que te has portado muy bien con ella, pero tengo mucho miedo de que no puedas seguir haciendo ese esfuerzo.

Y él se quedó un rato callado, meditando, sin dejar de mirarla, y reflejando en su expresión la tristeza de ella, haciéndola suya, admitiendo las dudas que ella confesaba.

—Me he cavado yo solito la fosa, ¿Verdad? —le dijo, al fin—. Pero qué bocazas se puede llegar a ser.

Paula, muy aliviada al ver que él no se sentía injuriado, le contestó, acariciándole el rostro:

—Yo te quiero, Pepe. Eres una persona maravillosa. Y no quiero embarcarte en la aventura de ser padre, si tú no tienes inclinación por serlo. Sobre todo, porque terminaríamos sufriendo todos.

—Entiendo a qué te refieres —contestó él, asintiendo—pero, sinceramente, no me parece que tengas motivo para temer, Pau. No te prometo que no me vaya a equivocar, porque esto es todo nuevo para mí…

—Para los dos —intervino ella.

Y él le puso suavemente un dedo sobre los labios y siguió hablando, firme, y, al mismo tiempo, casi suplicante.

—Lo que sí te puedo prometer es que nunca haré ni diré nada, por lo menos a sabiendas, que haga sentirse a nuestra hija no deseada o no aceptada. Yo también he pasado por eso, y te juro que no le haría eso a ningún hijo mío.

 No cabía duda de que era sincero. Paula se acordó de lo que había dicho sobre criarse con niñeras y que luego lo despacharan al internado en cuanto fue admitido.

—Por favor, no te preocupes —siguió él, con más fuerza—. La pequeña Oli va a tener un sitio propio en nuestras vidas, y va a ser consciente de eso, desde el primer momento. Y, si no, piensa en Spike.

Este último comentario la confundió.

—¿Qué tiene que ver nuestra hija con el perro?

—Cuando lo llevé a casa del albergue para animales, estaba muerto de miedo, porque lo habían maltratado. Quienquiera que fuese su dueño lo había dejado sin ánimo, sin vitalidad. Pero, como yo le he dado confianza en sí mismo, ahora cree que es mi socio, o algo por el estilo.

A ella no le quedó más remedio que sonreír.

—Oli no es un cachorro, Pedro, y los seres humanos son un poquito más complicados.

—A lo mejor —dijo él, gravemente—, los seres humanos complicamos algunas cosas que valdría más que siguieran siendo sencillas.

—A lo mejor. De todos modos, nos conviene tener un poco de paciencia. No tenemos por qué casarnos precipitadamente.

—Bien —contestó Pedro, con un profundo suspiro—, pero seguir viviendo separados no me deja muchas oportunidades de demostrarte que puedo ser un buen padre, Pau.

Tenía toda la razón, pero ella no podía resolverse todavía a comprometerse con él.

—Ten paciencia, Pepe —le rogó—; me hace falta más tiempo. He tenido que vivir con las consecuencias de las prisas de mis padres por casarse. No quiero arrepentirme el resto de mi vida.

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