—Claro que no —se indignó Mirta—. Ahora, se supone que eres la dueña de la casa. ¡Qué pensarán los demás si se enteran de que tú te lavas la ropa! Además, ¿por qué quedó tan sucio y arrugado? ¿En dónde has estado durante todo el día?
—Bueno, será mejor que te lo cuente antes de que oigas los chismes —aspiró profundamente—. Pasé la tarde con Pedro Alfonso.
—¿Qué? —la miró, consternada.
—Me invitó a comer al hotel y luego fuimos a Para Mhor a ver uno de sus botes que encalló allí.
—Esta tarde hubo una tormenta terrible…
—Empezó cuando nosotros ya estábamos en la isla. Nos refugiamos en la vieja granja —y eso fue todo lo que le informó al respecto.
—Ay… —Mirta era una mujer experimentada y miró con un ojo crítico el vestido manchado y arrugado—. Si fuera tú, no le diría nada a tu padre. No creo que esto le dé mucho gusto.
Después de darse un baño, Paula se puso un suéter y unos jeans. Bajó a la cocina a cenar, pensando en la confrontación que tendría con su padre. Tal vez habría sido mejor que ese rayo la fulminara…
A las diez, Miguel llegó a la casa. Paula lo esperaba en la biblioteca, sentada en el sofá. Dejó su libro a un lado y fue a darle un beso a su padre.
—Parece que necesitas un trago —comentó al ver su expresión de cansancio— ¿Cómo estuvo la subasta?
—Fue una pérdida de tiempo. Por eso regresé más temprano —se sentó y tomó la copa de whisky—. Gracias, linda. Déjame la botella aquí —tomó un sorbo y la miró con afecto—. Eres una hermosa jovencita, Shona. Cómo me gustaría que tu madre estuviera viva para verte ahora. Heredaste mi cabello pelirrojo, pero cuando te miro los ojos es como si la viera a ella —suspiró y terminó el whisky—. Sí, eres lo único que me queda en el mundo, Paula.
¿Por qué tenía que estar tan melancólico, precisamente esta noche? ¿Cómo iba a darle la noticia ahora? Paula se volvió, tensa. Ella, su hija, iba a traicionarlo, pero no podía hacer otra cosa. Tenía que hablar con su padre, pues era su deber y además, debía cumplir la promesa hecha a Pedro.
—Yo… —pasó saliva— tengo algo que decirte, padre. Se trata de algo que no te va a gustar.
—Habla —frunció el entrecejo y asintió—. Nunca antes has tenido miedo de decirme nada. Ya es demasiado tarde como para cambiar las costumbres de toda la vida.
—Pedro Alfonso va a venir a verte mañana por la mañana —susurró, amándose de valor.
—¿Qué? —gruño—. ¿Y por qué tengo que tolerar su compañía?
—Pedro y yo… vamos a… a casamos —jadeó.
Se escuchó un crujido, cuando la copa se rompió en el puño del padre.
—¡Maldición! —exclamó él al verse la profunda cortada. Shona acudió en su ayuda, pero él la apartó y se amarró un pañuelo en la herida—. Voy a fingir que no escuché lo que dijiste. Mi hija no se rebajará para casarse con un Alfonso. Ahora, vete a dormir y…
—Fingir no servirá de nada, padre —susurró con una voz triste y desafiante—. Voy a casarme con él y eso es todo.
Miguel se ruborizó de rabia y se hizo un silencio tenso. Paula quería que se la tragara la tierra para no ver el rostro alterado de su padre, pero ahora su única esperanza consistía en tratar de calmarlo y de hacerlo entrar en razón.
—Estamos… enamorados, padre —declaró con una voz temblorosa.
—¿Enamorados? —repitió, sin comprender.
—Sí. Pedro no es como todos ustedes me han hecho creer. No es como su padre. Tú mismo podrás comprobarlo.
—¿Desde hace cuánto tiempo tienes tratos con él? —la interrumpió, iracundo—. ¿Desde que regresaste de la universidad? ¡Te has estado viendo con esa sabandija a mis espaldas! ¡Me has mentido y engañado!
—Eso… no es cierto —tartamudeó—. Yo… no le he mentido a nadie, ni me he encontrado con Pedro en secreto. Ni siquiera había hablado con él, sino hasta esta tarde.
—¿Y has decidido casarte con él después de que apenas lo conociste esta tarde?
—Sí —sabía que era algo absurdo, increíble—. Esa es la verdad, padre. Te lo juro. Todo… sucedió tan rápido. Acabamos de conocernos y… y…
—¿Te acostaste con él? —sus sospechas lo hicieron rugir de rabia y le ensombrecieron el rostro—. ¿Acaso tuviste contacto carnal con ese hombre?
Paula se sobresaltó. El estilo brusco con el que su padre le hizo esas preguntas la hizo sentirse como una mujer de la calle. La chica tan sólo inclinó la cabeza.
—Veo que ni siquiera te tomas la molestia de negarlo —jadeó con desprecio—. Te perdonaría si se tratara de cualquier otro. Pero has dejado que te contamine y envilezca un monstruo como ese…
—No es un monstruo —repuso, desafiante—. Sólo porque tú siempre has odiado a esa familia…
—Sal del cuarto —le dió la espalda—. Esta discusión ha terminado.
—¿Qué discusión? —lo observó con resentimiento—. Ni siquiera quieres escucharme. ¿Por qué tengo que sufrir por tus prejuicios? Lo menos que puedes hacer es recibirlo.
—Sí, lo veré —se mofó y tomó la botella—. Y, cuando lo haga… —calló y fue a buscar otra copa.
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