jueves, 25 de mayo de 2017

Peligrosa Atracción: Capítulo 11

La habitación no olía demasiado a pintura. Quizá porque era grande y la puerta de la terraza estaba abierta. La cama era sólida, los suelos de madera pulidos y las paredes pintadas de azul pálido. Había una mesilla a cada lado de la cama y un armario de tres puertas. No había cuadros en las paredes, pero a Pedro le daba igual. Lo único importante era la cama. Parecía antigua y cómoda, con cuatro almohadones y un edredón de flores azules. Llevaba despierto desde las seis de la mañana y, de repente, se sentía agotado. Y sólo eran las cinco de la tarde. No recordaba la última vez que había necesitado echarse una siesta. Quizá había sido la cerveza en su estómago vacío. O la subida de adrenalina tras el éxito de su misión.

—Has hecho un buen trabajo en esta habitación —felicitó a Paula, mientras colocaba la bolsa de viaje sobre una silla.

—Gracias —dijo ella—. Hay un cuarto de baño a cada lado del pasillo. Si usas el de la derecha, no tendrás que compartirlo con nadie. Voy por toallas limpias.

—Gracias.

Cuando Paula salió de la habitación, Pedro se quedó mirándola. ¿Por qué le caía mal a aquella chica? ¿Sería algo que había dicho o hecho? Estaba claro que, desde el principio, lo miraba con recelo. Se prometió a sí mismo conocer la razón. Pero no aquel día. No quería arriesgarse a que ella cambiara de opinión antes de llegar a Sidney. Con un suspiro, se quitó la chaqueta, la colgó en el respaldo de la silla y salió a la terraza. La mayoría de los hoteles en aquella zona estaban diseñados de la misma forma; edificios de ladrillo con dos plantas, cada una de ellas rodeada de una terraza de madera. Se quitó la corbata mientras observaba la vista del pequeño pueblo. El sol estaba empezando a ponerse, tiñendo el paisaje de un tono dorado que iba poco a poco convirtiéndose en siena. Tenía que admitir que si el páramo australiano tenía algo hermoso era el atardecer. Y los cielos limpios por la noche. Negros como la boca de un lobo y cuajados de estrellas como jamás podrían verse en una gran ciudad. Pero los espectaculares atardeceres y los gloriosos cielos nocturnos no valían de nada cuando uno estaba solo y… Se apoyó en la barandilla de hierro y dejó que la belleza del atardecer lo llenara.

—He dejado las toallas sobre la cama.

Cuando se volvió, vió a Paula en la habitación, al lado de la puerta de la terraza, como si quisiera dejar claro que no pensaba acercarse. Eso lo irritó, pero no pensaba demostrarlo.

—Gracias. Creo que me ducharé y me pondré algo más cómodo.

—Muy bien —murmuró ella, con sequedad—. Por cierto, suelo servir la cena a las ocho. Si te gusta el cordero, puedes cenar con nosotros. Si no, tendrás que ir al garaje. Es el único sitio en el que se sirven comidas, aunque yo no te lo recomendaría.

—Me encanta el cordero. Gracias.

—De nada.

Paula se dió la vuelta y Pedro volvió a preguntarse qué le pasaba a aquella chica con él. Ella prácticamente salió corriendo por el pasillo y se metió en su habitación. Una vez dentro, apoyó la frente sobre la puerta. Había pensado que podía controlarse delante de aquel hombre, que los latidos de su corazón no eran más que una cuestión hormonal, debida al atractivo de Pedro Alfonso. Pero las cosas no eran tan sencillas. Él ni siquiera tenía que sonreír o tocarla para que se pusiera de los nervios. Sólo tenía que estar cerca de sus traicioneros ojos y su más traicionera mente. No… no estaba siendo sincera del todo. Ni siquiera tenía que estar en su presencia para que su corazón latiera como loco y su mente se llenara de turbadores pensamientos eróticos. ¿Qué pasaría cuando hiciera su cama?

Mientras estiraba las sábanas, no había podido dejar de pensar en él, tumbado allí, desnudo. Pedro parecía el tipo de hombre que dormiría desnudo. Había tenido que hacer un esfuerzo para no ponerse como un tomate cuando entraron juntos en la habitación y, para más angustia, cuando volvió con las toallas se lo encontró inclinado sobre la barandilla de la terraza. Gimió al recordarlo. No había ninguna esperanza de que sus anchos hombros fueran cosa de la chaqueta de Armani o de que sus piernas fueran demasiado delgadas. En aquella posición, había podido comprobar que tenía el estómago plano, las caderas estrechas y las nalgas apretadas. Se lo había comido con los ojos durante unos segundos antes de anunciar que había llevado las toallas, indignada consigo misma,¿Y qué había hecho él? Se le había ocurrido decir que iba a darse una ducha. Naturalmente, la imaginación de ella había empezado a volar de nuevo, creando imágenes de él desnudo, pero aquella vez bajo una cascada de agua corriendo por su hermoso cuerpo masculino… Por eso había tenido que salir prácticamente corriendo de la habitación. Pero no podía esconderse para siempre. Tenía que volver al bar o Arturo subiría a preguntar si se encontraba bien.

—Este comportamiento es simplemente inaceptable, Paula—se dijo a sí misma, paseando por la habitación—. Sólo es un hombre. Sidney está llena de hombres como él, con ojos prometedores y una carrera profesional sólida. Cuando llegues allí, te darás cuenta de que Pedro Alfonso no es especial y dejará de afectarte. Hasta entonces, evítalo todo lo posible. No lo mires, no hables con él. Y, sobre todo, ¡deja de pensar en él! Mantente ocupada. Muy, muy ocupada. Después de todo, tienes muchas cosas que hacer. Muchas cosas para evitar que esta mente pecadora siga imaginando cosas.

Dejó de pasear y abrió la puerta, decidida. Y consiguió concentrarse en otras cosas… hasta que aquel hombre bajó a cenar poco antes de las ocho.

No hay comentarios:

Publicar un comentario