La idea de que uno de sus compañeros solteros pudiera traicionar la hermandad de esa forma hizo que Pedro sacara un cigarrillo. Sí, desde luego, tener una compañera de cama inteligente era muy excitante, pero tenía complicaciones. Tales mujeres siempre querían más de lo que él estaba dispuesto a dar. Incluso aunque no quisieran casarse, inevitablemente querían exclusividad. Y eso significaba que querían vigilarte de cerca, decirte qué hacer, cuándo hacerlo…
Había decidido mucho tiempo atrás, cuando se escapó de la casa de sus tíos, que nadie le diría lo que tenía que hacer. Ningún hombre y, desde luego, ninguna mujer. Había conseguido un status. Era el jefe de todas las facetas de su vida y le gustaba que fuera así. Cuando amigos como Pablo le preguntaban por qué no se casaba, simplemente decía que ese tipo de vida no era para él. Si tuviera mujer e hijos, ¿habría podido tomar un avión hasta Broken Hill sin esperar un segundo, sin tener que consultar a nadie y sin dar explicaciones? ¡Nunca!
¿Podía un marido pedirle a una joven desconocida que fuera a Sidney y se quedase a vivir en su casa durante un mes? ¡No! Pero él sí podía. Pedro podía hacer lo que le diera la gana. Y realmente quería hacer lo que estaba haciendo. Lo cual era sorprendente. Pensaba que había montado toda aquella operación sólo para ayudar a Hernán. Pensaba que estaba siendo un buen amigo para un hombre que se enfrentaba con problemas económicos y matrimoniales. Pero había descubierto mientras iba en el avión que ayudar a su amigo no era la única razón.
Aquello era un reto. Y, últimamente, faltaban retos en su vida. En realidad, lo sabía todo sobre el negocio de la publicidad y había ganado millones. Tenía todo lo que una vida de éxito podía ofrecerle: un coche de lujo, un ropero de lujo, un dúplex en el puerto de Sidney, una cuenta corriente de lujo. Y cualquier mujer que pudiera desear. Aburrido, en realidad. Rescatar la empresa Femme Fatale, sin embargo, no sería aburrido. Incluso podía ganar dinero, ya que él mismo tenía algunas acciones. Aunque no tantas como Pablo. Sacudió la cabeza al recordar la conversación con un Hernán atribulado el día anterior.
—La heredera es una camarera, por Dios bendito. Y encima vive en un sitio perdido, en medio de ninguna parte. He perdido todos mis ahorros. No puedo creer que haya tenido tan mala suerte.
Pedro no pensaba que la suerte tuviera nada que ver con la desgracia de Hernán. Más bien la avaricia.
Un par de meses atrás, Femme Fatale, era una empresa que funcionaba, un líder en el mercado de lencería femenina con una presidenta muy dinámica, Marina Gilcrest. Ella había abierto la empresa varios años antes en su propia casa, llevando el negocio como si fuera un servicio por catalogo. En menos de dos años se había expandido, abriendo tiendas en toda Australia y llevando los productos a Europa y Estados Unidos. Incluso cotizaba en bolsa. Creía que una pequeña parte del éxito se debía a su agencia de publicidad. Ellos habían hecho los anuncios de Femme Fatale y habían sido un éxito.
Cuando Marina había decidido unos meses atrás lanzar una línea de perfume se había dirigido a Pedro para planear una campana publicitaria. Pero no habían llegado muy lejos porque ella y su directora de marketing y amante habían muerto en un accidente de tráfico. Cuando la noticia apareció en los periódicos, las acciones de Femme Fatale empezaron a caer peligrosamente. Y cuando los detalles del testamento de Marina fueron publicados, la situación se había deteriorado aún más. Le dejaba toda su fortuna a su amante, desgraciadamente muerta al mismo tiempo que ella y, en segundo lugar, a su pariente más cercana, cuya identidad era desconocida.
—¿Qué habrá poseído a Marina para hacer esa locura? —le había preguntado a Hernán al conocer aquella extraordinaria cláusula. Pablo era el abogado de Marina y suyo, aunque también eran amigos.
