Si hubiera podido, Paula no habría ido a trabajar a la mañana siguiente, pues tenía el pómulo amoratado e hinchado y estaba segura de que alguien le iba a preguntar qué le había ocurrido.
También estaba segura de que, si no quería denunciar a su padre a la policía, iba a tener que mentir.
Si en el momento del impacto no hubiera girado la cabeza, lo más seguro sería que tuviera también la naríz rota.
El hecho de que su padre se hubiera atrevido a pegarle una vez quería decir, sin ningún género de duda, que podría volverlo a hacer.
Paula sintió que se le formaba una bola de angustia en la boca del estómago al recordar la furia de su padre y lo poco que le había importado hacerle daño, algo que aparentemente no le había hecho sentirse en absoluto avergonzado.
Al oír gritar a Paula, Noemí había bajado las escaleras a toda velocidad y se había quedado de piedra al ver la escena, pero al cabo de una hora ya le estaba echando la culpa a la visita de Bruno Judd y justificando la violencia de su marido.
Paula sentía los ojos hinchados y doloridos por las lágrimas que había derramado en silencio la noche anterior porque, aunque su padre nunca había sido un hombre de carácter fácil, tampoco se había mostrado nunca tan violento.
Obviamente, Zaira tenía razón en pensar que era imposible que Paula consiguiera irse de casa con la aprobación de su padre y, sin embargo, ahora más que nunca necesitaba salir de allí, así que no le iba a quedar más remedio que irse en secreto. Para colmo, apenas tenía dinero y lo único que se le ocurría era hacer horas extras.
-Madre mía, pero, ¿qué te ha pasado en la cara? -le preguntó Pamela Anstruther en cuanto la vio aparecer.
-Nada, que ayer me tropecé y me di con el borde de una mesa -contestó Paula encogiéndose de hombros-. Menos mal que no me he roto nada.
-Pues sí, menos mal -dijo la aristócrata mirándola sin rastro de sospecha-. Pobrecita. Hoy solamente voy a necesitarte una hora, así que, cuando hayas terminado de limpiar y de organizar mi habitación, puedes incorporarte a tus ocupaciones normales.
Paula se sintió profundamente decepcionada y resentida porque, de nuevo, otro día en el que no le iban a permitir ayudar a organizar la fiesta. Era obvio que la aristócrata había preferido tomarla como doncella personal, algo que desagradaba profundamente a Paula.
Pedro se quedó mirando la carta que había recibido aquella mañana de un primo suyo y apretó las mandíbulas. A continuación, se rió con amargura, hizo una bola con el papel y lo tiró a la papelera.
Aquello, desde luego, era la guinda del pastel.
Acababa de enterarse de que Fátima, la única mujer a la que había amado, se acababa de casar con otro hombre.
¡Y él sin saber siquiera que estuviera prometida!
Debido a la reciente muerte de un pariente, la boda de Fátima había sido pequeña y familiar y se había llevado a cabo a toda velocidad para que la pareja pudiera irse cuanto antes a Londres, donde el novio trabajaba como cirujano.
Paula se dijo que, tarde o temprano, aquello tenía que suceder. El hecho de estar casada no quería decir que la hubiera perdido porque, en realidad, jamás la había tenido.
«Tengo que ser fuerte», se dijo.
Una hora después, llegó Pamela para recoger la lista de invitados que le había dejado el día anterior para que le echara un vistazo.
-Me parece que a Paula Chaves no le van bien las cosas -comentó con los ojos en blanco.
Pedro la miró enarcando una ceja.
-Parece ser que Paula se ha estado viendo a escondidas con el albañil polaco y, la verdad, no me extraña que haya intentado que nadie se enterara porque teniendo el padre que tiene... lo malo ha sido que se ha enterado de todas formas y -Ya sabes que no me gustan los cotilleos -la interrumpió Pedro.
-Esto no es un cotilleo -sonrió Pamela-. Sé que te preocupas mucho por esa chica, por eso te lo cuento. En fin, para ir al grano, creo que su padre le ha pegado.
Pedro no se inmutó.
-¿Te lo ha dicho ella?
-No, claro que no. Ella ha dicho lo típico de... «me tropecé y me golpeé». En fin, por lo visto la ha pillado haciendo lo que cualquier chica joven y sana haría con un hombre -rió Pamela-. Es la única explicación que se me ocurre y me parece lógico porque, por lo que me han contado, esa chica no tiene ningún tipo de libertad, lo que no es en absoluto normal.
Una vez a solas, Pedro decidió hablar con la jefa del personal de limpieza para que la mujer se asegurara de que Paula estaba bien.
No había necesidad de que él se involucrara de manera directa.
¿Seria cierto que Paula estaba con un hombre? ¿Y a él qué más le daba? No la conocía de nada. Aun así, no le gustaba la idea de que Paula hubiera estado con otro hombre porque la tenía por una chica inocente.
¿Se habría confundido? Entonces, recordó la pasión que Paula había demostrado entre sus brazos, pero se dijo que por un beso no podía juzgar y que, en cualquier caso, daba igual la experiencia sexual o carencia de ella que Paula tuviera porque aquella mujer no era para él.
Sin embargo, Pedro recordó cómo desde pequeño lo habían educado para interesarse personalmente por cualquier problema que tuvieran sus empleados y la gente que lo rodeaba, y se dijo que tenía que ocuparse de aquel asunto en persona, así que encendió el ordenador y consultó los horarios del personal de limpieza para localizar a Paula.
Qué curioso que no se percatara de que hasta hacía muy poco tiempo ni siquiera había sabido de la existencia de aquellos horarios ni de que se pudieran consultar desde el ordenador.
Paula estaba encerando el suelo de madera en la galería, preguntándose de qué humor encontraría a su padre aquella tarde cuando llegara a casa y temblando ante la posibilidad de que se repitiera el episodio del día anterior.
-Paula...
Al oír su nombre, dio un respingo y se le cayó el cepillo de las manos. Sorprendida, se giró y se encontró con Pedro.
Al instante, el príncipe se dio cuenta de que Paula estaba atemorizada y de que tenía una mejilla amoratada.
-¿Qué te ha pasado? -le preguntó Pedro avanzando hasta ella en un par de zancadas-. ¿Ha sido tu padre?
La ternura de Pedro desconcertó a Paula.
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