domingo, 7 de mayo de 2017

Por Tu Amor: Capítulo 18

Pedro  contempló la casa grande y blanca donde vivía su padre en South Kensington. No le había resultado fácil olvidar los malos recuerdos y no deseaba enfrentarse a todo lo que lo esperaba en el interior. Pero ya había visto a Sonia, a Matías y le había mostrado Londres a Paula. Así que terminaría con el encuentro cara a cara con su padre y regresaría con la cabezota de su secretaria a Nueva York para poder pasar allí el día de Año Nuevo. Paula llamó al timbre y lo miró.

 -Quizá te resultara más fácil si no pusieras cara de que vas a enfrentarte a un pelotón de fusilamiento.

Se abrió una puerta y apareció una mujer menuda de cabello moreno. Los miró unos segundos con sus ojos verdes antes de desplegar una amplia sonrisa.

-Llegas pronto. Si eres Pedro.

-Lo soy. ¿Y tú quién eres?

-Melisa Fox. Supongo que somos parientes puesto que mi madre se ha casado con tu padre.

Paula extendió la mano.

 -Paula Chaves. Pedro y yo trabajamos juntos.

-Un placer -Melisa le estrechó la mano-. Horacio y mi madre los esperan. Por favor, entren.

Dió un paso atrás para que entraran en el recibidor. En ese momento, una mujer rubia, y con mucho pecho, bajó por las escaleras con un vestido verde esmeralda y un pequeño perro blanco en brazos. Cruzó el recibidor y extendió la mano.

-Soy Cristina. Y tú debes de ser Pedro. Te pareces mucho a tu padre.

No hacía falta preguntarle si eso era bueno o malo. Él ya conocía la respuesta.

-Hola. -Mamá, ésta es Paula -dijo Melisa.

 -Me alegro de conocerlos -levantó al perro-. Este es Saffy.

Melisa agarró un abrigo que estaba colgado de la barandilla.

-Me alegro de que hayan venido antes porque así he tenido la oportunidad de conocerlos. ¿No vas a cenar con nosotros, Melisa? -preguntó la madre, mientras acariciaba al perro.

-Lo siento. Tengo planes -se encogió de hombros-. Espero volver a verte, Pedro -dijo ella, y abrió la puerta.

No si él podía evitarlo. Cristina frunció el ceño al ver cómo su hija cerraba la puerta y después sonrió a la visita.

-¿Qué les parece si tomamos una copa en el salón?

 -Sólo quiero hablar unos minutos con mi padre.

 -Es probable que Horacio esté en la sala de juegos.

-Conozco el camino.

 -Los acompañaremos -dijo Cristina.

-¿Por qué no dejamos que los hombres hablen a solas? -Paula acarició la cabeza del perro-. Me encantaría que me enseñaras la casa, Cristina.

 La mujer la miró dudosa.

 -¿Estás segura?

 -Completamente -contestó Paula.

Pedro estaba de acuerdo porque no quería que Paula presenciara otra escena desagradable y estaba seguro de que eso sucedería. Después de todo, era su padre. Entró en el salón y sintió que recorría el camino hacia el pasado. Las alfombras de Bohemia que estaban esparcidas por todo el suelo habían pertenecido a Georgina, la esposa número uno. A Diana, la esposa número dos, le gustaban las cocinas americanas. Y el escudo de armas de los O'Brien irlandeses que colgaba en la pared era un recuerdo de Ana, la mujer número tres. Su madre. Antes de que el resentimiento se apoderara de él, se fijó en el tigre, la pantera y la jirafa que eran de cerámica y de tamaño real. Puesto que no los recordaba, decidió que era lo que reflejaba el cuestionable gusto de la mujer número cuatro. En el centro de la habitación había una mesa de cristal apoyada sobre cuatro elefantes dorados. Al verla, no pudo evitar estremecerse.  No le extrañaba que su padre prefiriera estar en la sala de juegos. Y no era de extrañar que  estuviera solo. Se había criado en una casa que parecía el museo de las malas relaciones. No hacía falta un título en Psicología para comprender el hecho de que siempre terminara la relación con una mujer antes de que ninguno sufriera demasiado. Con él sólo se trataba de divertirse y de salir a cenar. Después se marchaba antes de poder destrozar a una mujer como su padre había destrozado a su madre. Él nunca haría pasar por eso a una mujer.

Mientras recorría la casa,  siguió el olor a cloro de la piscina cubierta. El aire era húmedo y los cristales estaban empañados. Horacio estaba sentado en una tumbona junto a la piscina. Tenía una copa de whisky en la mano y un puro entre los dedos. Vestía un pantalón y un jersey, y el cuello de su camisa blanca asomaba por encima. Al verlo, el hombre sonrió.

-Hola, hijo -se puso en pie-. Llegas pronto. ¿Por qué no vamos al salón y tomamos una copa antes de la cena?

-No -Pedro ignoró la mano que el padre le ofrecía.

Horacio se sorprendió un instante y luego asintió.

-De acuerdo. Puedo traerte algo del bar -señaló hacia la sala de juegos que estaba junto a la piscina.

-No conviertas esto en un evento social.

Su padre frunció el ceño.

-¿Qué hay más social que el hecho de que un hijo vuelva a casa?

 -¿Desde cuándo soy hijo tuyo? Por lo que yo recuerdo, no querías saber nada de mí porque ningún hijo tuyo podía ser tan incompetente.

-Eso fue hace mucho tiempo.

-Lo estropeé todo -dijo Pedro.

Estaba buscando pelea.

-Eras joven. Yo dije cosas muy duras. Y tú también -se encogió de hombros.

-Sí -Pedro todavía recordaba haber insultado a su padre y no sentirse mejor.

 -Aquélla no fue la primera vez que tuvimos unas palabras. Pero esa noche sí hubo algo diferente. ¿Qué era, Pedro?

Él había encubierto a su madre porque no había nadie más para protegerla, pero le sorprendía que su padre no hubiera notado nada fuera de lo común.

-La diferencia estaba en que yo me dí cuenta de que nada cambiaría entre nosotros.

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