jueves, 20 de julio de 2017

Una Esperanza: Capítulo 16

Paula estaba en un error, pues terminaron el libro ese día. Ambos se interesaron tanto, que no quisieron abandonar la lectura. Cuando Matías insistió que subieran a comer, el libro los acompañó, y ella leyó mientras devoraron hamburguesas y cervezas.

Matías aseguró que estaban locos al permitir que un libro los cautivara de esa manera. Paula terminó el último renglón después de las nueve, y suspiró satisfecha.

—Nuestro héroe demostró una o dos cosas a esos malhechores, ¿No es así? — preguntó Paula, y miró a Pedro, quien estaba recostado en un sillón, con los tobillos y los brazos cruzados. Tenía los ojos cerrados, detrás de los anteojos—. No te habrás dormido, ¿O sí?

—No... sólo pensaba.

—¿Acerca del libro?

—Sí, y en la vida... —respondió Pedro.

El pecho de Paula se oprimió, pues por instinto sabía que él pensaba en su prometida, y en la manera como lo dejó, cuando más la necesitaba. Su corazón dió un vuelco. ¡Qué infierno vivió Pedro! Despertar en un hospital, herido y ciego, y necesitar con desesperación el consuelo que sólo puede dar la familia y los seres queridos... mas no tuvo una familia que le sostuviera la mano... ni un ser amado...

—¿Qué hay acerca de la vida? —inquirió con suavidad Paula, con la esperanza de que confiara en ella.

Pedro se sentó erguido, la tensión podía verse en todo su cuerpo.

 —Una joven como tú no desea discutir con seriedad sobre la vida —manifestó.

—¿Quieres dejar de decir cosas como esa? Ya te lo dije con anterioridad. Casi cumplo los veintiún años, y muchas mujeres a mi edad ya están casadas y tienen hijos.

—Por desgracia, es verdad —aceptó Pedro— y en unos años, estarán divorciadas y tendrán niños problema.

Paula sólo pudo mover la cabeza ante los comentarios de Pedro. Comprendía que tenía motivo para estar amargado, por lo que le hizo Virginia. También aceptaba que no era fácil para él, cuando faltaba poco para la operación, pero no le haría ningún favor si le permitía usarla como paño de lágrimas.

—Tienes que dejar de catalogar a la gente, Pedro—habló con firmeza—. No toda la juventud es indigna de confianza. No sé qué te sucede en ocasiones, pues te refieres a mi edad como si fuera una palabra sucia. Supongo que tu Virgnia era joven, al igual que esa chica de la que se enamoró tu maestro.

La risa de Pedro se escuchó muy seca.

—Virginia tiene treinta y dos años y antes que sumes dos y dos y vuelvas a obtener un resultado equivocado, ella también es inteligente, fría, calmada, y rica. Como dije antes, era perfecta...

Paula quedó sorprendida y muy confundida. ¿Por qué se fue Virginia? ¿No pudo aceptar un marido ciego, aunque fuera de forma temporal? ¿Qué clase de amor era ese, si desaparecía con tanta rapidez? April aceptó que no era fácil enfrentar la ceguera, mas sabía que ella no hubiera dejado a su prometido, de encontrarse en el lugar de Virginia, aunque fuera una ceguera permanente.

—Su amor no fue muy profundo, Pedro, si te dejó de esa manera. Estás mejor sin ella. Algunas mujeres...

—¡Deja eso en paz! —pidió Pedro y se puso de pie.

Caminó hacia adelante, y golpeó su espinilla contra el borde de la mesita. Maldijo y se inclinó para frotar la pierna. El primer instinto de Paula fue correr y ayudarlo, mas una voz interior le indicó que no lo hiciera.

—No sé cómo puedes soportarte, Pedro Alfonso—le reprochó Paula—. No eres la primera persona que han abandonado en el mundo. Deberías agradecer que no quedaras ciego para siempre. Si no fuera porque siento lástima por Matías, quien tiene que soportarte, me iría en este momento y no volvería a hablarte, mucho menos a leerte libros.

El silencio duró unos momentos. De pronto, Pedro movió la cabeza hacia atrás y empezó a reír.

—¡Eres única! Con honestidad, no sé lo que hubiera hecho si no estuvieras aquí.

—¡Continuarías respirando, y quizá, no sentirías lástima por tí!

 Pedro volvió a reír.

—¿Qué dijiste que ibas a ser? ¿Economista? Pienso que el ejército te sentaría mucho mejor. Ponte de pie muy firme, Pedro. Levanta la barbilla, mete el estómago, la mirada hacia el frente —fue haciendo lo que decía—. ¿Cómo estuvo eso, sargento?

Paula apartó la mirada de sus músculos, antes de responder.

—Pasable, para ser un soldado muy viejo.

—¡Oh!

Matías había ido a pescar, y en ese momento apareció en la terraza, con un par de pescados.

—Ya regresó Matías—anunció Paula—. Será mejor que me vaya.

—¿Tienes que irte? Empezaba a divertirme.

—¿Así es? ¿Quieres decir que no disfrutaste todas esas horas durante las cuales te leí? —preguntó Paula—. ¡Eso es gratitud!

—¿Por qué no te quedas a cenar? —la invitó Pedro.

Paula ignoró el deseo de quedarse, pues temía lo que ese hombre le hacía sentir, sólo por estar en la misma habitación.

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