—Siento haber sido grosera. La verdad es que me recuerdas a una persona… alguien a quien no quiero recordar.
Pedro la miró y sus ojos se encontraron. Paula hizo todo lo posible por recobrar la tranquilidad, pero los ojos del hombre eran increíbles, llenos de belleza e inteligencia… podría haberlos mirado para siempre.
—¿Un ex novio?
—Supongo que podríamos llamarlo así.
Pedro volvió a mirar la carretera y el corazón de Paula volvió a latir de forma casi normal. Él apagó el cigarrillo. Afortunadamente. Aunque a ella no le molestaba el humo en un bar, en un sitio cerrado la ahogaba.
—¿Me parezco a él? —preguntó Pedro, mirándola de soslayo.
—En realidad, no —contestó Paula. Diego tenía el pelo negro y fríos ojos azules que le habían parecido preciosos hasta descubrir que detrás de ellos había un corazón de hielo—. Pero era un hombre guapo. Como tú. Y vestía muy bien. Y también era de Sidney.
—Ya entiendo… ¿Un vendedor?
—No. Un experto en informática.
—¿Y qué hacía un experto en informática en Drybed Creek? —preguntó él, sorprendido.
—No lo conocí en Drybed Creek, sino en Broken Hill.
—¿Cuándo?
—Hace unos meses.
—¿Y qué hacías en Broken Hill? ¿Estabas de compras?
—No, trabajando.
—¿Trabajando? Creí que trabajas en el bar de Arturo.
—Sólo estoy allí desde hace un mes. Arturo se puso enfermo y volví para cuidar de él —explicó Paula—. Pero quiero volver a Broken Hill. Vivo allí desde que dejé de estudiar.
—¿Trabajas como camarera?
—No. Sólo trabajo de camarera en el bar de Arturo.
—¿Y qué hacías en Broken Hill?
—Dirigía un pequeño hotel.
—¿Dirigías un hotel? —repitió Pedro, sorprendido.
—Sí. ¿Te extraña? —preguntó ella, un poco irritada por la aparente sorpresa del hombre.
—Me habían dicho que eras camarera.
—Siento desilusionarte.
—No estoy desilusionado, estoy impresionado. Supongo que a ese novio tuyo lo conocerías en el hotel.
—Sí. Solía dormir allí —dijo ella. Durante tres semanas, exactamente.
—¿Y la relación era seria?
—Yo creí que sí.
—¿Qué ocurrió?
—Una noche hubo un incendio en el hotel que destrozó una de las plantas. Salió en televisión y su querida esposa llamó para ver si Diego se encontraba bien.
—Ah.
—Sí. Ah —repitió ella con tristeza.
—¿Y qué hiciste?
—Le dije que se buscara otro hotel y otra tonta a la que contar mentiras.
—¿Y?
—Se marchó —contesto ella.
Aunque no lo había hecho inmediatamente. Diego había insistido en que la amaba a ella, que no le había dicho que estaba casado porque entonces no habría querido saber nada de él… Y tenía toda la razón.
Pobre chica, pensaba Pedro, observando de soslayo cómo retorcía el pañuelo entre las manos. Lo irritaba que los hombres engañasen a chicas como Paula para acostarse con ellas. Era algo bajo e innecesario. Había muchas mujeres liberadas que podrían darles lo que quisieran sin ataduras y, desde luego, sin mentiras. Pero algunos hombres se sentían atraídos por chicas inocentes que no podían mantener relaciones sexuales sin amor y sin algún tipo de compromiso. De modo que esos monstruos les contaban a sus presas que estaban enamorados y les prometían el mundo. Jugaban con sus emociones sólo para llevarlas a la cama. ¿Por qué? ¿Porque tenían un fetiche con las vírgenes? ¿Porque eran unos bastardos a los que les gustaba destrozar la virtud de una cría? ¿O porque eran pésimos amantes y solo podían hacerlo con chicas inexpertas que no tuvieran a nadie con quien compararlos? ¿Quién lo sabía? Él no, desde luego. Pero despreciaba aquel tipo de hombre. Y había descubierto que Paula era virgen hasta que conoció a aquel seductor de tres al cuarto.
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