martes, 30 de mayo de 2017

Peligrosa Atracción: Capítulo 19

—¡Mira! Puedo ver Sidney desde aquí. ¡Dios mío, es enorme! No he visto tantos tejados en toda mi vida. ¡Ni tantas piscinas! Ah, y el mar. Y la playa. Nunca he estado en la playa… ¡El agua es tan azul! ¡Mira, Pedro, el puerto!

La emoción de Paula le recordó su propia emoción la primera vez que había visto Sidney, aunque no había sido desde el cielo, sino desde un camión que lo había recogida cuando hacía auto stop en Queensland. Estaba sucio y cansado, pero se había sentido cautivado por la ciudad. Desde la parte trasera del camión, había visto la playa y se había quedado sin habla. Pero lo que más le había emocionado había sido el puerto. Las semillas de la ambición habían aparecido en ese momento. Un día, se había prometido a sí mismo, sería suficientemente rico como para comprar una casa en el puerto. Había tardado casi diez años, pero por fin había conseguido su meta.

—Ésa es la bahía Botany —le explicó él, asomándose a la ventanilla del avión—. El puerto de Sidney está más al norte. Pero no te preocupes, lo verás todos los días desde mi balcón.

Paula volvió la cabeza y sus caras se rozaron. Pedro la miró a los ojos; aquellos enormes ojos violetas. Debería haberse echado hacia atrás, pero no lo hizo. Se quedó donde estaba, sorprendido por un intenso deseo de besarla, de saborear algo de ese placer infantil que le había alegrado la vida desde que salieron del aeropuerto de Broken Hill y ella le confesó que nunca antes había subido en avión. Todo parecía emocionarla. Los asientos en primera clase, el despegue, el champan, la comida. Y, después, su destino. De repente,  deseaba saborear con ella el placer del descubrimiento y disfrutar de la experiencia. Observar su alegría no era suficiente. Quería sentirla con ella. Y quizá lo habría hecho si la azafata no hubiera aparecido a su lado en ese momento para pedirles que se abrocharan los cinturones.

Salvado de aquel momento de locura, Pedro suspiró, agitado. Pero seguía sintiéndose turbado por las emociones que Paula despertaba. Besarla habría arruinado su misión. Las chicas no agradecían que alguien las besara así como así. Y, desde luego, no las chicas como Paula. Ella habría pensado que era un cerdo como ese tal Diego y se hubiera vuelto a Broken Hill en el siguiente avión. Respiró profundamente. Había estado cerca. Demasiado cerca. Era la primera vez que se portaba de forma tan absurda con una mujer. Y se recordó a sí mismo que no habría una azafata que lo rescatase cuando estuvieran solos en su casa. Lo único que tendría entonces serían el sentido común y su propio control, que parecía haber perdido unos segundos atrás. Nada que una noche con Romina no pudiera solucionar, pensó entonces cínicamente. «Llámala en cuanto llegues a casa y pídele que vaya esta misma noche».

Sacudió la cabeza. No, no aquella noche. Sería una grosería dejar sola a Paula el primer día de su estancia en Sidney. Debería llevarla a cenar a algún sitio bonito y enseñarle la ciudad. En público no había peligro de que ocurriera nada. Reservaría mesa en el Quay, uno de sus restaurantes favoritos. Siendo miércoles, no estaría lleno de gente y con un poco de suerte conseguirían una buena mesa. Romina tendría que esperar hasta el viernes por la noche. Además, ella prefería los fines de semana. Un día de diario estaría demasiado cansada para lo que él tenía en mente. Demasiado cansada. Mirando a la chica que estaba causando sus problemas, se sorprendió al ver que se sujetaba al asiento con expresión aterrorizada. La verdad era que el avión estaba descendiendo de forma un tanto brusca. No era una experiencia muy agradable para alguien que no había volado nunca. Las alas parecían estar más cerca del agua de lo que lo estaban en realidad. «Pobrecita», pensó. Parecía realmente asustada. Y muy joven. Muy, muy joven, se recordó a sí mismo. Recordando la promesa que le había hecho a Arturo,  puso su mano sobre la de ella para confortarla. Sus ojos violetas se volvieron hacia él, llenos de miedo.

—No te preocupes. No va a pasar nada.

Y él estaba seguro de que sería así. Paula casi soltó una carcajada. Pedro no tenía ni idea. Si fuera así, no estaría haciendo lo que estaba haciendo. Él pensaba que tenía miedo por el aterrizaje. Pero no era eso. Había sido el roce de sus caras. Y peor cuando él tocó su mano, los dedos del hombre apretando los suyos en un gesto cariñoso. Oh, cielos…  Ella había estado relativamente cómoda durante todo el vuelo, ignorando el culpable placer que sentía al estar con Pedro y aparentando que no era su compañía lo que la emocionaba sino todo lo demás.

—Aterrizaremos sin problemas —añadió él, dándole un golpecito en la mano antes de apartarla.

Pero el recuerdo del roce perduraba no sólo en su mano sino en todo su cuerpo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario