Paula abrió las puertas de cristal y saltó al entarimado. Al acercarse a la barandilla se apoyó en ésta, y permitió que sus cansados ojos se recrearan en la serena belleza que tenía al frente. La arena blanca, el agua clara de un color verde—azulado... ¡El Océano Pacífico! El tío Juan tenía mucha razón. Un par de semanas en su casa de playa, era con exactitud lo que ella necesitaba, antes de regresar al trabajo incesante que representaba su último año en la universidad. Miró hacia el otro extremo de la aislada ensenada, en dirección a la única otra casa en kilómetros a la redonda, con el conocimiento de que su dueño no la ocupaba en ese momento.
—¡Oh, no! —exclamó, al ver que de una de las ventanas salía luz.
Notó que un hombre estaba de pie en la orilla del agua. Su estómago dió un vuelco. El tío Juan aseguró que Pablo se encontraba en el extranjero. De haber sabido que estaba allí, ella no hubiera ido. Fijó la mirada, en un intento vano por reconocer al hombre, mas estaba demasiado lejos. La figura distante se volvió, y empezó a caminar hacia el extremo de la playa donde ella se encontraba. Colocó una mano arriba de sus ojos, para protegerlos de los rayos del sol y poder mirar mejor. El color del cabello del hombre era similar al de Pablo: rubio, y parecía tener la misma altura. Su agitación fue en aumento. Decidió que si era él, ella regresaría de inmediato a Sydney. El hombre se acercaba y en cualquier momento ella podría ver quién...
—¡Oh, cielos! —exclamó, y mantuvo la boca abierta. Cualquier alivio que sintiera al ver que no era Pablo, se desvaneció, mientras observaba al extraño acercarse.
Su corazón latió con fuerza, y los ojos casi se le salieron. ¡El hombre se encontraba desnudo! Lucía su bronceado y unos anteojos para el sol. Los latidos del corazón se aceleraron todavía más, cuando su mirada sorprendida se deslizó por el impresionante cuerpo. El hombre se acercaba más y más, parecía dirigirse hacia la casa de su tío. Recordó que su madre le advirtió que no hablara con extraños cuando fue a vivir con el tío Juan en Sydney. Supuso que tendría que tomar medidas más estrictas con extraños desnudos. Su retirada de la terraza fue con poca gracia, pues caminó hacia atrás, tropezó al entrar por la puerta corrediza, y cayó en el sofá cercano. ¿Había notado el hombre que lo había visto? Era difícil imaginar que él no advirtiera su llegada, debido a que tuvo que estacionar el coche en la cima del farallón, y cargar su maleta por el inclinado sendero hasta la casa de la playa. Su rostro ardió, ante la posibilidad de que la decisión de caminar desnudo por la playa fuera alguna muestra intencional de egocentrismo masculino. No podía negar que era la perfección masculina personificada, pero con seguridad, no pensaría presentarse de esa manera.
Sintió pánico. Tal vez el hombre era un excéntrico o un violador. De inmediato cerró con llave la puerta corrediza, y se acurrucó en el diván. Una curiosidad morbosa la obligó a arrodillarse sobre el sofá y a espiar por la ventana encortinada. Sintió alivio al ver que el visitante indeseable se detuvo y miraba hacia el mar y el horizonte. Resultaba claro que no estaba enterado de la presencia de ella, y que tenía una actitud preocupada. Dejó escapar el aire contenido, pero notó con cierto enfado, que sus manos todavía temblaban, y su pulso continuaba acelerado. Tal vez no era correcto observarlo, mas no podía apartar la vista, ni evitar los latidos sin ritmo de su corazón. No había nada libidinoso u obsceno en su cuerpo desnudo. En ese sitio, con la luz desvanecida y acariciante, su desnudez parecía muy natural... y era hermoso.
Tenía hombros bronceados y anchos, cintura y caderas estrechas, y piernas musculosas. Resultaba imposible ver los detalles de su rostro desde esa distancia, pero tenía una cabeza bien formada, y un atractivo cabello de color leonado. Lo observaba fascinada, cuando vio que tensaba los hombros y cerraba los puños. Le hizo recordar a un animal salvaje, que en cualquier momento saltaría. Cuando de forma inesperada, el extraño volvió la cabeza hacia la casa, bajó la cabeza muy impresionada. ¿La vió en la ventana? ¿Algún sexto sentido lo hizo sentir que era observado? Con más calma, razonó que con seguridad así fue, y comprendió que no era posible que la viera detrás de las cortinas. Volvió a mirar por la ventana, y comprobó que el hombre ya no miraba en esa dirección, sino que se volvía para regresar por donde llegó. Sus ojos lo siguieron hasta que desapareció, al subir los escalones del farallón, hacia la casa de playa de Pablo. De inmediato, tomó el teléfono y marcó, con la esperanza de que su tío estuviera en casa. Al sonar el teléfono por segunda vez, él contestó.
—Habla Juan Richards.
—¿Tío Juan? Soy Paula. Llegué bien…
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