Arturo sonrió, irónico.
—Eso suena muy bien, Pedro. Pero, ¿Quién va a protegerla de tí?
—¿Qué? —preguntó él, sorprendido.
—Ya me has oído.
—No sé qué quieres decir.
—¿Cuántos años tienes? —preguntó Arturo.
—Treinta y cinco. ¿Por qué?
—No estás casado, ¿Verdad?
—No. No es lo mío.
—¿Eres gay?
Pedro sonrió.
—No, que yo sepa.
—¿Tienes novia?
Pedro sonrió de nuevo. Él siempre tenía alguna novia.
—Claro. —Ah, me alegro. Pero tienes que darme tu palabra de que mi niña va a volver a Drybed Creek como se marchó.
Pedro se quedó atónito. ¿Tenía aspecto de violador?, se preguntaba. Desde luego, él no se habría elegido a sí mismo como acompañante de su propia hija. Pero Arturo no debería preocuparse. Él no encontraba a Paula irresistible. Incluso aunque su aventura con Romina estuviera a punto de terminar, había montanas de mujeres hermosas y elegantes que estarían deseando ocupar el sitio de Romina. No tenía necesidad de seducir a Paula Chaves, camarera de un sitio perdido en medio de ninguna parte.
—Tienes mi palabra —dijo con firmeza.
—Vamos a firmar esto con un apretón de manos.
—Desde luego.
Y lo hicieron.
—¿Tu palabra de qué?
El objeto de la discusión se materializó frente a ellos en ese momento, sobresaltándolos a los dos. Harry sonrió y Arnie tuvo que esconder el vaso de whisky.
—Le he prometido a Arturo cuidar de tí en Sidney. Te quedarás en mi departamento.
—¿Tienes sitio para mí?
En el dúplex de Pedro cabría un equipo entero de fútbol, pero pensó que sería mejor no decírselo por el momento. Más para aliviar la preocupación de Arturo que por reticencia a impresionar a su «niña». Aunque nada en él parecía impresionarla, excepto su deseo de ayudar a Hernán. Y esa mirada de admiración no había durado mucho. Unos segundos después de mirarlo con algo parecido a la simpatía, ella había apartado la mano como si estuviera apretando un gusano repugnante. Aunque a él le daba igual. Su ego podría soportarlo. Aunque le gustaría saber qué clase de hombre atraía a Paula Chaves. Si le atraía alguno. Quizá Arturo estaba tan seguro de su virtud porque ella odiaba a los hombres, como había hecho su tía.
—Pedro dice que tiene una habitación de invitados —dijo Arturo.
—¿Vives en una casa? —preguntó Paula.
—No, en un departamento. En Kirribilli, sobre el puerto al norte de Sidney.
—Suena bien.
—Es muy bonito. Desde el balcón se ve el puente de Harbour y el edificio de la Opera.
—Pau siempre ha querido ir a la ópera, ¿Verdad, cariño?
Cuando ella lanzó una mirada de advertencia sobre Arturo, Pedro pensó que quizá Paula siempre había querido ir a la ópera, pero no necesariamente con él.
—Veré si puedo hacer algo —se ofreció él amablemente, antes de bajarse del taburete—. Si la habitación está preparada, iré por mi bolsa de viaje.
—Está tan preparada como puede estarlo —dijo ella, burlona.
Pedro tomó su maletín y salió del bar, sin darse cuenta de que Paula lo seguía con la mirada y que Arturo la miraba a ella con expresión pensativa.
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