Todavía estaban abrazados con calidez, cuando por fin salieron al vestíbulo a tomar el café. El sol ya iluminaba todo el valle. Un grupo de ciervos pastaba sobre una ladera, y lo único que se escuchaba, era el suave murmullo del río y el gorjeo de los pájaros.
—Glen Gallan siempre ha sido mi lugar favorito —suspiró, triste—. Me gustaría quedarme aquí para siempre. Me gustaría que ambos nos quedáramos aquí. No deseo regresar a esa casa, no podría ser feliz allá.
—Me gustaría poder decirte que nada de eso fue cierto, mas no puedo, Paula—le apretó el hombro con afecto—. No tienes miedo de la casa, sino de los recuerdos que contiene. Tienes que enfrentarlo tarde o temprano. Cuando lo hayas hecho, entonces podrás iniciar una nueva vida a mi lado.
—No sé a qué te refieres. ¿Qué debo enfrentar?
—A tu padre, lo sabes muy bien.
—Tú… no me comprendes —bajó la vista—. Nadie podría entenderme.
—Sé que estás huyendo de él —habló con paciencia y resignación—. Mirta me contó que reuniste todas sus fotografías y objetos personales, incluyendo su sillón favorito de la biblioteca, y que le pediste a Luis que lo llevara todo al cobertizo — sacudió la cabeza—. Hacer eso no te ayudará, Paula. Y no puedes escapar al venir aquí. El te ha dominado toda la vida y lo sigue haciendo. Necesitas ayuda Paula, y por eso estoy aquí.
La joven sintió un nudo en la garganta. ¿Acaso una tonta como ella, merecía un hombre como Pedro? Elle había probado su amor una y otra vez y ella lo rechazó siempre…
—No lo puedo evitar, Pedro —inclinó la cabeza, avergonzada—. Ya sé que esto debe parecerte ridículo… No le debo nada a Miguel y sin embargo, tengo la horrible sensación de que lo estoy traicionando y defraudando.
—Te comprendo mejor de lo que imaginas —la estrechó con suavidad.
—¿Cómo puedes entender? —lo observó con desesperación—. Ni siquiera yo puedo hacerlo. ¿Por qué tengo que sentirme culpable? Y, si sólo son remordimientos de conciencia, entonces, ¿por qué me siento tan mal?
—Porque en el fondo, aún no puedes aceptar que tu padre te haya usado de una manera tan egoísta, sólo para lograr lo que él quería —declaró con una gran firmeza—. A eso me refiero cuando te digo que lo enfrentes. Al hacerlo, también enfrentarás la verdad y no tendrás más remedio que aceptarla; sólo entonces, dejarás de sentirte culpable y podrás seguir adelante con tu vida.
—Todo eso me parece muy sensato, querido, y sé que debería creerlo —vaciló— —. De todos modos, tengo la impresión de que mi padre nos lanzará una maldición el día que nos casemos. Vaya —rió, sin diversión—, tengo una carrera universitaria ysin embargo, hablo de las maldiciones de los muertos. ¿Estás seguro de que quieres casarte con una tonta como yo, Pedro?
—¿Qué otra clase de esposa quieres que tenga? —la abrazó con calidez—. ¿Una tonta con una sonrisa falsa y sin cerebro? —le acarició el cabello—. Tú y yo somos iguales, Paula. La misma herencia corre por nuestras venas; esta es la tierra de las hadas, de las brujas y de los hechizos. Nos criamos bajo esas tradiciones, lo asimilamos junto con la leche de nuestras madres. No lo reconocemos pero, en el fondo de nuestras poéticas almas, nos parecemos mucho a nuestros ancestros paganos.
—Dirk, no me gusta que hables así, me asustas —tragó saliva.
—No tienes nada que temer —la estrechó con fuerza—. Yo estoy aquí para protegerte —hizo una pausa y sonrió—. Lo que necesitamos es un exorcismo.
—Te dije que ya no mencionaras esas cosas —se estremeció.
—Y yo te digo que confíes en mí —habló con firmeza—. ¿No podrías casarte con un hombre en quien no confiaras, verdad?
—Claro que confío en tí —sonrió, a pesar de que no tenía la menor idea de lo que Pedro tramaba.
—Bien —la besó y añadió—, iremos a visitar a Miguel y yo hablaré con él. Vamos a resolver este lío de una vez por todas.
—¿Vas a hablar con Miguel? ¿Y cómo piensas hacerlo?
—Déjamelo a mí —señaló el río—. Ve a cortar algunas flores silvestres para que las llevemos al cementerio.
Se subieron a la camioneta de Pedro y se dirigieron a Kinvaig. Pedro se dirigió a la iglesia y estacionó la camioneta junto a las rejas del cementerio.
Atónita y nerviosa, Paula condujo a Pedro hacia un rincón solitario y aislado, en donde una lápida de granito pulido, marcaba la tumba de su padre. El reverendo MacLeod le dijo a Paula que Miguel fue quien escogió ese sitio.
Se arrodilló, arregló las flores y cerró los ojos antes de susurrar:
—Padre, voy a tratar de perdonarte y tú tendrás que perdonarme por ir en contra de tus deseos. Pedro es un buen hombre y te daremos unos nietos de quienes podrás sentirte orgulloso.
Pedro la ayudó a incorporarse y le sonrió antes de mirar con enojo la tumba.
—Miguel —declaró con insolencia—, soy yo, Pedro Alfonso. Ya no sirve de nada que agites tu puño y que me insultes. Paula y yo vamos a casamos y no hay nada que puedas hacer por, impedirlo —tomó la mano de la joven con firmeza—. Tú mismo puedes darte cuenta de que nos amamos y por eso he venido a decirte que la dejes en paz y que nos permitas seguir adelante con nuestras vidas. Ya le conté lo que de veras sucedió esa noche, así que Paula ya sabe que la engañaste.
—Pedro, esto es absurdo —se mordió el labio. Se sentía incómoda—. Vamos ya.
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