—No me lo dijo —la defendió Mirta—. Sólo me contó que te habías ido muy temprano, sin dar ninguna explicación, y no volviste a poner un pie en Kinvaig hasta el día en que enterraron a Miguel.
—Eso fue parte del trato que hizo conmigo —confirmó Pedro.
—¿Trato? —Paula sintió un vuelco en el estómago—. ¿Me abandonaste como parte de un trato?
—No tuve otro remedio —se tomó sombrío—. Tu padre no peleaba limpio y se valía del chantaje emocional. Estaba tan enojado, que amenazó con matarte antes de permitir que te casaras conmigo.
—Mientes —palideció—. ¿Mi propio padre…?
—Le dije que no fuera estúpido y que pensara en lo que decía —insistió Pedro—. Luego, cambió de opinión y decidió que en vez de matarte, te desheredaría… te lo quitaría todo.
—Y… ¿eso bastó para que me dejaras? —sollozó—. Si él me desheredaba, entonces tú no te adueñarías de estas tierras. Eso era lo que realmente te interesaba, ¿verdad? Me mentiste… —sus ojos se llenaron de lágrimas de rabia y salió corriendo de la cocina. Se detuvo hasta llegar a la playa. Entonces, hundió el rostro entre las manos y lloró de desesperación.
Poco a poco, el dolor disminuyó y fue sustituido por la frialdad del raciocinio. La acusación que le hizo a Pedro había sido injusta. Paula estuvo tan dolida que tan sólo atacó el blanco más cercano. El sentido común le hizo comprender que Mirta y Pedro no pudieron mentir acerca de Miguel; como Mirta lo dijo, era cierto que Miguel nunca fue afectuoso con Paula, aunque eso no le importó a la chica. Uno no añoraba lo que nunca había tenido. Además, no necesitó del afecto de su padre, pues ella siempre lo consideró como un semidiós, inalcanzable, como un hombre que era respetado y temido por todos en el pueblo.
Escuchó unas pisadas a sus espaldas y se volvió para ver a Pedro, quien la miró sin compasión.
—Has estado llorando.
—Sí… No importa —masculló Paula—. Ya estoy bien ahora. Necesitaba desahogarme.
—Te lastimé, Paula—con una ternura infinita, la abrazó y le besó los ojos—. No quería que te enteraras. Habría hecho cualquier cosa con tal de evitarte este sufrimiento.
—La culpa es mía, Pedro —apretó la mejilla contra su pecho—. No te dejé más opción que la de contármelo todo. No quería casarme contigo por… él. Si tan sólo yo hubiera sabido esto antes… —le vio los ojos que brillaban con angustia y añadió—: Hay más, ¿verdad? No sólo te fuiste porque él amenazó con desheredarme, ¿no es cierto?
—Tienes razón —la contempló y sacudió la cabeza—. Esto te dolerá aún más. Sería mejor que no lo supieras.
—¿Eso crees? —alzó las cejas—. ¿Quieres que viva el resto de mi vida en la ignorancia, que me haga toda clase de preguntas, que nunca pueda estar tranquila? No, Pedro, quiero que me lo reveles todo ahora. Cuanto más pronto lo sepa, más pronto podré aceptarlo —hizo una pausa y añadió—. Ya no creo que nada de lo que me cuentes acerca de mi padre, pueda impresionarme. ¿Qué puede ser peor que la amenaza de un padre de desheredar a su hija, sólo porque ésta se enamora de un hombre que a él no le agrada?
Reacio, Pedro asintió y comentó:
—¿Sabías que tu padre ya estaba muy enfermo esa noche que fue a verme?
—No —eso la asombró—. Sin embargo, poco después, me di cuenta de que ya no era el mismo de antes.
—A él le convino hacerte pensar que tú eras la causa de su deterioro —gruñó, enojado—. Pero la verdad es que él había estado enfermo desde hacía mucho tiempo. —¿Estás seguro?—frunció el entrecejo—. ¿Qué tenía?
—Estaba muy mal del corazón. Necesitaba hacerse una operación —anunció, sombrío—. Ese día, no fue a la subasta de Invemess, sino a ver a un especialista. Este le dijo que, si no se operaba, no viviría más de dos años. Tu padre me mostró el informe de ese médico.
Esa noticia dejó sin habla a Paula durante un momento.
—¿Por qué no se operó entonces para salvarse? —gimió.
—Tenía pánico de la cirugía —se encogió de hombros—. Estaba convencido de que moriría en esa operación, por eso prefirió tomar la opción de vivir dos años.
Paula no pudo creer que su padre hubiera sido tan tonto. De modo que, después de todo, Miguel sí tuvo miedo de algo… del bisturí del cirujano. Bueno, todos tenían sus temores secretos.
—Miguel supo que yo no iba a doblegarme ante sus amenazas y advertencias — prosiguió Pedro, más enojado que nunca al revivir la noche de la confrontación—. Fue por eso que hizo un trato conmigo. Quería que me fuera y que no volviera a comunicarme contigo. Dijo que sólo sería durante dos años y que, cuando él muriera, tú podrías hacer lo que te viniera en gana. Yo podría regresar y casarme contigo si tú aún lo deseabas —la miró con gran frustración—. ¿Qué debía yo hacer? ¿Cómo podía yo mostrarme implacable con un hombre moribundo? Sin embargo, tu padre tenía otro as bajo la manga. Me dijo que, a menos que yo aceptara el trato, vendería Glen Gallan a una compañía petrolera.
—¿Y por qué rayos querría una compañía petrolera comprar el valle? — exclamó Paula con azoro.
—Porque, según lo que tu padre me dijo, el valle se encuentra sobre un gran depósito de petróleo. Parece que uno de los oficiales del ejército que vino a entrenarse allá durante la guerra, era geólogo e ingeniero de minas. El realizó un estudio de toda la zona y se lo comunicó a tu abuelo —la observó con fijeza—. Miguel no sólo se refería a Glen Gallan sino a toda la zona, incluyendo mis propias tierras.
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