—¿Paula?
La voz de Pedro era suave y preocupada. Ella abrió pesadamente los ojos. Las cortinas del cuarto estaban echadas. Llevaba durmiendo desde la visita del cirujano, quien la había examinado y le había dicho lo que iban a hacer a la mañana siguiente. Los analgésicos eran buenos y, si se estaba quieta, el dolor podía ser mantenido a raya. Pero necesitaba verlo, hablarle. Lentamente, volvió la cabeza.
—Si te duele, no te muevas —se apresuró él a decir, levantándose de la silla para inclinarse hacia ella.
—¿Olivia? —la voz parecía croar, tenía seca la garganta.
—Está estupendamente. Violeta se ha quedado con ella mientras yo te venía a ver. Se ha adaptado bien a los biberones. Ya se ha tomado dos. No está inquieta, ni alterada. Cuando me fui, la dejé dormidita. Todo va bien y sin problemas.
Paula sabía que debería sentirse aliviada, y agradecida de que Pedro pudiera salir adelante con la niña. Era ridículo sentirse tan desamparada e inútil; las lágrimas se le acumulaban en los ojos. No era justo que le sucediera aquello: largos meses de embarazo y una férrea determinación de hacer todo por su hija, y ahora ni siquiera podría amamantarla. Cerró los ojos para retener las lágrimas, pero se le escurrieron por entre las pestañas. Pedro le apartó con suavidad los cabellos de la frente.
—¿Te duele mucho, Pau? ¿Quieres que busque a una enfermera?
—No.
—¿Qué ocurre entonces, cariño?
El profundo cariño que había en la voz de Pedro le retorcía el corazón.
—Que soy una fracasada.
—No, no lo eres —aseveró Pedro—. Violeta me ha contado que tus diseños para la boda de Bianca Pinkerton son magníficos. Tienes mucho talento, Pau, y en cuanto la gente se vaya dando cuenta…
Ella movió la cabeza con impaciencia.
—Soy un fracaso como madre. Por pensar en tí.
Pedro detuvo su mano, y luego la retiró. Paula oyó el ruido de la silla al desplazarse y el crujido del cojín al sentarse él. La sensación de que se apartaba la hizo sentirse peor todavía, como si lo estuviese perdiendo todo.
—¿Por qué dices eso, Pau?
Ella abrió los ojos y lo miró con arrepentimiento doloroso. Luego hizo un esfuerzo por hablar.
—No quería que supieras que estaba enferma. Esperaba que se me pasara. De no haber sido por tí y por haber tardado en acudir al médico… —las lágrimas volvieron a derramarse— todavía estaría dando el pecho a Oli.
Pedro movió la cabeza con dolorosa confusión.
—¿Por qué no querías que lo supiera? El amor consiste en compartir, lo bueno y lo malo.
—No quería que lo malo repercutiera sobre Olivia, que la hicieras a ella responsable.
—¡No lo hago! —exclamó, poniéndose en pie, agitado, gesticulando en el aire para no defender su postura con otros gestos—. ¡Nunca lo habría hecho, Paula! Cómo iba a culparla de nada: solo es una criatura inocente, ¡Por amor del cielo!
Aquella vehemencia destrozaba el corazón de Paula, que, con cansancio, se agarró a la verdad que encerraban las palabras de Pedro y luego lo dejó estar. Uno podía discutir sobre lo lógico y lo razonable hasta el final de los tiempos, sin que eso afectase para nada a las realidades que se basaban en emociones.
—Tú odiabas verme empleando el sacaleches —dijo Paula.
Aquello lo silenció, dejándole sin argumentos para su defensa de los principios. Los principios estaban muy bien, pero el problema era llevarlos a la práctica. Se dejó caer en el asiento con un gran suspiro como si deseara disminuir la peligrosa presión alcanzada por los sentimientos que hervían en su interior. Tenía el rostro sombrío y no miró directamente a Paula cuando se volvió a inclinar hacia delante, con los codos apoyados en las rodillas.
—Es cierto. No me gustaba —reconoció—. Pero no por los motivos que crees, Pau. Era porque me sentía culpable.
Ella frunció el ceño, sin comprender. Pedro la miró ansioso y buscó su mano, tendida a su lado, para estrecharla con suavidad entre los dedos.
—Escúchame, por favor. Siento que hayas interpretado mis sentimientos de otra manera. Lo último que yo deseaba era causarte ningún dolor — ella dirigió su mirada a los ojos de él, deseando que sus palabras la libraran del dolor de sentirse separada de él—. La primera noche que hicimos el amor, había tenido previamente una charla con Olivia—confesó—. Le dije que se portara bien y durmiese toda la noche de un tirón. Y lo hizo, con el resultado de que tuviste que usar el sacaleches, lo cual era evidentemente molesto para íi. Fue entonces cuando le dije a la niña que volviera a despertarse como era usual, pero ya no hubo forma de que volviera a las andadas. No se le pueden dar a un niño mensajes contradictorios, ahora sí, ahora no. No fue culpa suya.
Paula lo miró incrédula. ¿De verdad se creía que Olivia se enteraba de lo que él le decía?
—Nada de aquello fue culpa suya —repitió Pedro, pidiéndole perdón con la mirada—. La culpa fue mía. ¡Mía! Fui un egoísta al querer que pudiéramos disponer de toda la noche, como en los viejos tiempos. No sabes cómo lo siento, Pau… no sabía los problemas que te iba a acarrear.
Paula sintió que el estómago se le encogía. Lo había malinterpretado y había juzgado mal a Pedro. Era una locura por parte de él atribuirse la culpa, pero era evidente que lo hacía, creyendo como creía en la comunicación con Olivia, no menos que con su perro.
—Si hubieras compartido tus preocupaciones conmigo —siguió Pedro, con pesadumbre—, podría haberte ayudado. Te hubiera contado lo de las hojas de repollo, eso podría haberte ahorrado este sufrimiento.
—¿Hojas de repollo?
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