—Fue una cosa de última hora. Marina le había dejado todo a su novia y no podía imaginar que morirían a la vez. Siempre decía que si Patricia moría antes que ella cambiaría el testamento. Cuando le dije que había una posibilidad de que muriesen al mismo tiempo, ella se lo tomó a risa. Yo insistí, diciéndole que esas cosas pasaban y que si moría sin dejar otro legatario, su ex marido podría intentar quedarse con la empresa. Entonces decidió consignar en el testamento que, si ella y su novia morían, la fortuna iría a parar a su pariente más cercana, siempre que fuera una mujer. Cuando le pregunté quién era, ella me dijo que no tenía ni idea, pero que debía tener alguna prima por alguna parte.
—¿Y la hay?
—Sus padres están muertos y también su hermano, que estaba soltero. Los padres de Marina eran ingleses, de modo que quizá tenga parientes en Inglaterra. He contratado un detective, pero me ha dicho que estas cosas llevan su tiempo…
El detective había tardado un mes en encontrar una pariente de Marina. Tiempo suficiente para que los puestos directivos de Femme Fatale se fueran a otras empresas.
El día anterior, las acciones habían tocado fondo, llegando a valer menos de un cuarto de lo que valían dos meses atrás. Pedro había perdido miles de dólares, pero Hernán había perdido una fortuna.
Cuando el día anterior habían descubierto que el hermano de Marina tenía una hija ilegítima, una chica de veintitrés años que trabajaba como camarera en un bar en medio del paramo australiano, Pablo había caído en una depresión. Estaba seguro de que la chica vendería las acciones, especialmente sabiendo que eso era todo lo que su tía Marina le había dejado.
—¿Te puedes creer que Marina no tenía nada más que Femme Fatale? —le había dicho Hernán mientras comían—. Su departamento era alquilado y su cuenta corriente esta en números rojos. Lo había puesto todo en la empresa.
—Esas cosas pasan.
—No sé qué le voy a decir a Nadia.
—¿No se lo has contado a tu mujer?
—Aún no. Ella siempre me está diciendo que me arriesgo demasiado con las inversiones y me va a matar cuando se entere. Me dejará y se llevará a los niños, seguro. No podría soportarlo, Pepe. Tienes que ayudarme.
—¿Yo?
—Sí, tú. Tú eres un hombre de ideas. Consigue que recupere mi dinero y seré tu esclavo de por vida.
—No es una oferta muy tentadora —había dicho Pedro—. Me gusta que mis esclavas sean mujeres. Pero te diré una cosa, amigo. Si consigo recuperar tu dinero, quiero esa botella de vino de cosecha que compraste en la subasta el año pasado.
—¿El Grange Hermitage?
—Ése.
—Pero… ¡Te lo beberás!
—Para eso está el vino, ¿No?
—¡Que Dios me ayude! Pero de acuerdo. Cualquier cosa si consigues hacer un milagro.
De modo que allí estaba Pedro, dirigiéndose a Drybed Creek, más excitado de lo que lo había estado desde… desde que había abierto la agencia de publicidad años atrás. Estaba deseando conocer a esa Paula Chaves. Una lástima que aún le quedaran doscientos kilómetros. Afortunadamente, la carretera era recta y apenas había tráfico. Llegaría alrededor de las cuatro. Después de encender otro cigarrillo, pisó el acelerador. El paisaje desaparecía frente a él mientras se preguntaba qué estaría haciendo Paula en aquel momento. Desde luego, no esperaría verlo. Y tampoco esperaría aquella noticia. Había convencido a Hernán de que no la llamara por teléfono.
—Deja que se lo diga yo personalmente —le había dicho, sonriendo como un lobo.
Hernán lo miró con aprensión.
—No pensarás seducirla, ¿Verdad?
—No seas ridículo —replicó Pedro—. Nunca mezclo los negocios con el placer.
A menos que fuera estrictamente necesario, claro.
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