jueves, 17 de diciembre de 2015

La Traición: Capítulo 39

¿Te puedes imaginar esta parte del país, arruinada por excavadoras, estaciones de bombeo, tanques de petróleo, duetos? ¿Puedes imaginar el riesgo de que varios kilómetros de costa quedaran contaminados? Ya no habría más turismo ni botes de pesca. Kinvaig desaparecería. Sería el fin del modo de vida de los cientos de personas que viven en esta región.

Paula se estremeció. ¿Cómo pudo su padre contemplar algo semejante? De pronto, lo comprendió todo.

—Fue por eso que insististe en que yo no debería jamás venderle mi propiedad a un extraño, —en caso de que alguien más se enterara del depósito de petróleo.

—Otras personas, quizá no sientan el amor que tú y yo le profesamos a esta tierra —asintió—. A los demás sólo les interesaría el dinero que podrían ganar.

Una vez más, Paula experimentó náusea. Pasó saliva y maldijo en voz baja.

—Mi padre tuvo el descaro de acusarme de manchar el apellido Chaves  y sin embargo, él sí estaba dispuesto a cometer algo semejante. ¿Por qué no pudo aceptar el hecho de que nos amábamos y dejarnos en paz.

—Porque eras una Chaves y querías casarte con un Alfonso —contestó con frialdad—. Su propio orgullo y su reputación, siempre le importaron más a tu padre, que tu felicidad.

Paula  rememoró esa fatídica noche. Recordó el aspecto cansado de su padre, cuando él regresó de Invemess. Ella le sirvió una copa y él empezó a decirle que estaba muy orgulloso de ella, que le recordaba a su madre y que era lo único que le quedaba en el mundo, que en verdad le importaba. En ese entonces, Paula se sintió abochornada al oír esas desacostumbradas palabras de afecto en su padre, pero ahora comprendió que él sólo se mostró sentimental, porque acababa de estar con el cardiólogo y la noticia de que iba a morir, lo había impresionado mucho.

—Tuve que esperar cuatro años para que Miguel muriera —añadió Pedro, tenso—. En cuanto me enteré de su muerte, regresé aquí.

—Y yo no quise tener nada que ver contigo —susurró Paula con tristeza—. Sólo pensé en la humillación que me hiciste pasar, y en el dolor que le provoqué a mi padre.

—No sabía cómo ibas a recibirme, pero jamás imaginé que me amenazarías con una escopeta —sonrió.

—En ese instante debiste decirme la verdad sobre mi padre —se ruborizó la chica.

—¿El día de su funeral? —se mostró escéptico—. Comprendí que no escucharías nada de lo que yo te dijera. Tú ya tenías una opinión sobre mí —la rodeó con un brazo y se dirigió a la casa.

—Bueno, debiste  revelarme la verdad cuando estuvimos en Edimburgo — insistió—, cuando yo te culpé por su enfermedad… Ese habría sido el momento indicado, pero… no trataste de defenderte. Maldita sea, Pedro, debiste contármelo todo entonces.
—Sí —susurró con amargura—. Casi lo iba a hacer, sí, mas no pude —señaló la casa—. Es gracias a Mirta que te lo puedo contar ahora. Cuando llegué, ella ya estaba derribando a tu padre de su pedestal, de modo que decidí ayudarla.

Paula  se dio cuenta de que le costaría mucho trabajo asimilar la traición y el engaño de su padre. Por culpa de Miguel, Pedro y ella desperdiciaron cinco años de sus vidas… cinco años que habrían podido compartir. Le parecía casi imposible que su padre hubiera actuado así, motivado por su orgullo y el honor de la familia.

Se acercaban a la casa. De pronto, Paula trastabilló y empezó a temblar. Pedro la rodeó con un brazo y la miró con angustia.

—¿Qué te pasa, Paula?

—Mira —señaló la casa con un dedo tembloroso—. Esas ventanas… tienen una apariencia extraña.

—No es nada —Pedro alzó la vista—. Es tan sólo el reflejo de la luz del sol.

Paula observó la lechosa opacidad del vidrio. Sí, era un reflejo… Pero esas ventanas eran del dormitorio de su padre y por un momento le pareció que la miraban como un par de ojos malévolos.

Ni siquiera la presencia cálida y protectora de Pedro pudo evitar que la invadiera el miedo y volvió a temblar.

Al llegar a la cocina, Pedro la ayudó a sentarse.

—Dale un té caliente con mucha azúcar —le pidió a Mirta.

—Ya estoy bien —se avergonzó Paula—. No sé qué fue lo que me pasó.

—Necesitas descansar durante un par de días, relajarte y tomar las cosas con calma —su sonrisa no logró ocultar su mirada de preocupación—. Cuídala bien, Mirta. Confío en ti. Llámame si necesitas cualquier cosa…

—No necesitas decirme cómo debo cuidarla —se molestó el ama de llaves—. Lo he hecho durante toda mi vida.

—Ya lo sé —sonrió—, pero esto no es algo físico. Paula ha recibido una fuerte impresión emocional y está muy vulnerable ahora. Logrará superarlo con mucha ternura y cuidados. Te pido que la vigiles con atención —se inclinó y le dio un suave beso en la boca a Paula —. Vendré a verte dentro de dos días —se irguió con una sonrisa y le hizo seña a Mirta de que saliera con él.

Paula tomó un sorbo de té y ansió no haberse portado como una tonta frente a Pedro. Esas ventanas… Fue tan sólo su imaginación y ella actuó como una niña asustada.

Momentos después, Pedro se fue y Mirta regresó.

—Te llenaré la tina de agua caliente para que te…

—No es necesario —declaró con firmeza—. Soy capaz de hacerlo sola. No le hagas caso a Pedro. Se está preocupando demasiado por mí.

—Es cierto —sonrió la señora—. Tienes suerte de que un hombre como él se angustie por tí —se sirvió un poco de té—. Me imagino que tendremos que empezar a planearlo todo para la boda.

—¿Boda? —repitió y volvió a estremecerse.

—Sí. Pedro me contó que ustedes ya habían resuelto sus problemas. Él cree que ya todo está bien ahora.

—No sé por qué piensa así —sintió un nudo en la garganta y bajó la mirada. Aspiró profundamente y se puso de pie—. Preferiría no hablar de eso por ahora.

—Como quieras —se exasperó Mirta—. Pero Pedro Alfonso no te va a esperar toda la vida. Tengo la impresión de que has llegado al límite de su paciencia.

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