jueves, 10 de diciembre de 2015

La Traición: Capítulo 25

Paula frunció el entrecejo. No necesitaba que Pedro se peleara por ella; acababa de demostrar que podía defenderse muy bien sola.

—¿Y qué pasará si no puedes con los cinco? —el jefe les sonrió a sus secuaces—. ¿De todos modos no mezclarás a la policía en este asunto?

—Sí —Pedro se quitó la chaqueta—. Usted es el más fornido y el más feo. ¿Quiere ser el primero?

—Uno a la vez, caballeros, por favor —Luis les apuntó con la escopeta.

El ladrón no necesitó de una segunda invitación y se lanzó sobre Pedro. Paula contuvo el aliento y pasó saliva al ver que Pedro se hacía a un lado y estiraba el pie. El hombre cayó al suelo, se puso de pie, rugió y se volvió a echar sobre Pedro quien le dio un puñetazo entre los ojos y luego le golpeó la mandíbula. Se escuchó un crujido impresionante y el hombre cerró los ojos antes de caer al suelo, inmóvil.

—Usted sigue —Pedro lo ignoró y señaló a otro miembro de la pandilla.

—Tienes que reconocer que sabe pelear bien, igual que su padre, el viejo Horacio—rió Luis.

No obstante, Paula no pudo soportarlo.

—¡Basta! —gritó y disparó al aire—. Ven aquí, Pedro Alfonso. Quiero hablar contigo —lo vió acercarse, molesto por la interrupción, y le espetó—. ¿Te has vuelto loco? Esta gente es una basura y te estás rebajando a su nivel. Si quieres actuar como un patán, hazlo en tu propiedad, no en la mía.

—Esto es lo único que entienden —estaba muy irritado por la intervención de la joven.

—Tiene razón —observó Luis, objetivo—. No empieces a echar a perder la diversión.

—Ustedes dos no son más que un par de chiquillos infantiles —los observó con enojo.

—Eres mujer —Pedro se frotó el puño derecho—. No comprendes a esta gente. Lo único que respetan es la violencia.

—Tienes razón. Gracias a Dios que soy una mujer —declaró con sarcasmo—. Y sé cómo lidiar con personas como ellos sin olvidarlo. Me puedo asegurar de que jamás vuelvan a estas tierras y lo puedo hacer sin ponerles un solo dedo encima.

—¿Cómo? —Pedro y Luis fruncieron el entrecejo.

—Déjenmelo a mí.

—Será mejor que la dejes salirse con la suya —le recomendó Luis a Pedro—. De lo contrario, me hará la vida miserable, pues nunca dejará de quejarse por lo que pasó hoy.
—Está bien, haz las cosas a tu manera —suspiró Pedro.

—Vaya, muchas gracias. Me agrada que me permitas hacer lo que me venga en gana en mi terreno —señaló la camioneta—. Luis, métele un tiro al radiador.

La pandilla se alejó del vehículo y el líder se puso de pie, mareado y tambaleante. Se escuchó otra explosión y toda el agua salió del ya inservible radiador.

—Van a caminar hasta Kinvaig —les ordenó  Paula, con desdén—. Son siete kilómetros. Sigan a la camioneta. Yo estaré detrás de ustedes, en el jeep.

Gruñendo, los bandoleros siguieron a Luis, caminando en fila. Paula se sentó en el asiento de los pasajeros del jeep, mientras que Pedro conducía con lentitud.

—Eres un peligro para tí mismo, Alfonso—declaró la chica, después de un kilómetro—. Nunca habrías podido darles su merecido a esos cinco tipos. Tal vez habrías dejado fuera de combate a los dos primeros, pero después te habrías metido en un lío.

—¿Cómo lo sabes? —sonrió—. Lo estaba haciendo muy bien hasta que me detuviste.

—Mira cómo tienes los nudillos de la mano derecha. Están rojos e hinchados. No me sorprendería que te hayas roto o dislocado un hueso.

Pedro flexionó la mano e hizo un gesto de dolor.

—Detén el jeep, yo conduciré —pidió la joven.

Cambiaron de lugar pero, antes de avanzar, Paula sacó de abajo del tablero, un trapo limpio. Bajó a la ribera y mojó el trapo en el agua fría del río.

—Dame la manó —ordenó al regresar al jeep.

—¿Acaso significa esto que por fin me estás proponiendo matrimonio? —alzó una ceja.

—No seas gracioso —replicó y le enredó el trapo en la mano—. Eso disminuirá la hinchazón.

—¿Qué es lo que pasa con ustedes? —inquirió Luis por el radio de banda civil.

—Estoy atendiendo a Pedro. Los alcanzaremos en un instante —ella lo miró y de pronto le dió un beso rápido en la boca. Ansió seguirlo besando, pero se resistió e hizo avanzar el jeep con rapidez—. No imagines cosas, Alfonso —su voz tembló—. Fue sólo para agradecerte el hecho de que le hiciste pagar a ese hombre, por la forma en que me insultó.

Por fortuna, Pedro guardó silencio y ella ya no tuvo que seguir hablando. Ahora sabía que él no era ningún cobarde. Todo lo que estaba descubriendo acerca de ese hombre, lentamente destruía la opinión previa que se había hecho de él. Y eso no la tranquilizaba. Su corazón le exigía una respuesta ahora. Si no es tan malo como pensaste, ¿por qué no te enamoras de él y terminas con toda esta agonía?

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