En ese momento, ella lo miró con una expresión indescifrable.
—Háblame de mi tía. Quiero saber por qué mi padre decía que era mala.
El cambio de tema había sido una desesperada táctica por parte de Paula. Aunque sentía curiosidad por su tía, lo había hecho más para olvidarse de aquel hombre y su decadente estilo de vida. No podía soportar las visiones que aparecían en su mente, ni la punzada de celos que sentía al imaginarlo en la cama con su novia mientras ella dormía sola en su habitación, deseándolo más de lo que había deseado a Diego. No tenía duda de que aquel hombre tan seguro de sí mismo, dueño de su propia vida, sería el amo también en la cama. Cuando Pedro le había preguntado si tenía necesidades o algo que quisiera, había tenido que hacer un esfuerzo para no gritar: ¡A tí! Pero desear a Pedro Alfonso era una tonta fantasía femenina que se negaba a seguir alimentando. Por eso le había preguntado sobre su tía.
—No estoy seguro de por qué tu padre decía que Marina era mala —dijo Pedro, aliviado de que la conversación se hubiera apartado de sí mismo—. ¿Era un hombre religioso?
—No que yo sepa.
—¿Cuál era su actitud hacia el sexo?
—Nunca hablamos de eso.
—Háblame de tu madre —dijo Pedro, tomando otro cigarrillo.
—¿Qué? Ah, pues no hay mucho que decir. O, más bien, no sé mucho sobre ella. Murió cuando yo tenía dieciocho meses, así que no la recuerdo. Y tampoco tengo fotos suyas. Mi padre casi nunca hablaba de ella y fue Arturo el que me contó algunas cosas. Como podrás suponer, yo sentía curiosidad.
Y Pedro también, tanta que volvió a guardar el cigarrillo en el paquete, sin encenderlo.
—¿Qué te contó Arturo sobre ella?
—Nada agradable. Era una cualquiera, pura y simplemente. Una chica que fue a Coober Pedy a hacer fortuna como lo han hecho durante siglos las chicas «divertidas». Se iba a la cama con los mineros que ganaban más dinero. Cuando mi padre llegó a la ciudad y encontró una buena veta, mi madre se quedó con él durante un tiempo. Cuando la veta se agotó, se marchó con otro hombre —explicó ella—. Después de eso, mi padre desapareció y cuando volvió un par de años después seenteró de que tenía una hija. Yo. Según Arturo, mi padre supo enseguida que yo era su hija porque era la viva imagen de mi tía.
—¿Cómo consiguió tu custodia?
—Cuando me encontró, mi madre acababa de morir. De una mordedura de serpiente, ¿puedes creértelo? Bueno, el caso es que mi madre había tenido suficiente sentido común como para poner el nombre de mi padre en el certificado de nacimiento y así pudo conseguir la custodia. Mi padre era inglés. Por eso hablo con este acento tan curioso.
—Lo sé. Estaba en el informe del detective.
—Él era un buen padre, a su manera. Aunque la verdad es que nunca tuvimos una casa de verdad. Íbamos de un sitio a otro.
—¿Y cómo terminaste en el bar de Arturo?
—Fuimos a Drybed Creek cuando yo tenía ocho años. Entonces era un pueblo rico por las minas de plata y cobre. Nos quedamos allí durante un tiempo y mi padre se hizo amigo de Arturo. Bueno, mi padre siempre se hacía amigo del dueño de los bares porque bebía mucho —explico Paula—. Arturo se encariñó conmigo e insistió en que tenía que recibir una educación y, por fin, mi padre decidió quedarse en Drybed Creek durante un tiempo. Cuidaba de mí cada vez que él se iba a alguna parte.
—Una infancia poco habitual —murmuró Pedro—. No creo que a los servicios sociales les hiciera mucha gracia.
—La verdad es que todo el pueblo se preocupaba por mí, no sólo Arnie. Y los sitios pequeños no son como las grandes ciudades. Aquí no hay peligro para los niños.
—¿Seguro? Yo conozco a un niño al que no le fue nada bien en un maldito sitio tan pequeño como Drybed Creek.
Pedro lamentó aquellas amargas palabras nada más pronunciarlas. No quería hablar de él.
—¿Tú eres de un pueblo? No lo puedo creer.
—Viví en un sitio diminuto en Queensland de los ocho a los dieciséis años — admitió el, con desgana—. Mi madre murió cuando yo tenía cinco años y mi padre había desaparecido para entonces. Me llevaron a un orfanato hasta que mis tíos decidieron hacerse cargo de mí.
—¿No te gustaba vivir con ellos?
—Digamos que hubiera preferido vivir en el orfanato, con todo lo malo que era.
—Qué triste. La verdad es que yo tuve una infancia estupenda. No entiendo por qué no te gustaba vivir en un pueblo. ¿Qué era lo que no te gustaba?
Pedro tuvo que contenerse, porque la tentación de contárselo todo era demasiado grande. Quizá porque Paula parecía genuinamente interesada.
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