jueves, 11 de mayo de 2017

Por Tu Amor: Capítulo 26

-Sí. Nos encantará saber a qué se han dedicado todo este tiempo -miró al hombre con los ojos entornados.

Entraron en la casa y Pedro vió que era un lugar acogedor, nada ostentoso, al contrario que la casa en la que ella había vivido con su padre. Había fotografías de Sonia y de él colgadas en las paredes. Sobre el respaldo del sofá había una manta de punto de colores y sobre la mesa del café, unas gafas y un libro abierto. En la cocina, Ricardo removió las brasas de la chimenea y añadió unos troncos. Ana los invitó a sentarse alrededor de una mesa de pino y comenzó a preparar el té. Su buen amigo la ayudó con naturalidad, lo que indicaba que preparaban juntos el té a menudo. Se sonreían, sus manos se tocaban y sus cuerpos se rozaban. Era evidente que tenían una relación desde hacía tiempo y Pedro apenas podía contener la rabia. El hombre lo observaba con sutileza, apoyado en la encimera con los brazos cruzados. Ana sirvió el té y colocó las tazas humeantes delante de Pedro y de Paula.

-Esto les quitará el frío -dijo ella con una sonrisa, decidida a ignorar la extraña tensión.

-Gracias -Paula agarró la taza con ambas manos.

 -¿Cuánto tiempo ha pasado? ¿Doce años? -Pedro apoyó los brazos sobre la mesa y miró al amante de su madre. La tensión invadía el ambiente-. ¿Y cómo has estado, mamá?

Ricardo se acercó a Ana y la estrechó contra su cuerpo.

 -Eres un invitado, Pedro. Y el hijo de Ana. Pero cuando hables con tu madre hazlo con respeto, o me veré obligado a pedirte que te vayas de nuestra casa.

Pedro se puso en pie y se enfrentó a ellos.

-Y a mí me gustaría saber quién eres tú para mi madre.

Ricardo lo miró a los ojos sin pestañear.

 -Soy el hombre que la ama.

-Yo también -Pedro dió un paso adelante.

Ana se colocó en medio.

-Ricardo, ¿Por qué no vas a mostrarle a Paula los caballos mientras Pedro y yo hablamos un rato?

-No voy a dejarte con él enfadado...

-Está bien -sonrió Ana-. Esta conversación deberíamos haberla tenido hace tiempo.

Ricardo dudó un instante y forzó una sonrisa.

 -Si es lo que quieres, amor...

 Paula se puso en pie y colocó una mano sobre el brazo de Pedro mientras miraba a Ana.

-Creo que me quedaré con Pedro.

Ana la miró unos instantes y luego asintió:

-Está bien.

Cuando Ricardo se hubo marchado, Pedro preguntó:

 -¿Se porta bien contigo?

-¿Ricardo? -sonrió-. Mucho.

 -¿Están casados?

 -Me lo ha propuesto muchas veces y yo siempre lo he rechazado.

-¿Por qué? -preguntó Paula.

-¿La verdad? Me casé con tu padre porque estaba embarazada de tí, Pepe,  y no me quedaba más remedio. Estoy con Ricardo porque lo quiero y no por otro motivo.

-Paula dice que el matrimonio demuestra compromiso.

-Yo sólo he dicho -interrumpió Paula-que para mí es lo adecuado. No juzgo a nadie más.

Ana sonrió.

 -Es inteligente. Ricardo me dice que me quiere y me lo demuestra en todo lo que hace. Es todo el compromiso que necesito.

 -Es más joven que tú -señaló Pedro, sin estar seguro de por qué le parecía importante.

-Lo es. Y hace que me mantenga joven. Me respeta y respeta mis opiniones. Espera cosas de mí y consigue que desee cumplirlas.

-¿Y qué hay de tu costumbre de beber?

 -Pedro...

Paula le tocó el brazo y eso lo tranquilizó. Pero ya había pronunciado las palabras. Se negaba a sentirse como un canalla aunque hubiera provocado que Ana se sonrojara al oír su pregunta. Ella alzó la barbilla y lo miró a los ojos.

-Estás seguro de tí mismo, Pedro. Siempre lo has estado. Aunque no puedas comprenderlo, te lo contaré porque me lo has preguntado. En aquellos tiempos bebía demasiado porque la bebida me ayudaba a soportar la situación. Apenas tenía veintiún años y me superaban las exigencias de ser madre. Vivía a la sombra del amor que sentía mi marido por otra mujer.

-Más de una -murmuró Pedro.

-Sí -apretó los labios-. Pero sólo amaba a una de verdad. Diana.

Pedro la conocía. Era la segunda esposa de su padre. Tenía unas hermanastras, Silvana y Violeta, a quienes había criado su madre en Estados Unidos.

-Cuando ella falleció -continuó Ana- Horacio me dijo que nunca amaría a otra mujer como la había amado a ella. El día que bebí demasiado e hice lo que hice en Bella Lucia, fue el día que recibí los papeles del divorcio. Perdí a mi marido y no había nada que pudiera hacer.

No era la misma mujer indefensa que le había suplicado que no permitiera que Horacio se enterara de lo que había hecho.  Aquella mujer no necesitaba que la protegiera. Tenía a Ricardo, aunque Pedro sospechaba que tampoco lo necesitaba a él.

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