Pedro la alcanzó, justo cuando ella acomodaba el paquete en el asiento trasero del auto, y la tomó del brazo.
—¿No me oíste? Dije que quería hablar contigo.
—Suéltame. No quiero que la gente piense que tú y yo somos amigos —le miró los ojos grises con rabia.
—Tú y yo tenemos un asunto pendiente —sonrió, muy relajado—. Te fuiste de la casa muy enojada la otra noche; espero que estés más calmada y que hayas pensado con cuidado en tu situación.
—Así es, y mi respuesta sigue siendo que te vayas al diablo. Y si no me sueltas ahora mismo, te voy a golpear.
—Veo que tu fogosidad aún no disminuye —sonrió, divertido—. Me va a gustar mucho domarte cuando llegue el momento —la soltó, pero le impidió subir al auto—. Dime, Paula, ¿alguna vez actúas como una mujer inteligente y razonable, o siempre eres víctima de tu apasionado carácter?
Ella se conformó con guardar silencio y observarlo con ira. No quería hablar con él, de modo que lo despreció con la mirada.
—Tengo una propuesta que hacerte. Creo que deberíamos hablar del asunto mientras comemos —señaló el hotel.
La joven se mantuvo callada, aunque quería gritarle que se fuera y que la dejara en paz.
—Qué lástima —suspiró Pedro—. ¿Qué quieres que haga con el sostén que dejaste en mi biblioteca? Se lo puedo dar a la señora Ross para que se lo entregue a Mirta cuando la vea.
—¿Sostén? —se horrorizó.
—Sí, el que dejaste tirado en la biblioteca —explicó, con sorna—. Tenías tanta prisa por vestirte, que ni siquiera te tomaste la molestia de ponértelo.
¡Claro!, recordó dolida la joven ese episodio de la otra noche.
—Tienes suerte de que yo lo haya encontrado —continuó él—. No me gustaría pensar lo que la señora Ross habría imaginado. Ya sabes que las amas de llaves son muy chismosas y para hoy, todos ya estarían enterados de lo que pasó entre tú y yo esa noche.
—¿En dónde lo tienes ahora? —jadeó, ronca—. No quiero que me lo devuelvas; deshazte de eso, quémalo o tíralo. Ya no me sirve.
—Está bien. Lo haré cuando recuerde en dónde lo puse. Tal vez lo dejé bajo un cojín, mas no estoy seguro —sonrió y Paula se dio cuenta de que la estaba chantajeando.
—Si la señora Ross llegara a encontrarlo, yo le diré a todos que trataste de violarme —lo amenazó—. Será tu palabra contra la mía. Ya veremos quién sale perdiendo.
—Creo que mi versión de la historia será más creíble que la tuya —rió de un modo que la dejó helada—. Vamos a revisar los hechos, señorita Chaves. Tienes problemas financieros y todo el mundo lo sabe; fuiste a mi casa, suplicándome con desesperación que te hiciera un préstamo. Por desgracia, tuve que negarme, y como tú no quisiste aceptar una negativa, me ofreciste un servicio que consistía en que te desnudaras, para yo poder hacer uso de tu cuerpo durante unas horas.
—Nadie te creería… —abrió los ojos, incrédula.
—¿No? ¿Estás segura? No puedes decir que fuiste violada, pues la señora Ross habría escuchado tus gritos para pedir auxilio. Y sin duda, cuando hubieras logrado escapar, le habrías informado a alguien más, ¿verdad?
—Estás dispuesto a rebajarte con tal de salirte con la tuya, ¿no es cierto? — susurró con amargura y frustración.
—Sobre todo cuando el premio es tan deseable como tú —musitó, acercando su rostro al de ella.
—¿Qué es lo que quieres de mí ahora? —bajó la vista para no ver esos intensos ojos grises.
—Ya te lo dije. Quiero que vayamos a comer al hotel. No es mucho pedir, dado que eres mi amiga y mi vecina; ¿o sí?
Paula decidió que no podía correr el riesgo de que Pedro llevara a cabo su amenaza y la chantajeara con el asunto del sostén. Lo mejor era terminar de una vez por todas con esa farsa.
—Está bien —suspiró, derrotada—. Sin embargo, te advierto que no prestaré atención a ninguna de tus propuestas. Esto será tan sólo una pérdida, de tiempo para tí.
—Ya lo veremos —la tomó del brazo y la condujo por el malecón, hacia el hotel.
El restaurante estaba vacío y, después de esperar unos momentos, Pedro tocó la campanilla con impaciencia. Pasó un minuto antes que el administrador se acercara. Al ver a Pedro, el hombre se quedó boquiabierto.
—A partir de ahora, quiero que alguien esté siempre aquí, haya clientes o no — ordenó Pedro con frialdad—. Vaya a buscar a alguien para que nos tome la orden de inmediato y para que encienda la calefacción —se dirigió a una mesa y ayudó a Paula a sentarse.
—Te gusta imponerte, ¿verdad? Es cierto que eres dueño de este hotel, pero eso no te da el derecho de actuar en forma tan prepotente.
—Voy a actuar de la manera que considere adecuada para cuidar de mi inversión —gruñó Pedro y la miró con tal furia que la chica tuvo que bajar la vista—. Se supone que esto es un restaurante, pero resulta que el cuarto está frío y tuve que llamar para que me atendieran. Cuando entre un cliente, quiero que reciba una bienvenida amistosa, y la mejor de las atenciones para que se acuerde de este lugar y regrese. Si tengo que actuar con prepotencia para lograr esa excelencia en el servicio, lo haré.
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