martes, 18 de julio de 2017

Una Esperanza: Capítulo 9

—¡Mido casi un metro sesenta y dos! —exclamó.

Pedro sonrió.

—¿A quién crees que engañas, cariño? Soy escultor. Te siento.

Paula se ruborizó al recordar las manos de él sobre su cabello.

—De acuerdo, sólo mido un metro cincuenta y siete. ¡Tú eres un gigante!

Al escucharla, Pedro soltó una carcajada.

—Medir un metro ochenta y uno no es ser un gigante —le aseguró Pedro—. Me agrada ver que mi ceguera no hace que me des un trato especial. Debí saber que sería así contigo —volvió a reír—. Paula, creo que eres buena para mí. Me diviertes. No he reído mucho últimamente.

—¿Quieres alquilarme como bufón? —preguntó Paula.

—¿Eres costosa?

—Mucho—declaró Paula.

—Demasiado malo. Esperaba que donaras tu tiempo como un gesto caritativo. Tendré que contar mis centavos, ahora que no puedo... —la sonrisa desapareció, y en su rostro se extendió una expresión triste—. ¿Qué estoy haciendo? Hago bromas estúpidas, cuando sé que tal vez nunca vuelva a ver... —se dejó caer en la arena. Tomó la misma postura que antes, con las rodillas dobladas y los brazos alrededor de las espinillas. Ya no parecía relajado, sino dominado por la angustia y la ira—. ¡Vete! Por el momento no soy buena compañía para nadie.

Paula ansió abrazarlo, decirle que todo saldría bien, pero sabía que él odiaría que lo hiciera, y que lo vería como una señal de lástima.

—Eres un gruñón, Pedro—opinó, con intolerancia fingida—. No me asustas. Tengo dos hermanos que hacen que tu mal humor parezca un juego de niños —se sentó en la arena, a su lado—. No tengo intención de irme hasta que averigüe con exactitud lo que les sucede a tus ojos. Hablé con el tío Juan por teléfono, y me dijo que habías sufrido un accidente, y que una operación podía devolverte la vista, mas eso es todo lo que sé.

—Y como eres una mujer típica, quieres conocer todos los detalles —la acusó Pedro.

—Por supuesto —rió.      

 —No me gusta hablar de ello —la informó Pedro.

—¿No puedes decirme al menos cuándo será la operación, y dónde?

—¿Por qué quieres saberlo? —preguntó Pedro con sospecha.

Paula encogió los hombros, antes de recordar que él no podía ver el gesto.

—¿No te gustaría recibir visitas? —inquirió Paula.

—No en particular.

—Creo que de cualquier manera iré —señaló Paula.

 Notó que se sorprendía.

—¿Por qué querrías hacer eso? Apenas nos conocemos.

Paula guardó silencio. Por supuesto que él tenía razón. Desde su punto de vista, eran sólo conocidos. Él no podía saber que la dominaba una oleada de sentimientos hacia él, demasiado fuertes para negarse. El estar sentada a su lado era una experiencia agradable. Podía observarlo, permitir que sus ojos recorrieron el encantador cuerpo masculino, sin temor a ser sorprendida. Hubo un silencio, antes que Pedro, preguntara:

—¿Cuántos años tienes? ¿Diecisiete, dieciocho? Matías dijo que eras joven.

 A menudo, la gente creía que ella tenía dieciséis años, y Paula sabía que se debía a su estatura. Por fortuna, sus senos estaban bien desarrollados.

—Tengo veinte años —anunció con voz firme.

 —Veinte —repitió Pedro y sacudió la cabeza, como si al tener veinte años todavía fuera una niña.

—A los veinte años no se es tan joven —se defendió Paula—. Pronto cumpliré los veintiuno —al ver que él no hacía ningún comentario, preguntó—: ¿Y bien? ¿Cuántos años tienes tú?

—Soy viejo... muy viejo.

—No pareces viejo.

—Hay dos clases de vejez. De la que hablo se encuentra aquí, —señaló su cabeza— ... y aquí —señaló el corazón. De pronto pareció muy desolado.  Paula se conmovió—. Dime más acerca de tí.

Paula se acomodó en la arena y suspiró. Preferiría hablar acerca de él, pues todavía no le decía nada sobre su ceguera, ni su edad.

—¿Qué quieres saber?

—El color de tu cabello.

—Negro—respondió Paula.

—¿Ojos?

—Azules.

 —¿Trabajo?

—Soy estudiante de la universidad, en Sydney. Estudio el último año de economía.

 —Inteligente también —Pedro silbó.

 —¿Qué quieres decir con eso?

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