martes, 23 de mayo de 2017

Peligrosa Atracción: Capítulo 8

Paula miró primero la boca sonriente y después la mano que apretaba la suya, con dedos largos y uñas cortas y cuidadas. No tenía por qué sentir miedo, se decía. Que su corazón hubiera dado un vuelco y su estómago se hubiera hecho un nudo sólo quería decir que lo encontraba atractivo. ¿No había aprendido que esos síntomas eran una cuestión de hormonas femeninas? No significaba que estuviera volviendo a enamorarse. Sólo estaba actuando como una chica normal. Tenía que acostumbrarse. Pero era difícil acostumbrarse a eso después de veintitrés años de no sentir ni la más remota atracción física por los chicos. Y especialmente difícil y cuando el único hombre que había conseguido descongelarla también había sido un hombre de negocios de Sidney. Encontraba irritante ser tan vulnerable a cierto tipo de hombre. No le hacía gracia saber que se sentía atraída por cualquier tipo con traje de chaqueta y maletín que se cruzara en su camino. Sabía cuándo le gustaba a un hombre. Podía leer los signos. Había un brillo en sus ojos, un tono de coqueteo en su voz, un anhelo de halagarla hasta la muerte. A Diego le había gustado mucho. A Pedro Alfonso no le gustaba nada. «¡Así que no hagas el idiota con él, como hiciste con Diego!» Reuniendo fuerzas,  apartó la mano y lo miró con lo que ella esperaba fuera frialdad.

—Aún no es momento para dar las gracias. Puede que, después de echarme un vistazo, las empleadas de Femme Fatale empiecen a abandonar sus puestos como locas.

—¿Después de echarte un vistazo a tí? —rió Arturo—. ¡Pero si eres la mujer de negocios más lista que conozco! Tú conseguirás levantar esa empresa antes de que nadie se dé cuenta.

Paula no compartía la confianza de Arnie. La noticia de ser una heredera seguía haciendo que le diera vueltas la cabeza. Y la idea de ir a Sidney con Pedro Alfonso e intentar llevar una empresa como Femme Fatale, aunque sólo fuera durante un mes, era tan aterradora que sentía ganas de vomitar. Además de no saber nada sobre lencería, tenía un problema con su aspecto. ¿Cómo podía ir a Sidney con ese pelo? ¡Se moriría de vergüenza! Pero había dado su palabra. Y Pedro parecía encantado. Se dió cuenta, irritada, de que haría cualquier cosa para que él volviera a parecer encantado con ella. Y para volver a sentir la mano del hombre en la suya. Y para volver a ver aquella sonrisa. ¡Era una completa idiota en lo que se refería a los hombres! Y ella que había creído que lo tenía todo resuelto. Ella que creía ser mucho más lista que las chicas que había conocido en Broken Hill. Más lista que su patética madre. Pero aparecía un hombre de negocios con traje de Armani y el sentido común se iba por la ventana. ¡Qué humillante!

—¿Y mi pelo? —preguntó abruptamente.

 —¿Otra vez con eso? —suspiró Arturo—. A tu pelo no le pasa nada, cariño.

—No pienso ir a ningún sitio con este pelo —murmuró ella, testaruda—. Normalmente me arreglo el pelo en Broken Hill —dijo, mirando a Pedro—, pero anoche hice la estupidez de teñirme yo misma. Y, como verás, es un desastre.

—Me he dado cuenta de que las raíces son de diferente color que el resto del pelo —dijo Pedro, con diplomacia—. Pero Arturo tiene razón. Eso lo arreglará un peluquero en Sidney. Mañana mismo pediré hora para ti en la mejor peluquería de la ciudad.

—¡Mañana! —exclamó ella, horrorizada y excitada a la vez—. ¿Quieres que me vaya a Sidney mañana?

—Me temo que no podemos perder tiempo.

 —No, supongo que no —asintió Paula, nerviosa.

 Tenía miedo de hacer el ridículo, pero… ¡Un mes entero en Sidney con Pedro Alfonso! ¿Cómo podía decir que no?

—No tienes que preocuparte de nada —insistió Pedro, al ver un brillo de miedo en sus ojos—. Tengo dos billetes de avión para mañana por la tarde. Después de desayunar, nos iremos a Broken Hill tranquilamente —añadió, con su mejor sonrisa—. Supongo que tendrán una habitación para que pueda pasar la noche, ¿No?

Paula intercambió una mirada con Arturo.

—Pues…

—Pagaré por ella, por supuesto.

—No es una cuestión de dinero, amigo —le informó Arturo—. Es una cuestión de camas. Pau ha estado pintando las habitaciones y los muebles están apilados en medio de cada habitación.

—Hay una que está medio arreglada —dijo Paula—. Si no te importa el olor a pintura. La terminé de pintar ayer.

—Una cama es una cama —dijo Pedro, encogiéndose de hombros—. Y sólo es por una noche. Dejaré la ventana abierta.

—Un hombre sensato —dijo Arturo.

 —Iré a hacer la cama —murmuró Paula.

—Y yo voy a sacar mis cosas del coche.

—No tengas prisa. ¿Te apetece tomar una cerveza?

—No me importaría.

—Yo los dejo —dijo Paula, alegrándose de poder alejarse de Pedro y su atractiva sonrisa.

Pedro se sentó en un taburete y observó a Arturo  sirviendo una cerveza y un vaso de whisky.

—Ahora que estamos solos —dijo el hombre, tomando su whisky de un trago— , me gustaría hablar sobre ese viaje a Sidney. Un amigo mío tiene un pequeño hotel cerca de la estación de tren. Lo llamaré y le preguntaré si tiene una habitación para Paula. Ella nunca ha estado sola en una gran ciudad y mi amigo cuidará de ella.

—Pues… a mí no me parece buena idea, Arturo —dijo Pedro.

—¿Por qué no?

—¿Cuándo estuviste en Sidney por última vez?

 Arturo se rascó la calva cabeza.

—Hace unos quince años.

—Pues créeme si te digo que ha cambiado mucho desde entonces —sonrió Pedro, burlón—. Un hotel cerca de la estación de tren no es precisamente un sitio recomendable para una chica como Paula.

—¿Por qué? ¿Ahora ese barrio es peligroso?

—Podríamos decirlo así.

—Vaya. Tendré que aceptar tu palabra. Tú vives allí. Pau es una chica muy guapa y siempre hay hombres revoloteando a su alrededor, pero es una buena chica. Una muy buena chica, no sé si me entiendes.

Pedro asintió, aunque se preguntaba si su amor de padre no lo estaría confundiendo. Paula estaba bien, pero tampoco era Miss Universo. Aunque tenía que reconocer que, bajo ese pelo espantoso, había una cara bonita y, sobre todo, una cara de veintitrés años. Y entendía la preocupación de Arturo. Trabajar en un bar la haría estar siempre rodeada de tipos medio borrachos con algo más que cerveza en el pensamiento. Y él imaginaba que no habría demasiadas chicas guapas de veintitrés años por allí.

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