La sangre palpitaba en las venas de Paula, y habló con pasión.
—Sí, lo sé.
Deslizó la punta de la lengua por la piel de Pedro, y él gimió, con un sonido torturado y desesperado. Le tomó el rostro entre las manos y lo levantó para besarle la boca, la buscó y la encontró, obligándola a abrirla. Fue un beso exigente, que pedía una respuesta igual, y que borró la creencia de Paula acerca de que su primera vez sería una experiencia tierna y dulce.
No había persuasión o seducción en las acciones de Pedro. En el fondo de su mente, Paula lo sabía, mientras él tomaba lo que ella ofreció. Él actuaba con enfado, como si a pesar de estar muy excitado, se odiara por eso. Deslizó las manos desde los hombros, por la espalda, y la oprimió contra él, medio levantándola para que sus cuerpos se moldearan. Paula lo abrazó con las piernas, consciente de su excitación, la dominaba la pasión con tanta fuerza, que su unión parecía inevitable. Antes de murmurar, ella apartó la boca de la de él.
—Sí, Pedro. Sí... por favor...
La respiración de Pedro era tan pesada como la de ella. La dejó deslizarse por su cuerpo, hasta que los dedos de los pies de Paula, temblorosos, tocaron la arena húmeda. Él se apartó un poco, y en seguida, deslizó las manos por el cuerpo, trazando las curvas, como si quisiera imprimirlas en su mente. Ella quedó muy quieta, sin aliento, debido al placer que sentía cuando esas manos acariciaron sus senos. Gimió desilusionada cuando se apartaron; sin embargo, la desilusión no duró demasiado. Los dedos conocedores de él tenían otra meta, y la hicieron gritar al acariciarla con intimidad, hasta que de la garganta de ella escaparon sonidos ahogados. Paula cerró las manos sobre los hombros de Pedro , al sentir que la tensión interior iba en aumento. Cuando hundió las uñas en la piel, él le apartó las manos.
—Acaríciame —pidió Pedro, y le tomó la mano, para que lo acariciara con intimidad.
Se había movido hacia el agua; sin embargo, Paula no prestaba atención al agua que golpeteaba alrededor de sus piernas. No podía pensar, todo su ser se concentraba en las caricias de su mano. Pedro gimió bajo sus caricias, lo cual encendió todavía más la pasión de ella. Cuando se dió cuenta, él ya se había quitado el pantalón. Le apartó la mano, la cargó y llevó hacia la playa. La recostó y la cubrió con su cuerpo, mientras Paula movía las caderas con un ritmo lento y sensual. Nunca pasó por la mente de ella que su cuerpo excitado sentiría algún dolor, y al sentirlo, no pudo controlar un grito, ni evitar apartarse un poco. Pedro quedó helado, y de pronto se apartó, al tiempo que preguntaba:
—¿Qué?
Paula lo asió por los hombros.
—¡No, no te detengas! —suplicó —. Por favor, Pedro...
Pedro gimió, torturado.
—Es lo único que necesitaba, que me rogaras que continúe —murmuró él.
—Pero Pedro... yo... quise que me hicieras el amor. Todavía lo deseo —extendió la mano para tocarle el muslo, mas él se la apartó con enfado.
—Eso resulta muy obvio, jovencita.
—¡No me digas así! —pidió Paula.
Deseó gritarle que era una mujer, y que lo amaba.
—¿Y por qué no, si es lo que eres? Una joven tonta y virgen. ¿A qué pensaste que jugabas esta noche?
—Pero Pedro... — buscaba las palabras—. Casi tengo veintiún años. Yo... no puedo permanecer virgen por siempre.
—No tengo la intención de ser quien te inicie en tus desventuras.
El corazón de Paula se entristeció. ¿Cómo podía decirle que deseaba que fuera su primer amante, aunque él no la quisiera, y asegurarle que sería un recuerdo que atesoraría para siempre? Destrozada y miserable, se sentó. Sus músculos empezaban a tensarse, y las sienes le latían.
—No lo fuiste, ¿No es así? —manifestó Paula. Oprimió las manos contra los costados del rostro—. Te detuviste
—¡Gracias al cielo que lo hice! —exclamó Pedro—. ¿Si hubieras quedado encinta? ¿Pensaste en eso? No, por supuesto que no. Como dije antes, eres una jovencita tonta, que busca aventuras, sin pensar en las consecuencias.
—Tomo la píldora —confesó Paula.
Continuó tomándola después de alejarse de Pablo, por el simple hecho de que aliviaba sus dolores periódicos.
—¡Debí saberlo!—exclamó Pedro y sacudió la cabeza, exasperado—. ¿Qué piensan las jóvenes como tú? ¿Toman la píldora, por si acaso las vence la necesidad una noche? ¿Y después qué, Paula? ¿Otro amante, otro y otro, hasta que no puedas recordar sus nombres o lo que te hicieron?
—¿Quién eres tú para juzgarme, Pedro Alfonso? Me hubieras tomado, de no haber sido virgen. Deja de hacerte el santo.
—Mi única excusa es que estuve bebiendo —respondió Pedro con amargura— y que hace mucho tiempo que no disfruto del sexo.
Paula se estremeció. El calor de la pasión desapareció, y volvió la realidad. Pedro no la deseó, sino que la frustración y el alcohol lo hicieron vulnerable ante los avances provocativos de ella.
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