sábado, 12 de diciembre de 2015

La Traición: Capítulo 29

Paula estuvo en el terreno todo el día con Joaquín y con Luis. Regresaron ya casi al anochecer a la casa, cansados y hambrientos.

—Tu abogado te llamó esta mañana —le contó Mirta—. Quiere que lo llames esta noche a su casa.

—¿Qué fue lo que te dijo? —la chica frunció el entrecejo y colgó su impermeable detrás de la puerta.

—No pensarás que va a discutir tus asuntos personales con el ama de llaves — declaró con sequedad—. Ve a lavarte. Serviré la cena dentro de una hora. Y no pongas esa cara de preocupación, querida, no es el fin del mundo.

—¿Ah, sí? ¿Y cuándo fue la última vez que MacPhall me dió una buena noticia? Puedes apostar a que se trata de otro problema.

Su cuerpo se relajó bajo el agua caliente de la ducha, pero Paula no se tranquilizó. ¿Por qué su abogado la llamó por teléfono? Normalmente, solían comunicarse por correo. Era obvio que se trataba de algo urgente.

Se puso unos jeans y blusa a cuadros y bajó a cenar. Sin embargo, Luis y Joaquín  ya habían comido y Mirta, después de servirle la cena, también se fue a hacer otras cosas. Paula tuvo que comer a solas y se sintió como una leprosa; era como si los demás intuyeran que se avecinaba una catástrofe y no quisieran resultar afectados por ella.

Paula debía explicarles lo que Pedro le había ofrecido. Al menos, eso tranquilizaría a sus empleados respecto del futuro de la casa y de las tierras. La verdad era que la joven quería posponer eso hasta el último momento, con la esperanza de que algún milagro la salvara de la derrota final.

Y ahora, ya no esperaría mucho tiempo. Hacía tres semanas que Pedro se había ido a los Estados Unidos y dijo que, cuando mucho, estaría allá un mes. Eso significaba que regresaría dentro de una semana y le exigiría a la chica una respuesta.

Paula no tenía más remedio que aceptar la propuesta, aunque eso significara que tendría que vivir durante el resto de su vida sabiendo que había traicionado la memoria de su padre y que había humillado el apellido Chaves.

Terminó de cenar, llevó los platos al fregadero y llamó a su abogado.

—¡Paula! Qué bueno que me llamó. ¿Cómo están las cosas en Kinvaig?

El parecía estar contento, lo cual era un contraste notable respecto a su tono de voz de costumbre, lúgubre y seco.

—Estoy manteniéndome a flote… pero no por mucho tiempo.

—Me alegra oírlo porque le tengo buenas noticias. Creo que sus problemas van a terminar. Mañana vendrá un empleado de una agencia & publicidad de Londres. Quiere reunirse con usted para hablar de un trato. ¿Puede usted venir aquí, mañana, a las tres de la tarde?

—Sí, claro —frunció el entrecejo—. ¿Sabe usted de qué se trata?

—Creo que es algo relacionado con Glen Gallan. Quiere usar el valle en un anuncio publicitario. No sé cuáles son los detalles. Eso es algo que usted tendrá que preguntar.

Paula colgó, meditabunda. ¿Glen Gallan? ¿Un anuncio? Se encogió de hombros. Lo único que importaba era tener más dinero. Quizá ese era el milagro que tanto había esperado.

Decidió llevarse la camioneta en vez del jeep para ir a Edimburgo y, a la mañana siguiente, Luis revisó el motor.

—No sé si estaré de vuelta esta noche —le comentó Paula a Mirta—. Me voy a llevar un poco de ropa, en caso de que decida quedarme allá. Te llamaré esta tarde para avisarte lo que haré.

A las diez de la mañana, apenas había llegado a la ciudad de Invemess La carretera era muy empinada en esa zona y cruzaba las montañas. Cerca de Aviemore, Paula se detuvo en un parador y comió los emparedados que Mirta  le preparó. Gracias a la nueva carretera, ya sólo se hacían tres horas de Invemess a Edimburgo, de modo que la chica no temió llegar tarde a la cita.

La noche anterior, se dijo que tal vez esa agencia de publicidad quería usar Glen Gallan para hacer un comercial. Dudaba que el dinero que pudieran ofrecerle fuera mucho, aun cuando MacPhall le había asegurado que quizá sus problemas financieros terminarían. Todo era muy raro…

Llegó a las dos de la tarde a Edimburgo, metió la camioneta a un estacionamiento y fue a pasear por un centro comercial, antes de ir a la oficina de su abogado.

Este la recibió con puntualidad y su amabilidad de costumbre.

—Me da mucho gusto verla de nuevo, Paula. Me alegra que haya podido venir hasta aquí.

—Su llamada me pareció misteriosa y despertó mi curiosidad —sonrió y miró al hombre que estaba presente, un hombre de treinta años, de aspecto dinámico.

—Soy Alan Jacobs, de Jacobs and Epstein Advertising, señorita Chaves.

—Mucho gusto, señor Jacobs. ¿Y bien? ¿Va a explicarme de qué se trata todo esto?

—Por supuesto —miró a MacPhall—. ¿Esperamos al señor Alfonso o vamos directo al grano?

—¿Por qué no le explica a la señorita Chaves…?

—Un momento —exclamó Paula, sorprendida—. ¿Acaso usted mencionó a Alfonso o fue sólo mi imaginación?

—El señor Alfonso  es mi cliente —explicó el señor Jacobs, tenso—. Estoy promoviendo su producto.

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