—No tienes por qué sentirte abochornada —le sonrió, amable—. Tan sólo te relajaste y charlaste un poco más que de costumbre. Estuviste un poco desinhibida y… traviesa; pero no hablemos de eso ahora.
—¿Qué insinúas con eso de “traviesa”? —se indignó.
—Olvídalo —se encogió de hombros.
—Claro que no —protestó—. Explícamelo ahora mismo.
—No vuelvas a señalarme con el dedo —gimió—. Aún tengo los moretones que me hiciste esa vez.
—Entonces, aclárame ese comentario —exigió—. No permitiré que estés contando chismes sobre mí.
—Está bien —cedió al fin—. Pues lo que sucedió fue que te mostraste muy cariñosa conmigo, aunque trataste de…
—¿Cariñosa? ¿Yo? ¿Contigo? —renegó—. No seas absurdo.
—Fingiste que te habías torcido el tobillo, sólo para que yo te cargara en brazos. —Eso… no es cierto —masculló—. Yo… en verdad me lastimé.
—¿Entonces, por qué cojeaste con el pie derecho cuando te cargué y con el pie izquierdo cuando te dejé en tu casa? —sonrió, muy divertido.
—No voy a seguir discutiendo contigo —se mortificó.
—Me legra oír eso. ¿Significa que vas a firmar el contrato?
—Supongo que sí. De lo contrario no dejarás de atosigarme —suspiró.
—Muy bien —estaba muy complacido—. Por fin estás haciendo algo sensato.
—Eso está por verse, ¿no? No me gusta cantar victoria por adelantado.
—¿Te das cuenta de que ahora somos como socios? —la tomó de la mano para acercarla.
—Sí, supongo que sí —¿por qué jadeaba y por qué su corazón estaba tan acelerado? ¿Y por qué se hacía esas absurdas preguntas cuando ya conocía la respuesta? Esos profundos ojos grises siempre la hacían perder la cordura.
—Entonces, tú y yo debemos celebrarlo —susurró.
—¿De veras? —tartamudeó cuando él le acarició la mejilla—. ¿Qué tienes planeado?
—Ya se me ocurrirá algo —le enmarcó el rostro con las manos y le besó la nariz—. Ahora, terminemos con este asunto de una vez por todas, para poder marchamos. Odio las oficinas de los abogados.
Media hora después, ya estaban en la calle.
—Podríamos ir a comer —Paula consultó su reloj—, porque tengo que irme rápido, pues el regreso a casa es muy largo y no quiero salir muy tarde de Edimburgo.
—No volverás a Kinvaig esta noche —señaló, cortante—. Tú y yo vamos a pasar un par de días aquí, para relajamos y disfrutar de nuestra mutua compañía.
—Eso… no es posible —tartamudeó—. No puedo, tengo que…
—Llamé a Mirta al mediodía para saber la hora en que saliste de tu casa. Ella me dijo que trajiste una muda de ropa, por si decidías quedarte esta noche, de modo que no discutas más conmigo. ¿En dónde dejaste tu auto?
Fueron al estacionamiento y Pedro sacó la pequeña maleta de Paula. Luego, llamó a un taxi y le dio un billete de diez libras al chofer.
—Lleve esto al Hotel Caledonian y entréguelo en la recepción. Dígales que el señor Alfonso lo recogerá después.
—Es demasiado temprano como para comer, pero podemos tomar algo en el parque —declaró Pedro cuando el taxi se alejó—. Podemos ir al hotel alrededor de las seis de la tarde, y allí te refrescas y te cambias para ir a cenar. Después de eso, iremos al cine; tengo dos boletos para Los piratas de Penzance. Luego podremos ir a un club nocturno o a una discoteca…
—Espera. Me imagino que ya reservaste los cuartos del hotel, ¿verdad?
—Reservé un cuarto —corrigió con firmeza.
—Ah… entiendo —eso aclaraba las principales dudas de la joven. Paula se dio cuenta de que se ese sería el momento crítico del día.
—¿Hay algún problema? —la miró con dureza e intensidad.
—No, Pedro, ninguno —obedeció al impulso de estar con él y la embargó una emoción muy grande al tomar esa decisión.
—Muy bien, así debe ser —sonrió, satisfecho—. Estamos en Edimburgo, un lugar neutral para nosotros, los escoceses de las Tierras Altas. Tal vez aquí podamos estar tranquilos. En Kinvaig hay demasiados recuerdos amargos que nos acosan. Quizá aquí podamos fingir que no ha pasado nada.
—Quizá. No tiene nada de malo fingir eso, ¿verdad?
Pedro la atrajo contra su cuerpo y, sin importarle estar en medio de una bulliciosa acera, besó a Paula de un modo tan provocador, que la hizo temblar. Al separarse, la observó de modo penetrante y comentó:
—Ambos sabemos qué es lo que queremos, ¿verdad, Paula?
La joven no pudo negarlo. En parte, sabía que ese momento era inevitable desde que fue a ver a Pedro a su casa, esa noche lluviosa. Él le dijo entonces que el ansia era más poderosa que el orgullo o el honor de una familia y estuvo en lo cierto. Paula ansiaba estar en sus brazos desde hacía mucho tiempo, como para no aprovechar la oportunidad que ahora se le presentaba.
—Toda la gente de ese autobús nos mira —jadeó, avergonzada—. Vámonos ya, por favor. Ya sé que a tí no te importa lo que la gente piense de ti, pero a mí no me agrada dar un espectáculo.
—Te estás sonrojando —sonrió—. Pareces una colegiala traviesa.
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